Francisco Pizarro
|Tercera parte. El oro, la gloria… y la sangre
7 El fin de Atahualpa
Texte intégral
1¿Qué hacer con el Inca ahora que estaba prisionero? No era un pequeño problema. ¿Cuál iba a ser la reacción de sus partidarios, de su ejército y hasta de su pueblo? De alguna manera la presencia del ilustre cautivo bloqueaba a los españoles en Cajamarca, sobre todo porque la sorpresa con que habían jugado tan bien para capturarlo ya no podría repetirse. Sus fuerzas eran demasiado insuficientes para ir hacia delante, adentrarse en los Andes sin garantía alguna y pasar a otra fase, la de la conquista propiamente dicha, es decir el control del inmenso Perú. Sin embargo, el emperador destituido, en manos de Pizarro y de sus hombres, esto es a su merced, constituía una carta de primer orden. Muy probalemente, mientras Atahualpa estuviera prisionero, los indios no intentarían nada contra los españoles. Por lo menos en un primer tiempo, a éstos últimos pues no les quedaba sino sacar provecho al máximo de la situación nacida de su golpe de audacia.
El rescate del Inca
2Los cronistas han glosado largamente sobre las discusiones que tuvieron —o habrían tenido— lugar entre Pizarro y Atahualpa. Siguiendo en esto una tradición muy conocida de la gran literatura antigua, ellos las presentan en general como dignas conversaciones entre dos jefes, uno, vencedor, magnánimo y generoso, lleno de atenciones para el vencido a quien albergaba en sus aposentos y a quien había dejado un séquito importante, el otro, sereno en la desgracia, siempre grande a pesar de su ruina, y sin manifestar enemistad sino con fray Vicente de Valverde. Garcilaso de la Vega, cuya madre pertenecía a la aristocracia inca, tiene una opinión más matizada. Él afirma que Atahualpa cargaba pesadas cadenas de hierro, versión empero poco probable en la medida que se sabe que el Inca destituido gozaba de una relativa libertad de movimientos en la residencia en la que estaba confinado.
3Sea como fuese, y sea cuales hayan sido verdaderamente las relaciones entre el conquistador y el Inca, el hecho es que terminaron por hablar de rescate. Parece ser que la propuesta emanó de Atahualpa. A cambio de su libertad, él habría propuesto a Pizarro llenar con oro la habitación en la que se encontraba. Levantando el brazo y tocando la pared con la mano, habría hecho trazar una línea roja indicando la altura por alcanzar. Se haría lo mismo con las otras dos habitaciones contiguas pero éstas se llenarían con objetos de plata. El Inca habría precisado incluso que éstos no habían de ser martillados para ocupar menos volumen y aumentar así el rescate. Los españoles, atraídos solamente por el peso del oro contenido en los objetos que encontraban y de ninguna manera interesados por su valor estético, tenían en efecto la costumbre de triturar platos, jarrones, pectorales, revestimientos de templos, objetos de culto, etc., para transportarlos más fácilmente en forma de gruesos lingotes en espera de fundirlos. La habitación en la que sería almacenado el oro del rescate —y que tiene grandes posibilidades de no ser aquella que se muestra hoy a los turistas en Cajamarca— medía, según los testigos, más de ocho metros de largo por casi cinco de ancho. Ante la incredulidad de Pizarro, Atahualpa se había dado cuarenta días para llenarla.
4Los caciques, con los que Atahualpa estaba siempre en relación, comenzaron a traer el oro tan esperado a la vez por el ilustre prisionero como por sus carceleros españoles. Al poco tiempo, los allegados del Inca conducidos por uno de sus hermanos llegaron de Cusco. Traían, dice Francisco de Jerez, una gran cantidad de vajilla de oro, cubos, jarrones, otros objetos y mucha plata. Sin embargo, a los españoles les parecía que las cantidades prometidas demoraban en llegar. Con el paso de los días, cierta impaciencia, por no decir un verdadero descontento, comenzó a manifestarse en la tropa. Pizarro habló al Inca. Entonces éste habría propuesto a los españoles enviar a varios de ellos como emisarios con el fin de ir a buscar el precioso metal en el gran templo de Pachacamac y hasta el mismo Cusco.
5El templo de Pachacamac se encontraba en la costa, casi al borde del océano, al sur del oasis que ocuparía la ciudad de Lima que no existía todavía. Se trataba de uno de los principales centros de culto del imperio, y las ruinas que se pueden ver todavía hoy, aunque muy imponentes, no pueden dar una idea del papel que desempeñaba entonces como tampoco de su importancia en el Imperio inca.
6En realidad, ese templo cuyo nombre venía del dios al que se veneraba allí, era muy anterior a la constitución del imperio de los incas. Estaba dedicado a una de las divinidades mayores de las poblaciones de la costa, y su oráculo gozaba de gran prestigio. Hacia el año mil después de Jesucristo, se había convertido en el centro de un gran conjunto de santuarios que estaban ligados a él, en la costa pero también en los Andes. A falta de haber podido someter totalmente esta divinidad «extraña» a su sistema religioso —como tenían costumbre de hacerlo, en cada una de sus conquistas—, los emperadores de Cusco, sobre todo el gran Pachacutec, terminaron identificando a Pachacamac, «el que hace el mundo», con Viracocha que, en el sistema inca, era la divinidad creadora por excelencia. Su gran templo había llegado a ser casi el equivalente del de Cusco, razón por la cual se encontraban acumuladas allí inmensas riquezas.
7Después de haber deliberado con sus lugartenientes, Pizarro decidió enviar a Cusco a su hermano Hernando quien, poco tiempo antes, había conducido una pequeña expedición de exploración en la región de Huamachuco, al sur de Cajamarca. El destacamento español dejó la ciudad en los primeros días de enero de 1533. Estaba constituido por unos veinte jinetes y algunos arcabuceros guiados por indios nobles y sacerdotes que entonces vivían cerca del Inca, pero habitualmente estaban al servicio de ese gran templo. Partieron hacia el sur por los Andes, llegaron al callejón de Huaylas, el gran valle longitudinal que les permitió avanzar sin demasiadas dificultades, voltearon hacia la costa a la altura de Paramonga y llegaron después a Pachacamac. Garcilaso de la Vega cuenta que en el transcurso de su viaje, súbitamente Hernando Pizarro y sus hombres habrían visto una colina de oro que brillaba al sol. Habiéndose acercado, se dieron cuenta de la realidad. No era un fenómeno de la naturaleza, sino el montón de objetos que unos cargadores conducidos por el príncipe Quilliscacha, un hermano de Atahualpa, traían a Cajamarca y habían juntado mientras duraba su pausa.
8En Pachacamac, el domingo 30 de enero los sacerdotes recibieron con honores a los jinetes españoles, siguiendo en esto las instrucciones que había enviado Atahualpa. De manera general, los indios del lugar, como aquellos de las regiones por las que pasaron, los miraban sin agresividad y con mucha curiosidad. Al ver los caballos morder su freno, creían que estos animales comían metal y los españoles inducían a los indios a darles oro y plata mezclados con su hierba. Hernando Pizarro, dice Garcilaso de la Vega, tomó del templo todo el oro que podía llevar y ordenó que el resto sea llevado hacia Cajamarca. En realidad, el hermano del gobernador no encontró lo que verdaderamente esperaba. Los sacerdotes y los caciques de Pachacamac le habían asegurado que le darían todo lo que quisiese, pero parece que en realidad ocultaron todo lo que pudieron y buscaron ganar tiempo, esperando que los españoles se vean obligados a regresar. A pesar de todo, Hernando Pizarro habría regresado a Cajamarca con unos noventa mil pesos de oro.
9Antes de partir, quiso acabar con el ídolo de madera colocado en el centro de una oscura habitación, tan venerado por los indios en Pachacamac. Trató de convencerlos del grave error en el que estaban, y que el ser que hablaba en este ídolo era el diablo que los engañaba, como relata Francisco de Jerez. Según éste, ante la inanidad de su discurso, el hermano del gobernador mandó derribar la oscura sala y romper el ídolo delante de todos los naturales. Trató de hacerles comprender muchas cosas relacionadas con la santa religión católica, y les enseñó el signo de la cruz para que se defendiesen del demonio.
10No le fue posible a Hernando regresar directamente al cuartel general. Un correo de su hermano Francisco le informó que en la sierra central, en Jauja, se encontraba Challco Chima, uno de los mejores generales del Inca. A pesar de las órdenes de Atahualpa, Challco Chima se negaba a entregar las armas. Hernando estaba encargado de ir a tomar contacto con él y negociar si no su rendición por lo menos su regreso ante Atahualpa, para escuchar las órdenes de la propia boca del emperador destituido.
11Challco Chima, un general yana que había luchado antes contra los tropas de Huáscar, junto con su ejército, se dirigía hacia el norte con la idea de liberar al soberano. Se había retrasado en su avance debido a una revuelta de la etnia que poblaba los Andes centrales, los huancas. Éstos no habían aceptado nunca el yugo de los incas, y lo habían demostrado ya en varias oportunidades al costo de terribles represiones. No asombra pues que ellos fueron después los mejores aliados de los españoles. Cuando Hernando Pizarro entró en Jauja para encontrarse con Challco Chima, la plaza mayor estaba decorada con una multitud de lanzas en las que estaban clavadas las cabezas, manos y lenguas de los huancas vencidos. Durante la entrevista con el jefe de los españoles, un noble de Cusco le reprochó enérgicamente a Challco Chima estas crueldades inútiles y los dos hombres se fueron a las manos ante el estupor de la asistencia. Challco Chima no estaba muy animado en seguir a Hernando Pizarro para ir a ver al Inca, pues aquello significaba hacer de él un prisionero más. Varios emisarios de alto nivel de Atahualpa tuvieron que utilizar todo su poder de convencimiento para finalmente hacerlo cambiar de actitud. Esta etapa en Jauja fue beneficiosa también en otro sentido. Los españoles encontraron treinta cargas de oro de baja ley y los indios les trajeron unas treinta cargas de plata.
- 1 Fuera de los testimonios citados en el texto y que remiten a las notas del capítulo precedente, vé (...)
12Hernando Pizarro, Challco Chima y su séquito partieron hacia Cajamarca el 20 de marzo. En camino, según López de Gómara, los caballos de los españoles tuvieron necesidad de cambiar sus herraduras. A falta de otro metal se las fabricó con barras de plata e incluso de oro. El 14 de abril, el hermano del gobernador y el general yana hicieron su ingreso a Cajamarca. Challco Chima fue recibido por el emperador prisionero. Se vio entonces, relata Miguel de Estete, algo inaudito desde el descubrimiento de las Indias. Antes de ser admitido ante su presencia, Challco Chima se descalzó, tomó de un cargador de su séquito una carga mediana y se la cargó a hombros, en señal de su total sumisión pues, por más general que era, no dejaba de ser un yana, es decir un siervo. Gran número de los principales jefes que lo acompañaban siguieron su ejemplo. Luego, acercándose al soberano con mucha ternura y llorando, Challco Chima le besó el rostro, las manos y los pies. Atahualpa mostró tanto orgullo, que aunque no hubiese en sus estados nadie que lo quisiese más, ni siquiera lo miró y no le prestó más atención que al último de los indios presentes1.
- 2 Garcilaso de la Vega, Historia General del Perú, op. cit., lib. I, cap. XXIX.
13Como ya lo mencionamos líneas más arriba, otros emisarios españoles habían sido enviados a Cusco, la capital inca, con el fin de traer, ellos también, oro para el rescate. Esta misión en el corazón mismo del imperio era evidentemente de una naturaleza diferente de la de Hernando Pizarro en Pachacamac, tanto por la distancia del recorrido —más de mil quinientos kilómetros— como por los riesgos que comportaba. El imperio estaba desgarrado. ¿Cómo reaccionarían los habitantes de Cusco al ver a unos extranjeros? Tan lejos de Cajamarca, ¿serían respetadas escrupulosamente las instrucciones de Atahualpa que servían de salvoconducto, tanto más cuanto que los españoles estaban perfectamente al corriente de la guerra entre los partidarios de los dos Incas enemigos? El hecho es que ningún candidato se presentó. En verdad, los cronistas divergen sobre este punto. Garcilaso de la Vega afirma que se habrían propuesto dos voluntarios, un tal Pedro del Barco, y sobre todo Hernando de Soto a quien el Inca prisionero habría visto partir con mucha pena porque había establecido buenas relaciones con él2. Otros cronistas aseguran que tres soldados de baja extracción habrían terminado aceptando ir, y esta es la versión generalmente aceptada por los historiadores. Los tres voluntarios se llamaban Pedro Martín de Moguer, Pero Martín Bueno, marino de profesión y Juan de Zárate, de dudosa reputación. Los tres hombres partieron de Cajamarca a mediados de febrero.
14Acompañados, desde luego, por guías indios que les servían también de garantes, los tres españoles partieron a Cusco. Durante todo su viaje fueron tratados muy bien por las poblaciones y por los caciques con los que se encontraron. Su mayor sorpresa tuvo lugar en las montañas de la región de Huánuco, cuando habían efectuado aproximadamente un cuarto de su trayecto. Se encontraron con un grupo de guerreros que rodeaban a varios prisioneros de importancia, de los cuales el principal no era otro que Huáscar, el otro Inca vencido, a quien llevaban hacia el norte, después de su derrota, para ser entregado a la venganza de Atahualpa, pero la captura de éste por los españoles había cambiado evidentemente todos los planes.
15Huáscar estaba en un estado calamitoso. Ya nada recordaba el esplendor de su pasado. Descalzo, mal vestido y con las manos atadas en la espalda, sus guardianes lo conducían por una cuerda que, por la fuerza, había comenzado a abrirle las carnes a la altura de los hombros. Los otros prisioneros que eran traídos con él, su madre Mama Rahua, varias de sus esposas, altos dignatarios de Cusco que habían tomado partido por él en la guerra fratricida —en particular el gran sacerdote del templo del sol de la capital—, no recibían mejor trato.
16Según la mayoría de los cronistas, los tres españoles habrían podido conversar con el Inca destituido. Le habrían ofrecido hacerle justicia y sobre todo habrían escuchado sus quejas, después de lo cual prosiguieron su camino hacia Cusco. Cuando llegaron, las riquezas de los palacios y sobre todo de los templos, los deslumbraron. Garcilaso de la Vega que tiene una visión muy cusqueña del enfrentamiento entre Huáscar y Atahualpa, relata (aunque según él los emisarios españoles eran Pedro del Barco y Hernando de Soto) que fueron muy bien recibidos, con séquitos y grandes fiestas, bailes y calles decoradas con arcos de triunfo. Fueron albergados en una de las mejores residencias nobles de la ciudad, Amarucancha, dice Garcilaso, incluso tal vez, según otras fuentes, en el Acllahuasi, la casa de las vírgenes del Sol, algo que puede parecer sorprendente, pero que puede justificarse también en la medida en que, dicen los cronistas, los indios consideraban a los tres hombres como los enviados del dios Viracocha y les manifestaban una profunda deferencia.
17Si la buena gente de Cusco les hizo fiesta, sin duda de una manera más modesta que la que cuenta Garcilaso de la Vega, por el contrario, el general Quizquiz que comandaba la plaza en nombre de Atahualpa se mostró mucho más circunspecto. Los consideró con desprecio y, durante una entrevista, uno de los españoles, sintiéndose ultrajado por su comportamiento, estuvo a punto de meter mano a la espada. En lo que se refiere al objetivo principal de su misión, traer oro para el rescate de Atahualpa, fue un gran éxito. Ya en el camino de retorno, en la región Jauja, Hernando Pizarro se había encontrado con uno de los esclavos negros del séquito de los tres españoles y que regresaba a Cajamarca con unas cien cargas de oro y de plata. Juan de Zárate regresó a Cajamarca a fines de abril, sus dos compañeros a mediados del mes siguiente. Venían acompañados por cerca de doscientos cargadores indios que transportaban el oro y la plata extraídos de los palacios y de los templos de Cusco.
La muerte de Huáscar
18El encuentro entre Huáscar y los tres españoles que habían partido como exploradores a Cusco tuvo una consecuencia imprevista. Como se sabe Pedro Martín de Moguer, Pero Martín Bueno y Juan de Zárate pudieron hablar con el cautivo, escuchar sus lamentos, pero quizás también sus propuestas. En general, los cronistas coinciden en afirmar que él habría ofrecido a los tres hombres, y por ende a su jefe, mucho más oro que Atahualpa si lo hacían liberar y sobre todo su alianza y la de sus partidarios. Aunque momentáneamente derrotados, estos seguían siendo bastante numerosos en el sur del país y, habría dicho él, estaban prestos a recibir a los recién llegados si él daba la orden.
19Atahualpa habría estado al corriente de este encuentro. Como se sabe, el Inca prisionero mantenía estrecha relación con los caciques que se quedaron en Cajamarca o que vinieron al anuncio de su captura. Aunque confinado en sus habitaciones y bajo constante vigilancia, tenía enlace directo con ellos, los veía frecuentemente, recibía noticias, daba órdenes, y, al parecer, continuaba teniendo una eficaz red de informadores, incluso de espías. Apoyado sin duda por sus consejeros, Atahualpa tomó entonces la decisión de hacer matar a Huáscar quien, dadas las circunstancias, se había vuelto muy peligroso para él. Los españoles sabían dónde se encontraba el prisionero, estaba ahora en la región de Huamachuco, en consecuencia bastante cerca de Cajamarca. A pesar de las buenas relaciones que mantenían con Atahualpa, Pizarro y sus consejeros podían tener la tentación de jugar de una manera o de otra la carta de Huáscar. Después de todo, en la guerra civil que lo oponía a su hermano, éste representaba la legitimidad cusqueña. Una alianza con él les habría abierto a los españoles la ruta del sur, y podía darles la seguridad de convertirse, sin pegar un tiro, en amos y señores de la mitad del imperio. No eran pues pocas las ventajas que ofrecía semejante alianza.
20Los cronistas, como siempre con algunas variantes, cuentan que un día Pizarro —que cenaba todas las noches con el Inca— lo habría encontrado desconsolado y abatido. Habiéndole preguntado la razón de ello, Atahualpa habría respondido que acababa de ser informado de la muerte de Huáscar. Uno de sus guardianes, sin informar a nadie, lo había asesinado. Pizarro habría consolado entonces a su prisionero, le habría dicho que después de todo la muerte era algo natural y que, de todas maneras, ya que Atahualpa no tenía nada que ver con esta muerte no podía sentirse ni responsable ni culpable de ello.
21Se trataba de un ardid. En realidad, Atahualpa quería sondear a su carcelero y conocer cuáles serían sus reacciones ante el anuncio de la desaparición de Huáscar que, efectivamente podía hacer cambiar los planes españoles. Como a Pizarro aquello no parecía afectarle mucho y sobre todo no le guardaba rencor a Atahualpa por ello, éste decidió pasar a la acción. Dio la orden de hacer desaparecer a Huáscar y fue obedecido sin demora. Las versiones sobre las circunstancias de esta muerte varían. Garcilaso de la Vega, según una creencia india, afirma que los asesinos habrían hecho pedazos el cuerpo de su víctima y se habrían comido una parte de él, pero cita igualmente al padre José de Acosta, el que cree saber que se habría quemado el cuerpo. Otras fuentes pretenden que el prisionero habría sido lanzado desde lo alto de un barranco y habría desaparecido en las aguas del río Andamarca.
22Sea como fuese, Atahualpa se había deshecho de un adversario incómodo. Él seguía siendo el único interlocutor de los españoles y podía esperar proseguir sus negociaciones con ellos. El riesgo era que sepan la verdad y consideren que, a falta de tener que jugar entre dos Incas, lo mejor para ellos consistía en eliminar al que quedaba.
La llegada de Diego de Almagro
23Dos días antes del retorno de Hernando Pizarro, la víspera de la fiesta de Pascua de Resurrección de 1533, es decir el 12 de abril, se produjo un acontecimiento de importancia en Cajamarca. Diego de Almagro acababa de llegar de Panamá desde donde, como acordado, él se encargaba de enviar al Perú armas, provisiones y municiones. Manifestaba la intención de unirse a la campaña y de participar en las operaciones. Diego de Almagro no venía solo. Lo acompañaba una tropa tan grande como aquella que conducía hasta entonces Pizarro, de Soto y Benálcazar juntos. Las fuentes varían en cuanto a los efectivos. Las más confiables hablan de ciento veinte hombres reclutados por el mismo Almagro y de ochenta y cuatro caballos. Pese a su frágil estado de salud, el socio de Pizarro se había mostrado diligente. Cabe decir que el oro que Pizarro le envió desde Coaque le había permitido cubrir los primeros gastos y había debido convencerlo que, después de años de dudas y dificultades, por fin estaba abierta la vía hacia el éxito.
24Almagro puso en marcha la construcción de un gran navío para embarcar a los soldados y, con éste y los barcos que regresaron de Coaque, había decidido pues ir a reunirse con Pizarro. Durante el viaje, cuando la flotilla dirigida por el piloto Bartolomé Ruiz estaba anclada en la bahía de San Mateo, vio llegar tres carabelas provenientes de Nicaragua y a su bordo al capitán Francisco de Godoy junto con unos treinta hombres que, siguiendo el ejemplo de De Soto y de Benalcázar, venían a participar en la aventura peruana. Después de largas búsquedas por el sur, uno de los barcos enviados por delante logró encontrar las huellas de Pizarro y de sus hombres a la altura de Tumbes, y se pudo establecer contacto con algunos españoles que se habían quedado en San Miguel de Piura quienes les informaron sobre los acontecimientos de Cajamarca.
25Desde el punto de vista militar, estos refuerzos eran evidentemente bienvenidos, iban a permitir planear verdaderamente la conquista del país que, de hecho, todavía no había comenzado. Sin embargo, la llegada de Almagro —acontecimiento imprevisto— hacía correr el riesgo de suscitar bastantes problemas. Convencido de que el momento decisivo había llegado, Almagro no quería verse excluido de lo que ocurriría en el Perú. Como es sabido, ya en el pasado su colaboración con Pizarro no había estado exenta de una rivalidad latente, de sospechas y de celos. En fe del testimonio de sobrevivientes de aquella época, Cieza de León recuerda que corrió el rumor en ese entonces de que Almagro y sus hombres no venían al Perú para aportar su concurso a Pizarro, sino con el objetivo de partir en campaña hacia el norte, es decir en dirección opuesta a la marcha de Pizarro. Uno de los secretarios personales de Almagro, un tal Rodrigo Pérez, incluso habría escrito secretamente al gobernador para informarle sobre las intenciones reales de su patrón. Pizarro se habría conmovido con justificada razón y entonces, para tratar de conocer sus proyectos, envió ante Almagro a dos emisarios, Pedro Sancho y Diego de Agüero. A estos dos hombres también les entregó unas cartas zalameras y muy amistosas destinadas a ganarse al entorno de aquel.
26Por el otro lado, tampoco faltaban los sembradores de discordia. Algunos le susurraron a Almagro que desconfie de Pizarro, que quería matarlo y quedarse con sus hombres. Rápidamente, cuando se convenció de la traición de Rodrigo Pérez, Diego de Almagro le hizo confesar con la ayuda de los medios que son fáciles de adivinar, y luego ordenó ahorcarlo, sin más ni más, en la antena de uno de sus navíos. Finalmente, Almagro y sus hombres se pusieron en camino hacia Cajamarca adonde llegaron sin ninguna dificultad, porque los indios, a sabiendas de lo que había pasado en la ciudad, les manifestaron mucha deferencia en el camino.
27Pizarro y sus capitanes —informados de la llegada de estos refuerzos desde finales de diciembre— fueron al encuentro de Almagro para recibirlo con honores. En la tropa, este encuentro dio lugar a efusiones, de una como de otra parte. Los dos jefes se abrazaron como los dos viejos amigos que eran, unidos por tantos recuerdos, infortunios compartidos e intereses cruzados. ¿Los emisarios del gobernador habían disipado las nubes y los malentendidos? ¿Simplemente por el momento estaban ocultos los rencores y las sospechas nacidos de una secreta enemistad, como dice Cieza de León? El cronista no se pronuncia y dice que, deja sólo a Dios el cuidado de sondear los pensamientos de los hombres.
- 3 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XLVII y L-LI.
28Otro problema amenazaba con complicar muchas cosas. Los soldados que llegaron con Almagro no tenían la intención de dejar escapar una parte del botín que, día a día, se iba acumulando en Cajamarca, y, con el retorno de Hernando Pizarro, de Juan de Zárate y de sus compañeros, tomaba proporciones nunca vistas. Los recién llegados estimaban que ellos también tenían derecho, en particular en la medida en que su llegada disuadía a los indios de todo intento de reacción. Los hombres de Pizarro, de Soto y de Benalcázar tenían, quién lo habría dudado, una opinión totalmente contraria. Ellos habían combatido solos desde Coaque, sufrido solos en la arena de los desiertos del norte peruano, vencido solos a Atahualpa. Tenían pues que ser los únicos en repartirse el rescate del Inca. La situación amenazaba con caldearse. Hubo, nos dice Cieza de León, debates acalorados, hasta que se encontrase un modus vivendi. Antes de hacer el reparto entre los soldados presentes el día de la captura del Inca, se retendrían del conjunto cien mil ducados destinados a los soldados de Almagro quienes, siempre según la misma fuente, «se contentaron poco más o menos». De hecho, cuando se piensa en la suerte que iban a tener los «hombres de Cajamarca», los de Almagro debían lamentar mucho el no haber partido antes hacia Perú. Su amargura iba a crear entre los conquistadores una brecha que no dejaría de profundizarse y de caldearse3.
El reparto del botín
- 4 Véase James Lockhart, Los de Cajamarca, un estudio social y biográfico de los primeros conquistado (...)
29Un problema quedaba en suspenso. ¿Cuándo tendría lugar el reparto del botín recogido durante la toma del campamento de Atahualpa y de los metales preciosos del rescate del Inca? El proceso era largo y complejo pues debía efectuarse en presencia y bajo la vigilancia de los oficiales reales. No siendo soldados sino funcionarios reales, éstos no habían participado en la campaña y habían permanecido en San Miguel de Piura. La fundición del metal precioso —para transformar los objetos acumulados en barras— había comenzado desde algún tiempo atrás, desde inicios de marzo según Francisco de Jerez, a mediados del mes de mayo según otras fuentes. El tiempo, es verdad, comenzaba a apremiar. Los capitanes y los marinos de los seis navíos que había traído Diego de Almagro y Francisco de Godoy estaban cansados de esperar su paga y querían emprender el retorno a su puerto de partida. El 17 de junio se levantó el acta oficial del reparto y este tuvo lugar al día siguiente. Si la mayor parte estaba constituida, y de lejos, por lo que había sido encontrado en Cajamarca, también se tomó en cuenta todo lo que se había saqueado desde la fundación de San Miguel de Piura, algunos meses antes. Gracias a la minucia administrativa de los funcionarios encargados, antes de cualquier operación de este tipo, de retener el 20 % correspondiente al soberano, se conoce de manera muy precisa este reparto del botín4.
30Sin entrar demasiado en los detalles, una vez que se retiró lo que correspondía al rey, a los marinos y a los soldados que permanecieron en San Miguel de Piura, se dividió en 217 partes iguales, cada una de un valor de 4 400 pesos de oro (a 4,55 gramos el peso, 20 kilos 20 gramos de oro) y de 181 marcos de plata (cerca de 42 kilos, pues el marco valía 230,70 gramos) o sea un valor total de 5 345 pesos. Estas 217 partes fueron distribuidas entre 168 personas, de manera ponderada en función del grado, de la participación en la campaña y del rango social de cada uno, pero también como se verá, según criterios indudablemente mucho menos objetivos. Francisco Pizarro, por supuesto el más beneficiado, recibió trece partes, es decir 57°220 pesos de oro y 2 350 marcos de plata y, según la tradición y fuera de reparto, el objeto del botín que más le gustase tener. Escogió nada menos que el asiento cubierto de oro de Atahualpa, estimado en aproximadamente siete partes (30°080 pesos de oro y 1 267 marcos de plata). Hernando Pizarro, verdadero jefe segundo de la expedición recibió siete partes (1 267 marcos de plata y 31°080 pesos de oro), Juan Pizarro tuvo dos partes y media (11°100 pesos de oro y 407 marcos 2/8 de plata), Gonzalo Pizarro dos partes y cuarto (9 909 pesos de oro y 384 marcos 5/8 de plata). En otras palabras, los cuatro hermanos Pizarro se atribuyeron el 11 % del botín. Francisco Martín de Alcántara quien se quedaba rezagado desde hacía varios meses y estuvo ausente durante la toma de Cajamarca, no figuraba entre los felices beneficiarios. Hernando de Soto y Sebastián de Benalcázar, los demás jefes de la expedición, cuya acción era sin embargo decisiva desde hacía muchos meses, recibieron —y solamente, se podría decir— cuatro partes (17°740 pesos de oro y 724 marcos de plata) y dos partes y media, respectivamente. Se ignora cuáles fueron las bases para establecer la ponderación pero, evidentemente, la familia Pizarro desempeñó un rol determinante a la hora de fijar lo que correspondería a cada uno, y en primer lugar a sus miembros.
31Esta actitud no dejó de reavivar las tensiones, incluso los rencores ya existentes. Tal vez se calmaron por el hecho que, sin duda alguna, en el transcurso de la larga marcha hacia Cajamarca algunos jefes, en particular de Soto —enviado en varias ocasiones como explorador— y Benalcázar, habían conservado en su poder una buena parte de lo que les habían quitado a los indios. Así, éste habría ganado en realidad en el transcurso de toda la campaña más de dos veces y media de lo que finalmente le había sido atribuido en Cajamarca. En diferentes grados, debió de ser así para todos, sobre todo porque, como se ha dicho, los oficiales reales, garantes habituales de la ortodoxia fiscal se habían quedado prudentemente en San Miguel de Piura, y por este mismo hecho, no habían podido ejercer ningún control. De todas maneras, como lo hace notar Cieza de León, era de notoriedad pública que una gran cantidad de oro había sido robada en el transcurso de la campaña, y los capitanes no habían sido los últimos en servirse.
32Todos los jinetes recibieron dos partes, una para el hombre y otra para el caballo, en reconocimiento de su papel esencial. En términos generales, sobre los 1°160°000 pesos del botín, los jinetes se repartieron 724°000 y los peones 436°000. Además de los lazos con el clan de los Pizarro, se tuvo en cuenta también, manifiestamente, la antigüedad de los soldados en la conquista. Según los cálculos efectuados por James Lockhart, fuera de los jefes de quienes ya se habló, 40 hombres recibieron entre dos partes y dos partes y media, 47 entre una parte y una parte y media. Finalmente, 77 peones de origen humilde tuvieron que contentarse con menos de una parte, a veces incluso (14 de ellos) con menos de una media parte.
33Desde luego, las cantidades de que hemos hablado no dicen gran cosa al lector de hoy. A título de comparación y para dar una idea de su valor, cabe precisar que unos diez años antes, durante la conquista de Nicaragua de donde venía, como se sabe, una parte de los soldados, el total por repartir se había elevado finalmente a tan sólo 33°000 pesos de los cuales 28°000 habían sido para el gobernador y sus capitanes. Es obvio que en el Perú se había dado un salto cuantitativo gigantesco.
34Los desequilibrios y los prejuicios que se transparentaban en el reparto de Cajamarca son el resultado de una organización interna muy jerarquizada de la hueste de la conquista, de la naturaleza de las relaciones personales existentes entre los jefes y sus hombres, de las relaciones de fuerza establecidas entre los diferentes capitanes. Si, de manera general, la historiografía tradicional ha insistido ante todo sobre las cantidades atribuidas a cada uno, sobre su carácter inaudito en el contexto de la conquista americana, James Lockhart tiene razón al insistir sobre el hecho de que este reparto tenía que provocar, o avivar, tensiones a veces agudas y tenaces dentro del grupo español. El clan Pizarro acentuaba, o mostraba abiertamente, su dominio sobre «la empresa» peruana pues consideraba que le pertenecía. De Soto y Benalcázar, pero también sus hombres, podían sentirse poco favorecidos y en consecuencia querer, aún más que en el pasado, jugar su propio juego en el Perú o en otro sitio. No hablemos de Almagro y de los hombres que llegaron con él, que asistieron prácticamente como meros espectadores, desde luego despechados, a toda esta exposición de riquezas.
35Quedaba otra opción, la de regresar a España, por decirlo así, después de haber hecho fortuna. Un riesgo importante que corrían todas las expediciones de conquista era ver que los soldados, en cuanto recibían su parte, las abandonaban, estimando haber logrado su objetivo. Habida cuenta de las cantidades repartidas en Cajamarca la tentación tuvo que ser fuerte en algunos, en los más viejos, los enfermos o los menos ambiciosos. Francisco Pizarro, cuya fuerza en hombres era limitada, veló porque no sucediese así. En el transcurso de los meses de julio y de agosto de 1533 autorizó finalmente el regreso a Europa a unos veinte hombres, no con el objetivo de satisfacer su deseo de volver a la tierra natal, sino con el fin de que acompañasen a su hermano Hernando a España. A este se le encargó importantes misiones ante la Corona, así como impresionar favorablemente a aquellos que podrían sentirse atraídos por el Perú ante el espectáculo de las riquezas mostradas. Entre los personajes más conocidos de la expedición, dos recibieron el permiso de regresar, Mena y Salcedo. Tanto uno como el otro se sentían cada vez más marginados en la campaña y sentían un vivo despecho. Su partida era pues para Pizarro la solución ideal para un problema espinoso.
36Finalmente, un año más tarde, a mediados de 1534, cuando la primera fase de las operaciones militares había terminado en su mayor parte y los refuerzos, deslumbrados por el éxito, llegaban al Perú de todas partes, Pizarro autorizó un nuevo retorno, más importante esta vez, de sus veteranos. James Lockhart estima que a comienzos del año 1535 unos sesenta hombres que estuvieron presentes en Cajamarca —o sea cerca de un tercio—, habían regresado al Viejo Continente.
La muerte del Inca
37La atribución de las partes del botín a los hombres presentes durante la captura de Atahualpa vino, por decirlo así, a colmar sus esperanzas y recompensar sus esfuerzos y sus sufrimientos, que para algunos, ya duraban desde hacía años. Sin embargo, no trajo al campo español la calma que se habría podido esperar. Los soldados de Almagro estaban furiosos. De Soto, Benalcázar y su tropa se consideraban con razón muy mal recompensados. Incluso en las huestes de Pizarro la desigualdad de las partes y los criterios flotantes tomados en cuenta, unidos a la tendencia natural de todos y cada uno de sobrevaluar sus propios méritos y de desestimar los del otro, alimentaban y reavivaban las tensiones y los descontentos.
38A todo esto vino a añadirse un elemento nuevo. Las informaciones, cada vez más numerosas, precisas y concordantes, daban cuenta de una grave amenaza: varios miles de indios en armas se escondían en los cerros de los alrededores de Cajamarca. Sólo esperaban refuerzos y una señal —que sin duda daría el entorno del Inca prisionero— para precipitarse sobre la ciudad, matar a los españoles y liberar a Atahualpa. En verdad, los primeros síntomas de este peligro se habían presentado incluso antes del reparto del botín. Por cierto, Challco Chima, el general yana que regresó a Cajamarca con Hernando Pizarro, había sido su primera víctima importante. Para hacerle confesar posibles complicidades, un grupo de españoles conducidos por Almagro y de Soto se habían apoderado de él, lo habían torturado, pero en vano, quemándole los pies. Salvó su vida por la intervención, no de Atahualpa, lo que habría sido natural, sino de Hernando Pizarro, quien, por decirlo así, se sentía responsable de su venida al campo español. Una precisión: más adelante, en cuanto Hernando Pizarro dejó Cajamarca para ir a España, Challco Chima fue detenido y sometido a una estrecha vigilancia.
39Después del reparto del botín se duplicaron los centinelas. Los hombres vivían en estado de alerta continua y creían ver espías por todo lado. Los nervios estaban a flor de piel. Para saber a qué atenerse Pizarro pensó en enviar una cabalgata hacia Huamachuco, al sur, de donde podía venir el peligro, porque estaba claro que elementos del ejército de Atahualpa que hasta entonces luchaban contra Huáscar venían hacia Cajamarca. Cuando interrogó a su prisionero sobre estos rumores, o preparativos, el gobernador sólo obtuvo negativas. Sin embargo, los temores españoles no eran infundados. La tropa enemiga, sí que existía. Uno de los más sólidos apoyos de Atahualpa en la aristocracia inca, Cusi Yupanqui, había logrado incluso penetrar en Cajamarca y vivir escondido allí. Habiendo logrado entrar en contacto con el Inca prisionero, Cusi Yupanqui se esforzaba por tejer en el mayor secreto los hilos de una conspiración destinada a liberarlo, pero en vano. Por debilidad de carácter o exceso de confianza, Atahualpa no quería intentar nada, lo que seguramente no dejaría indiferentes a sus más ardientes partidarios.
40Entretanto, el príncipe indígena Túpac Huallpa, que era uno de los hijos del Inca Huayna Capac —en consecuencia hermano de Atahualpa y de Huáscar, y partidario de este último—, llegó, al parecer de incógnito, al campamento español. Este jovencito representaba a la aristocracia cusqueña. Se puso bajo la protección de Pizarro quien lo alojó en sus aposentos. Túpac Huallpa explicó al gobernador las fechorías y los crímenes del Inca destituido, le precisó seguramente que éste no gozaba del apoyo de los jefes tradicionales fuera de su región de origen, es decir el norte del imperio. Los caciques presentes en Cajamarca no pudieron sino confirmarlo, así como también la amenaza de las tropas que se decía estaban escondidas en los cerros. Túpac Huallpa habría podido desempeñar un papel importante en razón de la muerte de Huáscar y del cautiverio de Atahualpa. Quizás lo pensó, o bien la aristocracia de Cusco lo hizo por él, porque se trataba de un hombre muy joven aparentemente sin mucho carácter ni experiencia. El hecho es que él no pesó de manera alguna en la continuación de los acontecimientos.
41A partir de aquel momento, la posición de Atahualpa se hizo cada vez más precaria. La tropa española comenzó a reclamar abiertamente la muerte del Inca. No era la única. Cieza de León destaca que los partidarios de Huáscar pero también los yanas, los siervos de los Incas que pasaron al servicio de los españoles, trabajaban en este sentido ante sus nuevos amos. Los yanas no eran, por cierto, los últimos en querer la muerte de Atahualpa. Para ellos sería, así pensaban, una justa compensación después de siglos de servidumbre, y les abriría posibilidades hasta entonces prohibidas. Los testigos acusan también el juego turbio, las traducciones voluntariamente falseadas, las insinuaciones intencionales de Felipillo, el traductor principal de Francisco Pizarro, quien lo había llevado a España. Proveniente de una etnia de la costa norte del Perú que había sufrido mucho con Atahualpa, se le había entregado, durante el reparto de mujeres indias la noche de la emboscada de Cajamarca, a una cautiva que resultó ser una de las hermanas del Inca. Por este motivo éste sintió un despecho muy profundo debido al origen humilde del intérprete e hizo nacer una muy fuerte enemistad entre los dos hombres.
42Algunos cronistas explican que los conquistadores más favorables a la muerte de Atahualpa fueron los hombres de Almagro, pero esta afirmación es tal vez una manera de disculpar a Pizarro. De Soto tenía también su opinión sobre el tema. Él no estaba entre aquellos que querían eliminar al Inca, pero en ese momento se encontraba de exploración por Huamachuco. Desde hacía mucho tiempo ya, él había propuesto enviar al prisionero a España, o por lo menos a Panamá. La partida de Hernando Pizarro hacia la Península con la parte del botín que correspondía a la Corona le pareció una buena ocasión para hacerlo, pero no lo escucharon. Cieza de León piensa que la partida de Hernando Pizarro no fue buena tampoco para Atahualpa. Llega incluso a escribir que si el hermano del gobernador no hubiese retornado a España, el Inca no habría muerto. Sea como fuere, en esos momentos críticos, la cabalgata de Hernando de Soto por Huamachuco privaba en realidad a Atahualpa aunque no de su último apoyo, por lo menos de una voz que le era claramente favorable, y tenía el mérito de poder hacerse escuchar y de pesar, a la hora de la decisión. Juan José Vega escribe incluso que la cabalgata por Huamachuco fue una astucia de Pizarro para alejar a su incómodo socio cuyas ideas conocía bien en cuanto al futuro de Atahualpa.
43Uno de los lugartenientes de Hernando de Soto que se quedó en Cajamarca, Pedro Cataño, intervino entonces ante el gobernador pidiéndole que no intente nada contra el Inca. Lo hizo públicamente y con un tono que les pareció a muchos excesivo, y por consiguiente inadmisible. Pizarro, quien sin duda opinó de la misma manera, hizo apresar a Cataño inmediatamente. Almagro, cuya opinión sobre el problema ya conocemos, pero a quien le importaba el buen entendimiento entre los grupos españoles, intervino para reconciliar a los dos hombres. Pizarro se mostró magnánimo. Otorgó su perdón, pero como llegaron noticias muy alarmantes, Almagro le habría reprochado severamente al gobernador no hacer nada y poner en peligro al conjunto de la hueste.
44Los acontecimientos se aceleraron. El 26 de julio, Pizarro reunió a sus lugartenientes en una suerte de consejo de guerra y se decidió la muerte de Atahualpa. El Inca fue informado por boca del notario de la expedición, Pedro Sancho, quien le leyó al prisionero los considerandos de la sentencia, es decir los cargos retenidos contra él, particularmente la muerte de Huáscar y las traiciones para con los españoles. Aunque Atahualpa no comprendió seguramente los detalles de la traducción que se le hizo, captó lo esencial y solicitó ver al gobernador quien se negó a ello.
45Los españoles en armas fueron reunidos en la plaza de Cajamarca, tanto para rendir los últimos honores al soberano destituido como en previsión de una reacción desesperada de los indios. El Inca apareció con las manos atadas a la espalda, con una cadena en el cuello, rodeado por fray Vicente de Valverde quien abría la marcha, el tesorero Riquelme, el capitán Juan de Salcedo, el alcalde mayor Juan de Porras, y desde luego por hombres armados. Atahualpa parecía no creer lo que le estaba sucediendo e interrogaba en este sentido a los hombres que lo llevaban. Propuso incluso reunir un nuevo rescate más importante que el primero.
46Al llegar al centro de la plaza, el Inca fue amarrado a un tronco y se colocaron a sus pies haces de leña, pues se había tomado la decisión de quemarlo vivo por idólatra. Vicente de Valverde no cesaba de exhortarlo a morir habiendo recibido los santos sacramentos. Atahualpa habría preguntado adónde iban los cristianos después de su muerte. Frente a la respuesta que eran enterrados en una iglesia, el Inca habría entonces declarado su voluntad de ser cristiano. Fray Vicente lo bautizó inmediatamente con el nombre de Juan o de Francisco, las fuentes varían. En vista de este cambio súbito, Pizarro decidió inmediatamente conmutar no la pena sino las condiciones de su ejecución. Atahualpa no moriría quemado vivo sino estrangulado y con la nuca rota por el garrote, de manos de esclavos encargados de este tipo de tareas. Los numerosos indios que asistieron a la ejecución se dejaron caer al suelo y permanecieron postrados, como si estuviesen borrachos, dice Pedro Pizarro.
47El cuerpo del ajusticiado, cuya cabellera fue quemada, permaneció toda la noche amarrado al tronco sin que nadie se acerque. Al día siguiente, un domingo, fue llevado hacia el edificio que servía de iglesia provisional. En la puerta, Pizarro, vestido de negro y con el sombrero en la mano, lo esperaba junto con sus lugartenientes y los oficiales reales que representaban al Rey. El cadáver fue depositado en un catafalco. Los españoles presentes oraron por el descanso del alma del difunto. Parece incluso que se vio entre los asistentes a numerosos hombres con lágrimas, que se escucharon suspiros y gemidos. Almagro estaba impasible, Pizarro también, pero circuló un rumor según el cual, se le había visto llorar en el momento de ordenar la muerte del Inca.
48Cuando estaba finalizando la misa, varias mujeres del séquito de Atahualpa, esposas y allegadas, vinieron a interrumpir el oficio pidiendo morir con él. Devueltas al aposento del Inca difunto, se abandonaron ruidosamente a su dolor y algunas se suicidaron con sus sirvientas. Cieza de León destaca con cierto asco este desorden, y cuenta que los españoles comenzando por el mismo Pizarro, se repartieron sin tardar las esposas y las parientes del Inca difunto.
49A menudo presentada como una reacción brutal y cruel —casi un reflejo condicionado— de la soldadesca, la muerte de Atahualpa estuvo, muy por el contrario, en el centro de un juego sutil y complejo de tensiones entre los jefes y las facciones que ellos conducían. Las divergencias sobre qué posición adoptar respecto al Inca destituido implicaban en cada uno de ellos muchas otras realidades: el reparto del poder y de sus beneficios en el seno de la hueste de la Conquista, el enfrentamiento de personalidades excepcionales y contrastadas, pero en un plano más prospectivo, el sentido de la política a llevar en el país que se iba a conquistar. Durante sus meses de cautiverio, la actitud de Atahualpa parece haber sido también indecisa, en cuanto a su comportamiento frente a los españoles y a los apoyos con los cuales le era posible jugar en el mundo indígena. No podía ser de otra manera, si se toma en cuenta el extraordinario choque de culturas y de mentalidades que significó para él este giro inesperado de su destino.
50Para los españoles, la supervivencia del Inca significaba, de una o de otra manera, una sociedad de colaboración con las elites indígenas, con todas las dificultades y los riesgos que aquello representaba. Los meses de cautiverio de Atahualpa en Cajamarca lo habían demostrado en varios planos. Su desaparición significaba, por el contrario, una ruptura definitiva. Indicaba claramente a todos, y en primer lugar a los indios, que los españoles pensaban ser los únicos dueños del juego y construir un mundo en el que serían tomados en cuenta solo sus intereses.
51Frente a esta alternativa, Francisco Pizarro parece haber adoptado durante mucho tiempo una posición intermedia, resultado de sus interrogantes y de sus dudas. A excepción de Cristóbal de Mena que tenía algunas razones personales para tenerle rencor al gobernador,
Notes
1 Fuera de los testimonios citados en el texto y que remiten a las notas del capítulo precedente, véanse también los de Francisco López de Gómara, Historia general de las Indias, op. cit., cap. CXIV; Miguel Cabello de Balboa, Miscelánea antártica, op. cit., capítulo XXXII; Pedro Pizarro, Relación del descubrimiento y conquista de los reinos del Perú, op. cit., cap. XI.
2 Garcilaso de la Vega, Historia General del Perú, op. cit., lib. I, cap. XXIX.
3 Pedro Cieza de León, Descubrimiento y conquista del Perú, op. cit., cap. XLVII y L-LI.
4 Véase James Lockhart, Los de Cajamarca, un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú, op. cit., v. I, 1ª parte cap. III-VI.
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