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¿Por qué no se habla español en Filipinas?
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¿Por qué no se habla español en Filipinas?

El desastre del 98, el genocidio estadounidense, la ingeniería social y la ocupación japonesa acabaron con el español en menos de un siglo
La Razón
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Según escribe en 1817 el escritor filipino, Tirso de Irrureta Goyena, “pretender ahora que ese idioma (el español) desaparezca de aquí y sea suplantado por otro, sea el inglés o sea cualquier otro, sería pretender borrar la verdadera historia, la verdadera nacionalidad filipina y la verdadera vida del país. Hay que conservar el castellano, porque es uno de nuestros idiomas, como lazo de unión, como factor común, es nuestro idioma superior, nuestro idioma filipino, nuestro idioma genuino y verdaderamente nacional”.
El explorador español Miguel López de Legazpi arribó a las costas de Filipinas (nombrada así en honor a Felipe II) en el año 1565 y estableció el primer asentamiento español una de las islas del archipiélago, en Cebú.
Desde entonces, Filipinas fue parte del Imperio, dependiente administrativamente del Virreinato de Nueva España (actual México). Y no fue hasta el año 1896 cuando comenzó un proyecto secesionista que culminaría en el año 1898.
Es decir, que Filipinas fue parte integral de España durante 333 años, más tiempo de lo que lo fue -por ejemplo- México, hoy el país con mayor número de hispanohablantes. Entonces, ¿cómo es posible que el español no sea la primera lengua de los filipinos?, ¿Cómo es posible que solo un siglo después, en Filipinas haya solo dos idiomas oficiales, el tagalo y el inglés?
La política lingüística del Imperio
El Imperio Hispánico no tenía por costumbre la imposición del español en sus territorios. Sí que es cierto que era -evidentemente- la lengua vehicular. La apropiada para los asuntos oficiales y administrativos. Pero nunca trató de eliminar cualquier otra lengua en favor del castellano.
Contrariamente a lo que se suele pensar, fueron las nuevas repúblicas, nacidas tras la “balcanización” del Imperio, las que fomentaron e impusieron el uso del español como primera lengua. Así lo explica Santiago Muñoz Machado en su ensayo Hablamos la misma lengua:
“El progreso de la lengua castellana en América había sido muy lento y su consolidación como lengua mayoritaria tardaría muchos decenios en ocurrir. Tres siglos después de la colonización, la castellanización había dado resultados escasísimos, porque al final del siglo XVIII solo había tres millones de hispanohablantes en América” (...) “El proceso de marginalización y extinción de las lenguas indias fue desarrollado por los gobiernos criollos aplicando bien la segregación, bien la asimilación de los grupos nativos resistentes.”
Y si esto era cierto para los territorios americanos, lo era mucho más en el caso Filipino. En el archipiélago, la población hispanohablante era más escasa, y estaba concentrada -principalmente- en las zonas urbanas.
De hecho, fueron estos hispanoparlantes que no utilizaban el tagalo, el cebuano o el chabacano, quienes estaban más en contacto con las ideas independentistas que llegaban del exterior.
Fin de la presencia española en Filipinas
La gesta secesionista de los filipinos comienza en el año 1986, cuando las autoridades descubren la existencia de una sociedad secreta llamada Katipuman o KKK (no confundir con Ku Klux Klan). El gobierno español culpó a José Rizal, un líder independentista que siempre había abogado por reformas pacíficas y que no formaba parte de Katipuman.
El fusilamiento de Rizal dio el pistoletazo de salida a lo que se conocería como la Revolución Filipina. La revuelta fue rápidamente aplacada por las fuerzas españolas (dos de cada tres soldados eran filipinos).
El Gobierno de Primo de Rivera y los rebeldes firmaron el 23 de diciembre de 1897 el Pacto de Biak-na-Bató, que parecía iba a acabar con las hostilidades. Con este tratado, el general Aguinaldo (quién había asumido el mando de los insurrectos) aceptaba terminar las hostilidades y partir voluntariamente al exilio en Hong-Kong junto con otros 33 líderes independentistas.
Pero entonces apareció en escena un invitado no demasiado inesperado: Estados Unidos.
La destrucción del acorazado Maine, junto con una intensa campaña amarillista lanzada por William Randolph Hearst, sirvieron como pretexto a Estados Unidos para iniciar las hostilidades contra España y hacerse con los últimos vestigios del Imperio, que ahora eran presas fáciles.
El primero de mayo del 98, la flota de Estados Unidos en el Pacífico sorprendió a la vetusta flota española, que estaba anclada en la bahía de Manila. No había nada que pudieran hacer contra la muy superior potencia de fuego de los norteamericanos.
Mientras tanto, Emilio Aguinaldo entraba clandestinamente en Filipinas para reanudar la Guerra de Independencia tal y como había pactado con el almirante George Dewey: Estados Unidos apoyaría los esfuerzos secesionistas y permitiría la independencia de Filipinas porque -según el oficial estadounidense- “ellos ya eran una nación grande y rica, y no necesitaban colonias” (así lo cuenta Emilio Aguinaldo en sus memorias sobre la Guerra de Independencia).
Aguinaldo reorganizó rápidamente la insurgencia filipina y la armó con material de guerra adquirido con los 400.000 pesos que le había otorgado el Gobierno español para que pudiera subsistir en el exilio. Extendió la lucha armada por todo el archipiélago y cercó Manila, penúltimo reducto español (los últimos de Filipinas seguían defendiendo el sitio de Baler).
En un movimiento que no vieron venir los nacionalistas filipinos, las tropas estadounidenses entraron en la capital el 13 de agosto, dejándoles a las puertas de la ciudad. Aquella fue la última batalla de la Guerra hispano-estadounidense. Pero a diferencia de lo sucedido en Cuba y Puerto Rico, la violencia en Filipinas no solo no se calmó, sino que empeoró drásticamente.
La traición de Estados Unidos
El periódico “ABC” entrevistó al libertador y primer presidente filipino, Emilio Aguinaldo, en el año 1962. Cuando el periodista le preguntó si se arrepentía de haber promovido la independencia de España, esta fue su respuesta:
«Sí, estoy arrepentido. Por eso, cuando se celebraron los funerales en Manila en honor del Rey Alfonso XIII en 1941, yo me presenté en la catedral para sorpresa de los españoles. Allí me preguntaron que por qué había ido a los funerales del Rey contra el cual me había alzado en rebelión. Y les dije que sigue siendo mi Rey, porque bajo España siempre fuimos súbditos o ciudadanos españoles, pero que ahora, bajo el poder de Estados Unidos, somos tan solo un mercado de consumidores de sus exportaciones, cuando no parias. Nunca nos han hecho ciudadanos de ninguno de sus estados. Los españoles, sin embargo, me abrieron paso y me trataron como su hermano en aquel día tan significativo».
Con el Tratado de París del 10 de diciembre de 1898, España cede a Estados Unidos sus posesiones en Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam a cambio de un pago de 20 millones de dólares:
España “se resigna a la penosa tarea de someterse a la ley del vencedor, por dura que sea, y como España carece de los medios materiales para defender los derechos que cree que son suyos, se aceptan los únicos términos que los Estados Unidos le ofrecen para la conclusión del tratado de paz.”
La rendición forzosa de España se realiza a espaldas de los filipinos, que ya habían declarado la Independencia seis meses antes (tal y como estaba pactado), por lo que se opusieron a los términos del pacto entre España y Estados Unidos.
La decisión de exigir el traspaso de la soberanía a Estados Unidos chocaba con lo que el propio presidente William Mc Kinley había asegurado públicamente, que la anexión de Filipinas no estaba dentro de sus planes, que “habría sido, de acuerdo a nuestro código moral, una agresión criminal”.
Pero era el paso lógico de la naciente superpotencia en su afán expansionista: la frontera Oeste del país ya llegaba a la costa del Pacífico después de haberse anexionado los territorios mexicanos de California y San Francisco y después de haber establecido sus nuevos límites territoriales en el Río Bravo gracias al Tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848.
El siguiente paso -una vez “pacificado” el Oeste- sería hacerse lo que en su día fue el “Lago Español” para controlar el comercio en la región. Y Filipinas era una pieza importante en el tablero.
Total, que Filipinas pasaría a ser, a partir del 21 de diciembre de 1898, una “comunidad dependiente” de Estados Unidos; y las mismas legislaciones paternalistas que se habían dictado en relación a los pueblos nativos de Estados Unidos y que permitieron su encierro en reservas (junto a otros muchos excesos), ahora también aplicarían para los filipinos.
Mc Kinley declaró ante el Congreso que la población filipina era demasiado “inmadura” para el autogobierno. Que era necesario establecer una “dominación benévola” para “educarlos y cristianizarlos”.
(Se olvidó el presidente de que la educación gratuita funcionaba desde hacía tiempo en el archipiélago y de que la inmensa mayoría de los filipinos eran católicos después de más de tres siglos siendo españoles).
La “dominación benévola”
El dominio estadounidense todavía estaba en el aire. Al fin y al cabo, las tropas norteamericanas solo tenían control efectivo sobre la ciudad de Manila. Había que acabar con la insurgencia nacionalista, y para eso, había que conquistar todo el territorio.
La sensación que reinaba en el ambiente era de rotunda injusticia. La tensa calma entre las tropas estadounidenses y las filipinas finalmente se rompió cuando el 4 de febrero de 1901, un soldado filipino fue abatido al tratar de cruzar el puente de San Juan del Monte (en territorio controlado por los soldados estadounidenses).
Al igual que hizo con el acorazado Maine, el presidente William Mc Kinley presentó aquel episodio ante la opinión pública como un auténtico ataque contra la ciudad de Manila. Lo que justificaría la ofensiva estadounidense y el comienzo de la guerra entre la Primera República Filipina y Estados Unidos.
A partir de aquel momento se consideraría a la Primera República Filipina como un movimiento insurgente contra un “Gobierno legal” y al presidente filipino, Emilio Aguinaldo, se le presentaría como un “bandido fugitivo”.
Los soldados estadounidenses avanzaban sin que nada ni nadie pudiese pararlos.
Desde San Francisco partían mensualmente una ingente cantidad de tropas para completar la ocupación efectiva del archipiélago. Se estima que 70.000 o 100.000 soldados estadounidenses llegarían a Filipinas en aquellos años.
Las tropas regulares del bando filipino no tuvieron una sola oportunidad contra las muy superiores tropas invasoras. Los rifles de repetición y la artillería pesada barrieron a las tropas nativas.
El comandante filipino Pedro Alcántara Monteclaro, explicó:
No es suficiente con los machetes y los requisados máuseres de los españoles... contra las ametralladoras gatling y los rifles de carga rápida y gran calibre del poderoso ejército estadounidense... (...) ¿Cómo puede un puñado de rifles, lanzas y balas de Máuser ganar contra las ametralladoras Gatling, que arrojan 600 balas por minuto? Sus cañones navales pueden pulverizar una ciudad desde una distancia segura”.
El presidente y líder de la resistencia, Emilio Aguinaldo, fue finalmente capturado en el mes de marzo de 1901. Su sustituto, Macario Sacay, continuó a duras penas con la resistencia.
Una vez derrotados en la guerra convencional, los filipinos se replegaron para iniciar una guerra de guerrillas, y los esfuerzos de los norteamericanos se concentrarían en inteligencia y contrainsurgencia.
Las estrategias que se pusieron en marcha tenían mucho que ver con las guerras contra los indígenas en su territorio. De hecho, en torno al 87% de los generales en servicio en Filipinas había luchado en la conquista del oeste contra los nativos en Estados Unidos (conflictos que aún continuaban en algunos territorios como Arizona y Nuevo México contra los Apaches).
De acuerdo con las cifras arrojadas por el periodista estadounidense James B Goodno, la violencia de las tropas norteamericanas en la guerra filipino-estadounidense aniquilaría a la sexta parte de los 9 millones de filipinos. Es decir, entre 1.2 y 1.5 millones de muertos, en su gran mayoría civiles. Lo que para muchos constituye un auténtico genocidio.
Luciano de la Rosa, autor de “El Filipino: origen y connotación”, escribe:
“Es de esperar que una enorme proporción de esas bajas sean filipinos de habla hispana, ya que eran los de este habla los que mejor entendían los conceptos de independencia y libertad y los que escribieron obras en idioma español sobre dichas ideas”.
La Campaña de Sámar
Las tropas estadounidenses cada vez ocupaban una mayor parte del territorio. Y a medida que avanzaban hacia el sur, se encontraban con poblaciones cada vez más ajenas al conflicto.
Eso fue lo que ocurrió en Balangiga, un pueblo costero de la isla de Sámar (la tercera más grande del país) Fueron bien recibidos. Los aldeanos de Balangiga no habían participado en la resistencia y ni siquiera tenían intención de hacerlo.
Pero en un momento dado, la cosa cambió. Algunos dicen que fue a raíz de la violación de una muchacha del pueblo, otros dicen que fue a raíz de una visita de los rebeldes del Katipuman a la localidad.
El caso es que el comandante estadounidense a cargo de la guarnición, Thomas Connel, mandó encerrar a todos los hombres, confiscó el arroz de los locales, implantó un sistema de trabajos forzados, quemó todas las plantaciones de los alrededores y cerró el puerto para cortar el suministro de alimentos a los lugareños.
Como es lógico, los filipinos de Balangiga dejaron de ser amables con sus invitados. Un día de septiembre del año 1901 organizaron una marcha fúnebre para enterrar a los niños fallecidos a causa de una epidemia de cólera (o eso pensaban los soldados norteamericanos).
Las mujeres y los niños abandonaron el pueblo, algunos hombres se vistieron con ropas de mujer para guardar las apariencias. Y cuando sonaron las campanas de la Iglesia, comenzó el ataque. Los filipinos sacaron los machetes que habían escondido en los pequeños ataúdes y masacraron a la guarnición estadounidense.
En total, de los 74 soldados que formaban parte del destacamento de Balangiga, solo 2 salieron indemnes. 36 de ellos fueron asesinados (entre ellos Thomas Connel) y otros 36 acabaron gravemente heridos por los machetazos de los locales.
Horrorizados con el macabro espectáculo y viendo lo que se les venía encima, a los supervivientes no les quedó otra que huir hacia el puerto y hasta hacerse con unas canoas.
Pero aquello no quedaría impune. Los estadounidenses quemaron Balangiga, arrasaron con toda la población y se llevaron las campanas de la Iglesia como botín de guerra.
Lo sucedido en Balangiga dio un pretexto a los estadounidenses para demostrar hasta donde estaban dispuestos a llegar, y se inició la “Campaña de Sámar” a las órdenes del comandante Jacob H. Smith. Las órdenes eran claras:
“No quiero prisioneros. Deseo que matéis y queméis; cuanto más matéis y queméis, mejor me complacerá... El interior de Samar debe convertirse en un desierto aullante”(...) “Maten a todo aquel mayor de 10 años” (Jacob Hurd Smith).
La Primera República Filipina fue finalmente derrotada el 17 de julio de 1906, con la captura del segundo presidente filipino, Macario Sacay. El presidente fue engañados por políticos filipinos que empezaron a creer en la “benevolencia” norteamericana y le presentaron una falsa amnistía. Él y los cabecillas de la guerrilla fueron ajusticiados unos meses después.
Ya no quedaba ninguna esperanza.
Ingeniería social
Las tropas de Estados Unidos ya controlaban todo el territorio y la inmensa mayoría de filipinos ya había tirado la toalla. Era el momento de cambiar la violencia por la compra de voluntades y por un cambio en la narrativa.
La Administración norteamericana puso en marcha una de las campañas de ingeniería social más intensas de la Historia. Con la ayuda de los cientos de profesores o “thomasitos” (por el barco en el que llegaban, el USS Thomas), se cambiaría el relato para presentar la dominación estadounidense como una realidad puramente “benévola”.
Para conseguirlo se hacía necesario, como no, revivir los tópicos más obscenos de la leyenda negra antiespañola. De esta forma, los filipinos no solo se verían a si mismos como víctimas perpetuas, incapaces de gobernarse y pasando de un amo a otro; sino que también percibirían a los estadounidenses como una mejoría en comparación con sus antiguos dueños. Como una presencia fraternal y pacífica que había venido a liberarlos y a educarlos.
A los filipinos que formaban la Primera República -por su parte- se les presentó a partir de entonces como un movimiento que surgió en rechazo del progreso, la benevolencia y la ilustración que aportaba la cultura anglosajona.
Después de décadas de acoso estatal en contra del español, lo sorprendente es que el idioma aún gozaba de buena salud. Es cierto que había sufrido una disminución en la cantidad de hispanoparlantes, pero los que quedaban eran firmes defensores del idioma y de su herencia cultural. De hecho, hablar español se convirtió en un acto de rebeldía contra el estatus colonial impuesto por Estados Unidos.
La comunidad de hispanoparlantes estaba integrado por una comunidad de españoles que tenían negocios en las islas (la mayoría de ellos residían en el casco antiguo de Manila) y por una comunidad más numerosa de mestizos (en torno a 417.000 de los 16 millones de habitantes que tenía por aquel entonces Filipinas). Estos mestizos eran los llamados fil-hispanos. Para hacernos una idea del tamaño de aquella comunidad hispana, hay un dato que resulta bastante esclarecedor: en 1938 se vendían 81.000 diarios en español en Filipinas.
Y la influencia de estos españoles y fil-hispanos era muy grande. En la esfera económica podemos destacar por ejemplo, a la Compañía General de Tabacos de Filipinas, que después de la administración pública, era quién más empleos daba en el archipiélago. En la esfera política también tenían mucho peso. De hecho, la comunidad hispana fue un apoyo determinante para la victoria del presidente Manuel Luis Quezón.
La Invasión Japonesa
El 8 de diciembre de 1942, diez horas después del ataque a la base naval de Pearl Harbor, el Imperio Japonés envió otro ataque preventivo en contra de la base de la Fuerza Aérea de EEUU en Filipinas. Y al igual que en la base de Hawai, los aviones norteamericanos fueron casi completamente destruidos por los Zeros japoneses.
Los nipones desembarcaron en Filipinas y se hicieron con el control de Manila sin demasiada resistencia, porque el grueso de las tropas estadounidenses se retiró del tablero de juego antes de su llegada. No había capacidad armamentística suficiente como para hacer frente a la supremacía japonesa en el aire, y la importancia geoestratégica del escenario europeo era muy superior para Estados Unidos que el frente del Pacífico.
La realidad es que Estados Unidos no luchó demasiado por defender Filipinas. El presidente filipino Manuel Luis Quezón diría en aquellos días: “¿Cómo pueden los estadounidenses angustiarse por el destino de un primo lejano (Inglaterra), mientras la hija (Filipinas) está siendo violada en el cuarto de atrás?”.
Después de enterarse que los soldados filipinos estaban recibiendo raciones de comida inferiores a las de los norteamericanos, Quezón envió una carta a al presidente Roosevelt solicitando la independencia inmediata de Filipinas, la desmovilización de sus tropas y declaración de la neutralidad del país. Una propuesta que evidentemente Roosevelt rechazaría.
La presencia japonesa en Filipinas tuvo una relación agridulce hacia lo español. Por un lado, el apoyo de España era importante para ganar la guerra, ya que el régimen de Franco era un aliado del Eje. Pero por otro lado, la influencia de la cultura hispana en Filipinas seguía siendo considerado uno de los pilares de la identidad del país, y eso jugaba en contra de los intereses nipones de “asianizar” Filipinas... apartarla de la cultura occidental y del catolicismo para que se acercase a sus vecinos en el Continente.
Por este motivo, la relación entre los españoles y los japoneses fue amable y fluida (al menos en un principio). De hecho, cada vez que un ciudadano sufría algún tipo de abuso por parte de las tropas japonesas, a donde iban a presentar una queja era al Consulado español como única vía para solventar el problema.
Pero las relaciones entre el invasor japonés con los españoles y la cultura hispana de Filipinas se tornaron cada vez más frías a medida que se enfriaban -a su vez- las relaciones entre los Gobiernos de Franco y el de Hirohito.
En el mes de febrero de 1945, cuando ya no quedaba ninguna perspectiva realista de victoria para el Eje, las tropas de Estados Unidos volvieron a Filipinas para retomar el territorio perdido.
Los 15.000 soldados japoneses que resistían en Manila, lejos de entender cuál era su situación, echaron más leña al fuego y comenzaron una de las mayores masacres de la II Guerra Mundial. Si ellos no eran capaces de consolidarse en Manila, nadie lo haría. En un desesperado intento por proteger su honor decidieron asesinar a miles de personas inocentes para evitar así, según su punto de vista, que nadie pudiese contar al mundo el fracaso del Imperio del Sol Naciente.
Cientos de españoles y de filipinos buscaron refugio en el Consulado español pensando que allí estarían a salvo de los soldados japoneses. Pero la cosa había cambiado, la influencia de los dictadores europeos ya no significaba nada para los nipones, y la neutralidad de España en la contienda no les iba a proteger. Los soldados japoneses mataron a todo el que se encontraban... sin hacer distinciones.
Mientras tanto, los bombarderos de Estados Unidos, lejos de ayudar, se cebaron con la ciudad, dejándola -literalmente- en ruinas. En total, lanzaron más de 16.000 bombas que destruyeron todo el casco antiguo. Las casas coloniales, los monumentos, las Iglesias, las plazas, los jardines, (...). Los últimos restos de siglos de cultura hispana en Manila fueron arrasados.
En total, la Masacre de Manila se alargó durante todo un mes, dejaría en torno a 100.000 muertos y una ciudad absolutamente destruida.
La derrota definitiva del español
La masacre fue de tal magnitud y la crueldad llegó a tales extremos, que a partir de entonces todo aquello que hubiese tenido la más mínima cercanía con los ejércitos de ocupación japonés era muy mal percibido. Y aún quedaban en la memoria las palabras del cónsul español felicitando a los nipones por ocupar Filipinas.
Con la independencia definitiva del país en el año 1946, los fil-hispanos ya no se sentían orgullosos de su herencia hispánica. Los mestizos ya no se declaraban como tal y hablar el idioma ya no estaba tan bien visto como antes de la ocupación japonesa. El español se seguía hablando... pero en la intimidad.
El único periódico en castellano por aquel entonces era La Voz de Manila, que consistía en una sola hoja con noticias atrasadas.
El último clavo en el ataúd del español en Filipinas lo puso la actual Constitución, que eliminó la oficialidad y la docencia del castellano.
Fue la derrota definitiva de la batalla cultural contra el inglés.
Lo más triste de todo esto es que Filipinas hoy es un país que no es capaz de reencontrarse con su identidad y con su pasado porque aquello que les había unido en un primer momento, ha desaparecido.
Es un país con una historia escrita en un idioma que los filipinos no saben leer.