La entrada Nosotras: las que responden, las que reclaman, las que contradicen, las que quieren aire y libertad se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Es un tema recurrente en el corpus de narrativa y poesía escrita por mujeres. En esa trama entran en juego los valores familiares siempre distintos y cambiantes, y la consideración del rol de las mujeres en distintas épocas.
Se desarrolla el contexto de la guerra para el caso de la Carmenza siendo niña, momento en el que pierde a su madre; del conflicto civil en Nicaragua cuando Carmenza ya toma una decisión difícil para salir de una situación familiar que no le acomoda, y un entorno entornos de suyo diferentes en su aspecto temporal, que incluyen Alajuela, San José y Limón.
Todos sabemos que mucho de lo que escribirnos se asienta en la memoria, en la propia experiencia. Es lo que da legitimidad y credibilidad al discurso, independientemente que se trate de personajes ficticios como en este caso lo son Carmenza y Clara. Hay un cierto efecto espejo en la vida de las dos mujeres en cuanto a que cada una reclama el amor y la atención que sienten debían tener por parte de sus respectivas madres. Alrededor, familiares (hermanas, primos, tías) que se sustraen a ese sufrimiento y solo alcanzan a “cumplir” con un deber familiar que no es particularmente deseado. Por otro lado, los hombres en esta novela, son apenas un pretexto para contar este quiebre emocional que implica la ausencia presente de la madre. Los hombres aquí son apenas puertas de salida, excusas, venganzas, tablas de salvación. Pero no alcanzan a ser el centro de sus vidas.
La construcción estilística oscila entre la voz narradora y el testimonio desgarrado en primera persona que va contando el sentimiento en cada circunstancia, la historia, la anécdota, el recuerdo. Tiene a ser descolocado, como lo es normalmente el pensamiento y el lector debe estar atento para saber en qué momento quién está hablando: ¿la abuela Clemencia? ¿la madre Carmenza? ¿La hija Clara que a su vez se convierte en madre? Podría decirse que es una especie de caos narrativo organizado a propósito para poner retos al lector. Encontrar la voz que cuenta, la que responde, la que reclama, la que contradice, la que quiere aire y libertad pero se impone amarras, la que en función de ese deseo de libertad puede llegar a sacrificar lo que les más amado; crecer en soledad añorando la caricia y el estímulo cariñoso de una madre deja marcas indelebles pero no son una sentencia ni la definición de un destino. Al final, nosotras las que somos hijas, hermanas, tías, madres, madrinas, cuñadas en un tiempo en que el patriarcado no ha soltado su poder y por mucho tiempo se resistirá a compartir el mundo en todas sus dimensiones, solo nos tenemos unas a otras para salir adelante y vencer los obstáculos que nos impiden salir al mundo y llenarlo de luz y maravilla con inteligencia y ternura. Este es al final el sustrato que la autora nos pide descubrir en sus maravillosos personajes.
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]]>La entrada Celebración del 40 Aniversario de Uruk Editores – Comunicado oficial se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Uruk Editores inicia este martes 18 de julio la conmemoración de su 40 Aniversario, celebración que se extenderá durante varios meses.
Óscar Castillo Rojas, su director, fundó la editorial en 1983, iniciando sus publicaciones con el libro “Un viaje histórico. El Papa en una región de conflicto”, referido a la visita del Papa Juan Pablo II a Centro América aquel año. Durante estas cuatro décadas, Uruk ha publicado más de 300 títulos y se mantienen en oferta viva más de cien.
La celebración empieza este martes 18 de julio con la publicación de un primer podcast del programa denominado “Conversaciones con el editor” y continuará con la publicación de la colección 40 Aniversario, que contará con ocho títulos de algunos de los autores más representativos del catálogo de la editorial.
Esta colección se dará a conocer en la XXII Feria Internacional del Libro en Costa Rica – FILCR2023 – (26 de agosto al 3 de setiembre) con la presentación de los libros “Fujirazú”, de José Ricardo Chaves; “Nosotras las que somos”, de Arabella Salaverry; “Entre el tintero y los pucheros”, de Yadira Calvo y “El genio de la botella, de Rafael Ángel Herra.
A inicios de 2024 crecerá esta colección con obras de narrativa de Uriel Quesada, Carlos Cortés, Óscar Núñez, Catalina Murillo y Guillermo Fernández.
En la feria, además, se realizará un conversatorio con varios editores y autores sobre la “Edición independiente” y se presentarán diez novedades de autores consolidados y noveles.
Después de la feria continuaremos celebrando con otras acciones que se darán a conocer oportunamente.
Óscar Castillo Rojas
Director
Escuchar el podcast aquí:
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]]>La entrada Marzo todopoderoso de Catalina Murillo (pp. 11 – 28) se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Es primero de diciembre, es el primer día de un espléndido verano y mi primera tarde de vacaciones: peligrosa coincidencia. El bar está lleno de buenas gentes que beben porque tampoco saben qué hacer. Estoy en una mesita, temblando de risa entre cuatro cuarentones que conocí hace apenas media hora. Me alejaba de la universidad pensando qué haría en tres meses de ocio, cuando tropecé con ellos que llevaban cuarenta años de hacerse, a grandes rasgos, la misma pregunta.
Muerta de risa en minifalda rosada: siempre empieza ahí el recuerdo de la tarde en que conocí a aquel hombre. Yo riéndome y riéndome con la risa floja de mis diecinueve años. Qué livianos eran entonces mis dientes. Yo riéndome y riéndome sin poder parar. Juro que no podía.
Acababa de presentar el último examen del año. Porque, qué gracia, yo estudiaba. El nombre de la carrera era Ciencias de la Comunicación Colectiva, nombre largo y rimbombante, proporcional a su trivialidad. Tal vez alguien haya tenido la sensatez de cerrarla. Era una guarida de inútiles. Todos los que no llegaron ni llegarían nunca a nada se refugiaban ahí, disfrazando su mediocridad con el viejo artilugio de la solemnidad. Se enseñaba a complicar lo simple, a explicar con palabras lo que se entiende mejor sin ellas, a distanciarse de lo evidente hasta perderlo totalmente de vista. Era un desafío al sentido común y una triste parodia de las disciplinas que sí merecían, por aquel entonces, ser llamadas ciencias. Los profesores aplicaban a sus alumnos el célebre principio de «si no puedes con ellos, confúndelos». Disfrazaban su ignorancia y frustración… no, no: vayamos al término preciso: lo que mal disfrazaban era también su moralismo, y aquellos profesores, y con los años sus mejores alumnos, estaban convencidos de que solo ellos, manteniéndose al margen del río revuelto de la vida (esperando quién sabe qué mezquina ganancia de pescadores), veían al mundo tal cual es; convencidos, también, de que las Ciencias de la Comunicación Colectiva eran el saber de los saberes, y ellos, sus profetas.
Pero la realidad, ¡esa!, es libre, y resultaba perversa, por inocente, su forma de darles la razón e insinuarles así que tener la razón es solo una etapa del juego. Pero tampoco estaba la academia para agudezas, ni mucho menos para gracias. Los profesores resultaban severos profetas del revés (anunciando lo que no pasó), y sus discursos giraban curso tras curso entre las paredes de las aulas, como ecos en pena.
Mi verdadero entrenamiento en esos años fue el de llenar páginas de páginas sin decir nada. Cosa fácil y aburrida. Entregué un examen de ciento ochenta folios redactados a la perfección; tenía el dudoso don de detectar lo que cada profesor quería oír y me contentaba con darle a cada cual, digámoslo así, su merecido.
De este tedio venía yo. Que me sirva de atenuante.
Cuando salí del aula, al terminar aquel ejercicio idiota, sin saberlo, yo era una fiera puesta en libertad. Y encima, a la calle habían llegado los buenos tiempos. En este país bendecido con ocho meses de aguaceros al año y donde otros tres son calcinantes y polvorientos, diciembre es el único mes en que tenemos un clima sensato, una breve tregua que nos da la naturaleza entre el fango y el polvo, entre ocho meses de lluvia y tres de sofoco. En diciembre, la atmósfera aún está límpida, purificada por las lluvias, y a pesar de un cielo azul y despejado, el sol no logra ajusticiarnos, gracias a una brisa fría del norte que nos mantiene con la frente en alto, en lugar de sudorosa.
Así que me llené los pulmones y me hice mil promesas y propósitos para mis vacaciones. Este año sí que sí –cavilaba–, este año sí que no dejo que se me pasen las vacaciones en un abrir y cerrar de ojos adormilados, esta vez sí que pongo manos a mi Obra, sí que logro darle a mi vida un pretexto.
Ay. Ojalá de alguna manera hubiera podido llegar a mi casa; ojalá hubiera podido tranquilizarme y descansar, aunque fuera descansar de no hacer nada. Si tan solo hubiera podido detenerme y mirar de frente el vacío de mi vida. Ojalá hubiera tenido el valor de dejarme caer hasta el fondo y allá, en lo profundo, darme cuenta de que no hay de dónde agarrarse, salvo de las propias tripas. Ojalá lo hubiera logrado, de verdad que lo intenté, apenas salí del aula, empecé mi letanía: «Tengo que llegar a mi casa, tengo que llegar a mi casa, tengo que llegar a mi casa» y hasta me pareció estar cerca de lograrlo, pero ¿cómo iba a llegar a mi casa, si no tenía?
Y porque un uno de diciembre es como el principio del fin del mundo; porque aunque uno pone, es dios quien dispone, y porque si los designios del señor son inescrutables lo son más aún los de las señoritas, por todo eso no pude largarme. Empecé a caminar muy digna Calle Cáustica arriba diciéndome: «Nada me atañe, nada me tienta», pero era imposible no tropezar con el bar del gordo Malone.
El gordo Malone… A ese debí haber dado caza esa tarde. Malón era un desarrapado. Llevaba todos los días un viejo y desteñido pantalón a ras de pubis y la misma camisa a cuadros, la del botón saltado que dejaba ver un atisbo de su peludo vientre terráqueo. En verano, Gordis sacaba al aire libre su ombligo profundo y algunas mesitas de su bar. Cómo lo hacía es difícil saberlo, pero lograba que cada día pareciera un día de fiesta excepcional. Tal vez era ese aparente descuido. Gordis Malón disponía las mesas como si estuviera dando una fiesta en la terraza de su casa y siempre había una montaña de sillas de plástico en una esquina, para que uno se sentara donde quisiera. Aunque estuviera vacío, su bar parecía animado; uno tenía la impresión de que prontito llegaría la turba y había que ver a Gordis acariciándose la barriga deliciosa, con la sonrisa intacta hasta las tres de la mañana. Era él, diría cualquiera, quien mejor se lo pasaba. Cuando el bar estaba abarrotado, a pesar de que sin duda estaría exhausto de resolver hasta el más nimio problema de la caja, de la cocina, de la limpieza, de lo que fuera, Gordis sacaba tiempo para pasearse entre los clientes de ojos enrojecidos sonriendo a sus quemados chistes con su maravillosa sonrisa de gordo –¡qué sonrisa tienen los gordos, qué camanances, qué cara de torta infantil con mirada lujuriosa!–; y rondaba de mesa en mesa, como un guardián del deleite, dando palmaditas en una que otra espalda, con muchas sonrisas y pocas palabras y siempre, siempre, astuto Gordis Malón, con una botella de cerveza en la mano, llena de agua.
Me pierdo en estas descripciones, deambulo por ellas como si el tiempo no fuera oro, pero es que me arrastra la bestia cursi que vive en mí y me hace exclamar: «¡Gordis, Gordis, debí enamorarte mientras pude, Gordis Malón!». Un hombre gordo luce siempre poderoso: un gordo, reunido con varios flacos, es el jefe; un flaco, entre gordos, un camarero. Además, me habría encantado ser la mujer del dueño de un bar de éxito. Nuestra casa quedaría en el piso de arriba del negocio; cada mañana me despertaría sin nadie al lado, que es lo que más me gusta, en la enorme cama del gordo. Gordis se habría levantado sin hacer ruido entre seis y siete, como todos los días, por cuestiones de trabajo. Con toda la parsimonia del mundo, yo me desperezaría por ahí de las once y tomaría un aromático café recién hecho, con sobras de la pizza de los clientes. Las horas de mis mañanas, infinitas y fugaces, consistirían en la lectura de los más mórbidos sucesos del periódico entre sorbitos de café, en el silencio matizado por el zumbido de las moscas y los murmullos del bar allá abajo, cuando empezara a calentar máquinas. A la una, con el pelo todavía mojado, bajaría al bar, donde ya estarían abandonando sus mesas los primeros clientes, los del mediodía. Le daría un besito discreto a Gordis acariciándole como quien no quiere los dos melones que tenía por nalgas, me abriría espacio entre unas servilletas arrugadas y grasientas desparramadas en mi mesa favorita y pediría mi almuerzo y mi primera cerveza. Gordis, que almorzaría a las once y media, pediría otro cafecito y me haría compañía un rato, por aquello del diálogo en la pareja. Luego vendrían la tarde, la noche, la madrugada y las cervezas. Yo me sentaría en la barra, minifalda, piernas cruzadas, a ver fluir el espectáculo sin fin de cada día y a coquetear con los clientes para ayudar a mi marido, quien, con paciencia obesa, me miraría de cuando en cuando de arriba a abajo con los ojos aguados y una expresión de promesas sexuales que no se cumplirían, porque los gordos casi no hacen el amor: otra de sus ventajas.
Pero no enamoré al gordo Malón. A decir verdad, ni siquiera se me pasó por la cabeza. En aquel momento yo no pensaba en lo que me convenía; ahora, menos. Nunca he captado el sentido grave de la palabra conveniencia.
De todas maneras, sin haberme casado con él, pasé mucho tiempo en su bar. Fue allí donde nacieron, crecieron y se reprodujeron todos los novios de mi época universitaria. No había manera de salir de las aulas e irse tranquilo a casita sin topar con el rancho espirituoso de Malón, menos aún cuando nos lo atravesaba en media calle y si, como ya he dicho suficiente, era una soberana primera tarde de vacaciones y el bar estaba lleno de gentes alegres, y parecía un buque atravesado en media calle, listo para zarpar.
Todos los que estaban en las mesas veían a los que pasaban por la acera como los pobrecillos esos que vienen a despedirse porque nosotros ¡ya nos vamos! Sí, un crucero era el bar, y la gente estaba recostada al espaldar de su silla como si fuera la baranda de cubierta y a los que por ahí pasábamos era como si algo nos dijera: «¿Vienen o se quedan?», y una hasta escuchaba la sirena y de un brinco, sin pensarlo demasiado, mejor se encaramaba al barco y se largaba, con la esperanza de que la trajeran de vuelta dos meses después, atontada, cuando ya hubiera pasado el fin de año y la navidad y las vacaciones; cuando ya no hubiera tiempo de pensar en nada, solo en volver a sentarse en las sillas del aula universitaria a improvisar páginas de páginas para un profesor sempiterno.
Llévenme y tráiganme luego, inconsciente. Llévenme, aunque regrese en pedazos; llévenme y hagan conmigo lo que quieran.
Pero no me dejen sola.
—Oiga, oiga. Oigá…
Un tipo, desde la borda, sin levantarse de su silla, me jalaba la manga de la blusa para llamar mi atención. Lo miré de reojo y pensé: «No, mejor no embarcarme», y ya había dado media vuelta para irme a casa, estaba a punto de lograrlo, dios mío, ya lograba alejarme a nado sin volver la vista atrás, cuando le oí decir: «Es que queremos invitarla a una cerveza».
Entonces me giré y los miré, a él y a sus tres amigos. Ellos también me miraron. Eran cuatro cuarentones, desentendidos y sonrientes. Verlos fue más bien reconocerlos. Los había visto mil veces, como pintados en las paredes de todos los bares que rodean la universidad. Eran una estampa, siempre con su misma ropa, sus mismos gestos, sus mismas sonrisas, igual que esos cuadros populares que el mundo entero conoce y reconoce, el del viejito socarrón de sombrero y jarra de cerveza en mano, con una ventana al fondo; o aquel de los perros de diversas personalidades jugando billar.
Me pongo un momento en el lugar de ellos: ven a una muchachita que viene por la acera y le dicen, como a todas las que pasan, que la invitan a una cerveza. Casi todas sonríen y se hacen las tontas; las de verdad tontas no sonríen porque se hacen las serias. Otras no sonríen porque de verdad no son serias. Pero ninguna se encarama al barco. En cambio esta servidora de ustedes, cuando la invitaron a una cerveza, respondió:
—Que sean más –y se sentó. Luego sonrió con todo el candor que pudo y añadió, como excusándose: «Es que hoy no le digo que no a nada».
Ellos rieron, no porque la frase tuviera gracia, sino de puro agradecimiento. Años llevaban ya de navegar en aquellos mares, años de contar los mismos chistes, de pensar igual de los temas de siempre; en fin, años de ser los mismos, fingiendo cada día ser otros.
El que me había llamado a la mesa era un tipo medianamente tonto que apenas me tuvo sentada a su lado, me preguntó:
—Oiga, oigá… ¿de verdad quiere una cerveza?
Sopesé con forzada calma la opción de levantarme e irme. ¿Qué clase de trampa era aquella? Lo miré fingiéndome turbada e incómoda y le dije:
—¿Cómo?… no entiendo… –y empecé a ponerme de pie.
Los otros tres miraron al tipo medianamente tonto como si hubiera sido tonto por completo y se apresuraron a ratificar la merecida invitación. Luego me las ingenié para que me rescataran de tener que hacer todo el viaje junto a él.
Y ahora, esperemos a que llegue mi cerveza helada antes de seguir adelante. Quiero tomarme el primer trago y que me invada esa sensación de tener las piernas y los brazos rellenos de algodón. ¡Ah, qué bien me siento con solo imaginarlo!, ya tengo la sonrisa fácil y empiezo a comprender, llena de entusiasmo, que no hay para qué tomarse demasiado en serio esta vida, si a fin de cuentas solo hay una y se pasa rápido. Esperemos a que llegue mi rubia y, mientras tanto, congelemos a estos cuatro señores para conocerlos mejor antes de seguir adelante.
Empiezo por el que parecía mayor de lo que era. Su cara y su pecho conformaban una maraña apetecible de canas y arrugas. Era del tipo sin bañar y sin peinar, pero no daba la impresión de alguien librado al abandono, solo digamos: al descuido. Hasta su ropa desgastada hacía juego con su cara y su cuerpo curtidos. Tenía los ojos siempre húmedos y rojos como los de un perro viejo y olía a limonada sin azúcar, de tanta marihuana que fumaba. Cada detalle en él indicaba «soy un hombre solo», como todos en aquella mesa aquella tarde, pero él era el único que quería seguir siéndolo. No tenía huellas de ex esposas, ni novias, ni hijas; desde los catorce años no tenía madre, solo amantes, muchísimas amantes.
Se pasaba la vida presentándose a concursos de poesía bajo el seudónimo de Arabesco que, a pesar de lo que le gritaba la experiencia, decía que le traía buena suerte. Hiciera frío o calor, llevaba siempre su vieja chaqueta de cuero con los bolsillos llenos de recortes y fotocopias de bases y más bases de certámenes internacionales que prometían premios «únicos e indivisibles», que no podían ser declarados desiertos. Eso sí, nadie despotricaba más contra esos concursos que él mismo. Decía que estaban arreglados, que eran pura corruptela.
Arabesco hablaba. Mucho. Sobre todo contra el éxito y la fama. Aunque, cuidado, no nos confundamos: a pesar de eso, o tal vez por eso, tenía la mirada y el andar dignos y triunfadores. Viéndolo acercarse cualquiera lo reconocía por su manera de caminar cual si no tocara el suelo, ajeno a la podredumbre humana, la melena canosa al aire, el culo apretado y la mirada absorta en un más allá, no demasiado lejano. Y tuvo las mujeres que quiso, este insigne poeta inédito; las conquistaba con sus discursos amargos y su apariencia de galán a pesar de sí mismo. A sus cuarenta y cinco, que es la edad que tenía cuando esto, con el arcaico (pero siempre efectivo según los terrenos) método de «ni tengo dinero ni soy un caballero», estaba siempre rodeado de jóvenes poetisas en vías de desarrollo que le dedicaban sus primeros libritos reciclables.
Como los poetas de cierta altura, Arabesco hablaba muy diferente de como escribía. En sus poemas, usaba palabras exquisitas y lo llevaba a uno de un verso al otro en un armonioso juego de espejos y de reflejos; en cambio, en una mesa de tragos, usaba un lenguaje lleno de desesperación –digo yo que era eso–, pobre y enviciado, hecho de frases inconclusas y dobles sentidos que nadie entendía. Lo malo de Arabesco era que no tenía sentido del humor. Se reía mucho, que no es lo mismo, y veía chistes donde no los había, pero no tenía verdadero sentido del humor. Esto tal vez fue lo que le impidió ser tomado en serio y, lo más lamentable: pasar de poeta a poetaza.
Ahora, con ustedes, Caballón, el segundo de a bordo. Dicen que no le decían Caballón por su apellido, sino por sus enormes dientes cuadrados, sus muslazos y sus rebuznos. Caballón tenía una característica enervante, o si no enervante, por lo menos incómoda como una broma tonta. Verlo alejarse por estas aceras de dios era ver un metro noventa de músculos, una enorme espalda pendulante y una broncínea nuca de toro bañada por rizos de miel y sol. Acelerando el paso para adelantarlo y terminar de deleitarse en su belleza, uno se encontraba los rizos de miel enmarcando unos ojos celestes… en una cara burlonamente redonda, llena de marcas de varicela y acné, retocada con una narizota a punto de caer y unos labios carnosos de hombre poco filosofal. Era desmoralizante: Caballón era medio hermoso y medio horroroso. Después de perseguirlo a lo largo de cincuenta metros de acera, daban ganas de darle una bofetada, por embustero.
Culpa de esa incumplida promesa de hermosura, Caballón llevaba un indeleble sello de premio flaco o de consolación, y él no lo ignoraba. Debió de ser duro cargar con aquella estampa equívoca y su carácter se quedó nadando entre dos aguas, entre el desparpajo de esos que se saben guapos y miran a los ojos prometiendo intimidad, y la docilidad de los feos que se contentan con ser confidentes de las bellas. Ante la duda, Caballón había recurrido al mutismo. Como estrategia, no resultó tan desacertada. El silencio subsanaba un algo el abismo entre sus partes, brindándole unas pinceladas de misticismo a sus rasgos de camionero de Ohio.
Caballón era pintor de brocha delgada. Mejor le hubiera quedado entrenador de natación o modelo de ropa interior, pero quién podía hacérselo entender. Cuando esto, tenía treinta y nueve años y tres de dedicarse a la pintura, para alivio de su familia. La vida de Caballón, desde sus quince, había sido una muy larga película psicodélica. Pero esta gracia dejó de serlo cuando, a los treinta y cinco, se robó el carro de su madre y se estrelló en una autopista de las llanuras del norte, contra la nada. Fue a partir de entonces que Caballón terminó de sumirse en ese mutismo que tan bien le sentaba. (Arabesco, con la suspicacia que da la automarginación –o viceversa–, está convencido de que a su amigo le hicieron algo en el hospital para dejarlo así alelado, con consentimiento de la familia, esa gentuza burguesa que ya no sabía qué hacer con él.) Poco a poco, con dinero y amor, su abuela y su madre lograron reducirlo a unos pinceles y un lienzo pocas veces profanado, si bien danza acuática, por ejemplo y como ya se ha dicho, habría resultado, cuando menos, más halagüeño para la vista.
El tercero, ante mi mirada, se descongeló y se apresuró a presentarse él mismo:
—Yo soy arrrtesano –dijo y estuvo entre sonreír y no sonreír y al final no se resolvió.
Difícil ahora explicar qué significa este arrastramiento de eres. Difícil porque es una cuestión –¿cómo diríamos?– de oído. Pero puesto que yo estudié el arrrte de decir en jerigonza lo que se entiende mejor cuando nadie lo explica, daré la explicación de lo que será evidente más adelante. Eso de arrastrar las eres y otras letras es resultado de la comprensión intuitiva de que entre lo sublime y lo ridículo no hay más que un paso; ante lo cual, se arrastran letras de palabras que, dichas en serio, ganarían en solemnidad lo que perderían en seriedad.
Así que, como venía contando: dijo su oficio y miró a Arabesco y a Caballón buscando su complicidad y, por la forma en que le medio sonrieron, supe que tenía por lo menos veinte años de hacer la misma gracia cada vez que decía a qué se dedicaba.
El artesano sí que no cultivaba el aire del descuido. Olía a colonia de cierto precio, su ropa se veía nueva y estaba limpia y planchada, su pelo negrísimo era abundante, brillaba mucho y lo llevaba bien peinado, aunque ya en aquella época se usaba bien despeinado, y en sus ojos y en su piel se evidenciaba la salud. Sus cuarenta años salían por aquí y por allá, como en una que otra cana y arruga, pero en nada parecía un señor, para empezar porque iba vestido con tenis de cuero y visera deportiva, como solo por excepción se visten los señores, para ir al supermercado los domingos. Esto, dicho sea de paso, también delataba a estos ilustres cuarentones, esto de estar a las tres de la tarde un jueves laboral cualquiera tomando cerveza en un bar al aire libre: lujo que, si uno se pone a pensar, solo se lo dan quienes no pueden permitírselo.
Cuando sonreía, el artesano sonreía con toda la cara. Miraba a los ojos al hablar y cuando le hablaban, y escuchaba más de lo que abría la boca, cosa rara en los de su edad. Sus gestos siempre estaban acordes con lo que se estaba conversando, así que no sonreía mientras le contaban algo siniestro, ni se quedaba serio o alelado ante un buen chiste. Era expresivo, de carcajada sonora y mirada profunda, de gestos delicados y masculinos, y no tenía tics o manías que pusieran nervioso a quien hablara con él. Esta expresividad, signo innegable de elegancia o, al menos, de una cierta sinfonía neuronal, lo diferenciaba de sus amigos, que no se concentraban en un tema más de dos o tres minutos y que estaban siempre nerviosos, acechando en todas direcciones, aguardando quién sabe qué verdes demonios.
Sin embargo, a pesar de tanta armonía, algo desentonaba con el conjunto y el artesano a menudo arrastraba las erres de manera burlona en momentos en que no se entendía de qué se estaba burlando. Algo en él era como una cuerda de guitarra mal tensada y sus gestos y su manera de hablar parecían los de un aristócrata refinado que llevara años perdido en una isla salvaje. Y ahora que lo pienso, eso era: nunca lo abandonó la huella de haber sido un principito. Al artesano, los primeros siete años de su infancia, le habían inculcado una aristocracia que después resultó, cuando menos, inoperante
Tal vez su sonrisa era tan completa y su mirada tan intensa porque, al igual que la pintura blanca se ve más blanca con una gota de negro, nunca dejaban de verse, allá en el fondo de sus ojos, unas gotas de nostalgia, de paraíso extraviado. Hasta su apariencia física reflejaba tiempos mejores. De hecho, hacía veinte y aún diez años, el artesano había sido el guapo del lugar. Y seguía estando en forma, con los mismos pelos en el pecho, el mismo bigotazo y la soberana melena oscura, pero los nuevos gustos impuestos por la moda lo habían atropellado. Él era ver un modelo de marlboro de los setenta y se había quedado con la idea de estar para ser comido; por eso todos sus gestos –su manera de mirar, de empinar el codo, de sonreír y poner un instante su mano sobre la rodilla de la mujer– eran los de un tipo que se cree muy guapo, sin estar del todo equivocado.
Solo falta presentar al medianamente tonto. Era sociólogo, quién no lo hubiera apostado. Hay siempre uno entre los que se dedican al arte, y que les cree: he aquí, en líneas generales, su primer gran fallo. Es él, incluso, quien muchas veces los anima, les dice que ellos son la lucidez de la sociedad y que por eso los marginan; es él quien les explica, con cervezas claras y razonamientos espesos, a qué cosa absurda se le llama éxito, y les hace ver por qué no deben siquiera aspirar a tenerlo: porque el artista, al tener éxito, pierde en el acto la lucidez y con ella su razón de ser. Y esto el medianamente tonto lo dice para animarlos en sus crisis, para infundirles la fuerza de seguir adelante, por desatinado o maligno que parezca.
Un medianamente tonto –genéricamente hablando– tiene la misión de llamar a las muchachas que pasan por la acera, invitarlas a los primeros tragos y presentar a todos los de la mesa. Desde una edad temprana, esta especie de personaje alaba las virtudes de sus amigos con la esperanza de que se le contagien, o de parecer igual o superior a ellos por ensalzar sus dones. Suele terminar de paño de lágrimas de las hembras que él vio de primero y morir sin conquistas sustanciosas. Sobrevive en este agreste panorama con la esperanza de que un día las mujeres se cansarán de esos infames que se dedican al arte, de sus infidelidades con coartadas creativas, de las refinadas torturas que les infringen con la supuesta inocencia de un niño curioso, de sus propensiones ciclotímicas (el medianamente tonto será quien introduzca esta palabra en la cabecita de una mujer despechada, mientras le seca las lágrimas con su áspero pañuelo), de sus angustias ante la página en blanco y sus euforias ante la obra terminada (cuando convendría un poco más de lo contrario). Así sobrevive el medianamente tonto en este mundo de muchas palabras y poca acción, con fe en que un día todas las amantes de sus amigotes dirigirán a él sus miradas húmedas y exclamarán: «¡Oh, cuánto tiempo corriendo a ciegas tras el amor, oh, y lo teníamos al lado» y caerán en sus brazos. Dicho sea de paso, si cayeran en sus enclenques brazos de intelectualoide, esas sufridas mujeres serían víctimas, una vez más, de las mismas vejaciones, solo que el medianamente tonto alegaría razones políticas y sociales que, créanme, no merecen siquiera ser mencionadas.
De todas formas, la misión del medianamente tonto en aquella tarde magnífica termina aquí, porque no era más que invitarme a mi primera cerveza y ya la veo venir en sudorosa jarra y hasta distingo sus destellos como una danza de dorados duendes enloquecidos. Así que, a la una, a las dos y a las tres: quedan todos descongelados.
—¿Y usted cómo se llama? –me preguntó el artesano.
—¿Que cómo me llamo? –me quedé pensando en la pregunta–: Uf… ¡Ahí está el asunto!
—¿Cómo? –preguntó divertido.
Solté una risita nostálgica, resignada ante el mismo guion de siempre.
—Ahora le toca decirnos su nombre –insistió, coqueto.
—Mi nombre, mi nombre, mi nombre…
—No sea tramposa –dijo recostándose en su silla, cerveza en mano. Dio un gran trago y luego miró a los otros tres, sopesando si aquello les hacía gracia o no, dudando él cómo debía tomárselo. Pero Arabesco, Caballón y el medianamente tonto me miraron como a una televisión sin sonido.
—Vos tampoco dijiste tu nombre, solo dijiste que eras artesano.
—Eso mismo.
—Qué gracia.
—¿Adónde está la gracia?
—Suena así como de la Edad Media. No sabía que uno podía dedicarse a eso en serio en estos tiempos.
—Ya ve –dijo con tosquedad, echándose otro gran trago de cerveza–. Para que aprenda.
—¿Y de qué vive un artesano?
El tipo soltó una risotada antes de responderme:
—¡Del sol!
—Ya. A propósito, ¿por qué no me invitás a otra cerveza?
Me había zampado la primera en tres tragos. Al fin empezaba a parecerme que el tiempo no era nada, nada importante, y que cuanto más rápido pasara, mejor. Por eso yo adoraba todos los brebajes que pudieran ofrecerme, porque desde el primer sorbo me disipaba, pensaba que no había ningún lugar mejor en el mundo para estar que el lugar en el que estaba, y porque aún así, en media calle con cuatro desconocidos, me sentía la reina absoluta y soberana de mi mismidad.
Algo me jalaba otra vez la manga de mi blusa. «La invito yo», dijo el medianamente tonto. Me encogí de hombros, aunque con una sonrisa agradecida. Este asunto de la logística etílica es cosa que los hombres, con gestos indescifrables y acuerdos tácitos, resuelven con milagrosa eficacia, si se toma en cuenta lo que ellos creen que ahí está en juego.
Se organizaron y al rato mi jarra estaba llena otra vez. Luego –imposible sacarle una idea de la cabeza– el artesano insistió en saber mi nombre.
—¿Y el tuyo, cuál es? –me intrigué.
—Adivine –propuso.
—Ay, no –se me escapó un suspiro.
—Qué muchacha esta… –se oyó decir entre dientotes a Caballón, sin ningún tono en particular.
—Mucho cacareo pero nada que pone el güevo –me soltó Arabesco, ¡a mí!… que solo quería divertirme.
Y estaba tramando qué responder a aquel semiverso, cuando se hizo innecesario, porque intervino el artesano. Mirándome a los ojos con toda su nobleza, me dijo:
—A mí me dicen Tato1.
—¿Tato?
Me detuve un momento a paladear aquella palabra tan bisílaba –Tato, Tato– esperando su regusto, pero –Tato, Tato–, por más que la repetía, no encontraba lo que buscaba. En estas me distraje hasta que oí de nuevo su voz metálica que me decía: «Déjese ya de vainas, linda», y volvía a preguntarme el nombre.
«¿Ahora qué hago, qué le digo?», pensé. Por mi mente desfilaron muchos nombres; mejor dicho: todos los nombres. Hasta que al fin:
—Me llamo Azul –se me ocurrió decirle, recordando que nunca falla ese color en un corazón sensiblero.
Maldita la gracia. A él le fascinó:
—¡Es una belleza!
—¿Ah, sí?
—¡Qué lindo: Azul!
—Pues es mentira.
Pero él no escuchaba:
—¡Azul, qué belleza de nombre!
—Hombre, ¡que no es verdad!
—¡Azul, Azul!
—Que no.
—¡Bella Azul!
—Que no, güevón, que no.
—¡Azul, Azul, Azul!
—Huy, dios.
Así empieza la historia.
1Sí, Tato al fin ha recuperado el nombre que tenía en la primera versión de la novela, pero que la madre de la autora (depd) rogó fuera cambiado, por motivos tan inconfesables como imaginables.
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]]>La Nueva Normalidad se veía aún lejana cuando circuló este meme, en Semana Santa del Año del Búfalo. La gente estaba ansiosa. Había tácito consenso, a partir de lo visto al otro lado del charco, de que nos hallábamos en el ojo del huracán y era cuestión de tiempo para que el viento volviera a ponerse en marcha, doblando árboles y palmeras y haciendo volar y traquear todo de nuevo.
Un año atrás, amanecíamos sintiéndonos Gregorio Samsa y, hoy, como el tácito personaje del cuento de Monterroso, El dinosaurio: atravesamos la primera y segunda ola, contamos más de tres mil fallecidos y, cuando despertamos, la pandemia todavía estaba allí.
La gente procuraba volver a las antiguas rutinas. Iba a la costa cada que podía y se atiborraba de Netflix, y fútbol, siempre que los campeonatos no fueran suspendidos por exceso de jugadores positivos a Covid. En su afán, tenían la impresión de que el tiempo se aceleraba, recordándome el poema de Bertolt Brecht:
Estoy sentado al borde de la carretera
El conductor cambia la rueda.
No me gusta estar allí de donde vengo.
No me gusta ir adonde voy.
¿Por qué tanta impaciencia
Mirando cómo cambia la rueda?
Al igual que los demás, me limitaba a seguir tirando. Conservé mi empleo y no había muerto nadie de mi círculo de amigos y familiares. Por solicitud de un buen amigo, quien por propia seguridad y la de su esposa, siendo ambos adultos mayores, decidieron instalarse en su finca de Sarapiquí durante el tiempo que durara la pandemia, me mudé a su casa de Barrio Luján. Ya no haría uso de los coronabuses TUASA, reduciendo las probabilidades de contagiarme, y mi consultorio se hallaba a quince minutos, a pie.
¿Por qué siempre escribo acerca de gatos?, meses atrás me lo preguntó la viróloga, quien a principio de año se marchó a los Países Bajos, en una secuencia de hechos abruptos, por no decir atropellados, que empezaba con la repentina noticia del visto bueno a su proyecto de investigación, renuncia a su laboratorio en el MAG y pasando por la complicada logística del viaje llevado a cabo en medio del Lockdown europeo, para cerrar con aquella imagen suya, los ojos extenuados sobre el tapabocas floreado, como molida a golpes en la sala de abordaje que al fondo lucía desolada y en espera ella del resultado de su prueba de antígeno, llegado escasos minutos antes de partir el vuelo de KLM que había dado por perdido.
Bye, escribió, debajo de la foto.
Horas después: saluditos desde París, con el emoticón de la manita que dice adiós.
Me acordé de su observación puesto que Luján resultó ser, precisamente, el barrio gatuno de San José. Por donde quiera que uno fuera, sobre todo después del anochecer, había gatos. Desconfiados como son estos animales, las angostas y ahora vacías calles de Luján, con sus casas de fachadas estrechas y muy juntas, supondría para ellos un ambiente de seguridad, de claustro. En menos de tres saltos emergería ante ellos una puerta, abertura o recodo donde escabullirse en caso de suscitarse una de las persecuciones en que suelen verse involucrados y que consume buena parte de su tiempo y energía. Cuando no dormitan sobre un techo o en el fondo de una cumbrera, o en las alfombras en el quicio de las puertas, donde pacientemente se acicalan, los gatos de Luján andan en su movida persecutora, delante o a la zaga de algún semejante. Van y vienen de una acera a otra, o forman grupos en las esquinas o frente a alguna de las casas que establecieron como puntos de reunión, ignorando el llamado de los carajillos que, cautivos de la pandemia, sacan la mano a través de los portones.
Una vez, frente al KFC de San Pedro de Montes de Oca, una chica y un chico, empleados del restaurante, comentaban el incidente que tuvo lugar esa misma mañana. Ella apunta con su dedo hacia la azotea del edificio URBN al otro lado de la calle, luego lo hace descender por los treinta pisos de la fachada hasta el punto donde había caído el cuerpo. La mirada absorta del muchacho fue y vino del dedo de su amiga a la azotea y luego al suelo, delineando en el aire un triángulo cada vez más trágico y escaleno. Por desgracia, yo mismo fui testigo del hecho. Resultó tan impactante, que no detallaré en la descripción. Diré así: el cuerpo se desplomó sobre la acera como un saco repleto de yucas que a cinco metros de tocar el suelo empezara a abrirse y, además, sonó como tal. Del saco, roto tras el impacto, salieron rodando un par de naranjas.
Prefiero que no me contés esas cosas, dijo la viróloga, al narrarle el hecho un par de semanas después. Disculpá, contesté, preguntaste cómo iban las cosas en tiquicia.
El fragmento azul marino del cielo de Utrecht, a espaldas de ella, atravesado como estaba en el marco de la ventana por una rama cubierta de nieve, se asemejaba a una pintura. Es un abedul, comentó, el campus está lleno de ellos.
Se hallaba trabajando en la patogénesis de los virus, es decir, cómo estos ingresan a la célula y producen la enfermedad… Y de paso, pensé, el colapso respiratorio y de hospitales y el paisaje de chiquillos blandiendo la mano a través de portones e insolventes estrellándose contra las aceras.
Mejor decime qué tal avanza el texto apocalíptico, preguntó, aquel de la rayita morada en el cielo.
Violácea.
Ok, rayita violácea.
“Cada uno de los incontables fragmentos en que fue trozada la carne desprendida de la osamenta, triturada a mazo con odio desmesurado, insano, draconiano, junto a pliegos de piel arremolinados en una esquina con aire de papel cebolla y adheridos a mapas de sangre cristalizada bajo intermitente luz de unidades policiacas y de televisoras, empezaron a flexionarse por cuenta propia, desplazándose hacia ese punto cardinal misterioso que marca el designio de hordas de gusanos, bancos de peces y nubes de insectos, lógica de las especies, del óvulo y el espermatozoide, del ADN y del ARN y del blastocisto y la mórula; grasa y agua volvieron a sus respectivos afluentes y lo que era polvo quedó en el polvo junto al dañino colesterol y así, en trance purificatorio, lo óseo fue con lo óseo y músculo con músculo y arterias y venas y cartílagos y nervios cada cual a lo suyo hasta que la cabeza de cuencas vacías, rodada bajo un paño con risa de pájaro muerto y colonizada por hormigas, se dirigió a la coronación del embrión inusitado. El cuerpo depurado recordó al erguirse el invisible episodio acontecido en la gruta mortuoria hace dos mil años o bien, prosaicamente, a la escena de Terminator en que al superhombre ciborg lo envuelve el primer hálito de vida, pero ahora luciendo un pene erecto, hermoso, de toro albino…”
Detuve mi lectura y alcé la mirada hacia la pantalla.
Así que el relato, preguntó, terminará en que Óscar Arias resucita y todo vuelve a la normalidad.
A la Nueva Normalidad.
Enarca las cejas y se queda pensando. Era obvio que pasó por alto el chiste, si es que allí había un chiste. Nueva Normalidad, dice, qué putas significa eso.
Fue la pregunta que la gente se hizo durante el Año de la Rata. Cuestionaban su veracidad, cuándo llegaría y, sobre todo, si serían capaces, antes, de reconocerla y luego, de asirse a ella. ¿Se instauraría como las estaciones climáticas o se justificaba la desconfianza de quienes desde un principio exigieron apurar el trago, viendo que la añorada normalidad se acercaba con parsimonia de coche bomba? Muchos temían no poder asumirla y quedar obsoletos, abrazados al cadáver de lo anterior y, sin tiempo de llevar el duelo de algo tan preciado, lo venidero se figuraba como extensión de lo anómalo.
¿Nos percataremos de la ruptura?, preguntó ella, ¿del punto de inflexión?
Le resumo un cuento de John Cheever acerca de una pareja que, a pesar de haberse divorciado hace años, cada Día de Acción de Gracias ella le pide a él que finjan seguir casados, pues los padres de la mujer, ancianos y enfermos, no soportarían la mala noticia.
¿Y eso qué tiene que ver?
Cheever describe la cotidianeidad del encuentro familiar, que transcurre sin sobresaltos: el brindis, las anécdotas y bromas durante la cena y más tarde las buenas noches, antes de, bajo cualquier frugal pretexto, pasar a dormir en camas separadas.
Mi punto es la forma natural en que Cheever finiquita la relación para siempre. ¿Sabés cómo lo hace?
No sé. ¿Pelean y se descubre la trampa?
Para nada. Mientras vuelven en tren a la ciudad, adormilados por la oscilación monótona del vagón sobre la línea férrea, el tipo le dice a ella que irá a la parte trasera para tomar aire fresco, o fumar, no recuerdo. Mientras fuma o toma el fresco observa por un instante la cabeza de ella, su cabello. En fin, que la mira por un instante: “Nunca más la volvería a ver”, cierra el relato.
¿Eso es todo?
Sí.
Terminará todo esto como en un cuento de Cheever, me pregunté. Le pregunté. Ella no lo sabía. Nadie sabía. Indagué por su calicó. Antes de despedirnos, conversamos sobre patogénesis de virus felinos, luego sobre los gatos de las calles de Barrio Luján.
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]]>La entrada La hermandad de «Las hijas del sol de sangre» se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Parte de lo que más disfruté del libro, fue poder caminar por senderos en los que me imaginé huyendo a la pobre Nirú, luego admirar el gran lago en el cual me pareció dilucidar su rostro, también admirar la belleza sublime del Arenal, imaginarmelo en llamas, como lo estuvo en el 68. Por un momento me imaginé siendo una chica más de esa hermandad, cuya historia también estaba en ese libro.
Autora Marcela Salazar
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]]>La entrada Los demonios que ha dejado la pandemia se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Tener conciencia de nuestros demonios. A veces nos damos cuenta de que coexisten con nosotros porque revolotean dentro del estómago, la cabeza y la garganta y sus aletazos nos avisan de una presencia indeseada. Optamos muchas veces por ignorarlos pero, en tiempos de pandemia, las posibilidades de aplastarlos de un zapatazo se reducen a la nimia esencia de la nada: brotan en cada esquina de la casa-oficina-refugio en que se ha convertido el hogar.
Tener conciencia de mis demonios y del espacio circundante, así, tan pleno, son dos oficios nuevos para mí. Muchas veces me encuentro sola con ellos, en mi propio espacio corporal, mental y físico. Se sientan y toman té conmigo, percibo su humedad, su tosca presencia. Yo, que siempre los miraba de reojo, ahora no tengo forma de esquivarlos: los miro de frente aunque no quiera.
Solía moverme sin sentido dentro de mi casa, observando la falta de pintura, la grieta en la pared, el azulejo que debe ser cambiado, la refrigeradora con sus burlescas oxidaciones y todas las imperfecciones en escalada, pero ahora es distinto. La pared dejó de ser una suma de imperfecciones para ser la pared misma: estoy ahí, frente a ella, sin escapatoria. Lo mismo ocurre con las rutinas: se me incendian frente a la cara de tan inevitables que son.
Es entonces cuando me siento a tomar el té con los demonios. El término puede asustar; resultará alarmante para los religiosos, pero lo uso en un sentido jocoso: me los imagino girando como pequeños monstruitos, mordiendo mi alma con sarcasmo. Es tanto el silencio, tan dilatados los momentos conmigo misma, que no hay salida posible.Rehuyo, pero al final me acaparan.
El trabajo es una especie de fuga mediante la cual la atención se centra, por entero, a varios asuntos técnicos y lo demás es dibujo, ruidos circundantes. Pero cuando cesa, vienen ellos mis deseos exhibiéndose a modo de panfletos. La visión de lo que perseguimos se convierte en el todo de nuestros deseos, nos provoca una picazón ingrata, incesante, y no hay salida.
Porque es allí cuando se posan enfrente y giran como caballitos de feria. Los miro pasar, me marean, con dificultad logro hacerme la idea de uno de ellos y cuando me acerco a finalizar su imagen, ya otro ha irrumpido.
No hay punto de quiebre. Soy yo con mis demonios, con mis caballitos de feria. Los miro pasar a la vez que deseo que la pandemia me deje descubrir de nuevo las dulces y llanas imperfecciones de las paredes de mi casa.
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]]>La entrada Canción a la muerte del oso Alex se publicó primero en Uruk Editores.
]]>Tenía algo de oso (bi)polar, un oso polar que caminara en dos patas, como de circo de las mil y una maravillas, un oso grande, gordo, bizco y sabio. Un oso dicharachero, con algo de malicia de concho urbano, y que, en vez de garras, atacaba con su lengua áurea, tanto la física dentro de su boca barbada, como la sonora, la colectiva, la de todos los ticohablantes. Una lengua que fue la trinchera desde donde disparó contra la Tiquicia amurallada de prejuicios machistas, misóginos, homófobos y demás linduras, con altas tapias de realismo literario encorsetado en crítica social y política, seco de estrellas, monstruos y sombras intergalácticas; lanzó sus renovadoras palabras e imágenes, aturdidoras y desquiciantes, como han hecho pocos de su generación letrada, la mía, la que quién sabe si existe o si es un fantasma académico inventado por crípticos críticos cítricos, e incluso de todas las generaciones pasadas. Un antes y un después.
Un oso polar bueno y desquiciado que caminó entre la gruta y el arcoiris, siguiendo el sendero de pastorcillos y faunos gay, el rastro turbio de ángeles para suicidas, en busca del más violento paraíso, uno en el que cupieran Bizancio y San José y el Necronomicón de Lovecraft y las concherías de Aquileo (mercando carne y leña) y las naves y las drogas y las visiones de Philip K. Dick y el tránsito de sangre y tinta y tequila de Eunice Odio y el lenguaje laberíntico y drogado de William Burroughs.
Un oso polo y polar que dejó la nieve verde de su pequeño trópico para establecerse en una California incendiada por llamas trúmpicas para las que no existe el calentamiento global y el covid es apenas una gripilla bolsonárica, un fuego racista a la caza de árboles negros y latinos, o de árbolas (¿por qué no, Eunice?) de cualquier color y procedencia, y así, entre el humo tierno del averno gringo y una temporada en el infierno de su querido Rimbaud, recordar que, pese a Bagdad, Cthulhu y la estrella de Sirio, había un ombligo simbólico en Tibás de los Murciélagos (nuestra pequeña cuna en común, simbólica, no histórica), en los cafetales hoy urbanizados y en los riachuelos secos o entubados, donde el oso jugara de osezno eones antes de su desaparición.
Un oso escriba de cuentos del caos, de novelas caóticas con álefs y fractales, de versos satánicos escritos con semen de ángel y sangre menstrual de bruja escazuceña. Un oso risueño con un talento tan grande como su corazón y al que hoy digo adiós, hasta luego, hasta pronto, sayonara, hasta la vista baby bear, y del que leemos en nuestro ruidoso silencio páginas sueltas de su imaginación impresa, para recordarlo, para sentir su abrazote lingüístico único en medio de la aldea mundial del realismo bienpensante y sentimental con su muralla compañera de fantasía infantiloide.
Buen viaje, Alex Obando, Oso Mayor de la Galaxia del Caos. Salve, Hierofante de la Negra Fantasía, los que estamos muriendo/escribiendo te saludamos. Después de todo, parafraseando al visionario oscuro de Providence: «No está muerto lo que puede yacer eternamente [como tus cuentos, como tu violenta novela sin paraíso, como tus poemas]; y con el paso de los extraños eones, incluso el Oso Polar puede revivir»
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]]>La entrada Qué gran materia prima para mi próximo libro se publicó primero en Uruk Editores.
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]]>La entrada Crónica de la rata que da cuerda al apocalipsis (Cuarta parte) se publicó primero en Uruk Editores.
]]>“Cristo regresa por segunda vez a la Tierra. Quemen. Allanen. Que no quede una sola piedra del antiguo tiempo. Que no quede una sola plaga del pasado. Que el nuevo tiempo nos encuentre desnudos sobre una tierra yerma. Amén”.
Carlos Fuentes, Terra Nostra.
Dije a mi prima que todo saldría bien, pero era falso. Supe desde el comienzo que el asunto acabaría mal, lo comenté después con mi hermana Nene. El diálogo con la prima había sido escueto. Cierto que la escuché afónica y dijo tener las glándulas inflamadas, pero en la inflexión de su voz hubo hermetismo más que miedo u otra cosa. Del hermetismo cuya raíz se entronca en la conmoción lindante con la vergüenza y sentimiento de culpa. Pacientes de COVID solían percibir rechazo. Yace en los genes. De los animales que viven en manada se sabe la propensión a apartar a congéneres enfermos. El depredador ubica el punto débil del grupo, la cebra que renquea y se lanza por ella, la cual es escudo para las cebras sanas e imán de la desgracia al mismo tiempo. El destino de un individuo está ligado biológicamente al de los demás.
El farmacéutico de Sucre de la Avenida Segunda me saca de mis cavilaciones con un gesto de su mano. Retrocede hacia el otro lado de la vitrina y dice póngase la mascarilla y agarre una ficha.
Hurgo en las bolsas de mi salveque hasta que la encuentro, me la coloco y pregunta en qué le ayudo.
Quiero chequearme la presión, respondo.
Amanecí con mareos y un palpitante dolor en las sienes.
Se dirige a la bodega, separada del resto de la farmacia por una cortina azul estampada con loguitos de Pfizer y vuelve con el tensiómetro, sus manos enfundadas en guantes de látex color azul.
En el trayecto bromea con la cajera, que cuenta billetes y sin alzar la vista responde divertida, ay doc, sos un caso, lame su pulgar y vuelve a lo suyo.
Me invita a tomar asiento en la silla de mimbre frente a la ventana y hace bajar sobre su rostro la hoja de la careta plástica. Caballero ―reparo en su acento venezolano―, coloque el brazalete alrededor del bíceps. Siento el apremio creciente en torno a mi brazo, nuestras miradas permanecen en suspenso, retiradas al embeleso de algún punto neutro, la mía con la mansedumbre del paciente que aguarda el veredicto de la autoridad rotunda, la del farmacéutico con la displicencia del lacayo que notifica la ordenanza de su señor. Lo noto pálido, dice y en mi imaginación luzco como la muñeca Anabel encaramada en la silla de mimbre.
Al otro lado de la ventana hay una señora vendiendo aguacates que exhibe en la acera sobre un cartón de huevos, entre todos los aguacates hay uno partido a la mitad, revelando impúdicamente su carnosidad amarilla. La cajera acomoda frascos de gel alcohol en el exhibidor de las promociones (pague 3, lleve 4).
Pffué, la andás volando, dice el venezolano. Recomienda duplicar la dosis de Ibersartán de hoy y consultar a mi doctor ―que soy yo, pues ahora me automedico.
Quiere chequearse el azúcar, pregunta, viene en combo. Me consulta si desayuné y digo que una galleta Soda y punza la yema de mi anular y la gota de sangre sobre la banda del aparatito se degrada paulatinamente desde un tono “carménere” hasta “pinot noir”.
No es concluyente, responde, pero está alta; poquita pero altita, caballero.
Al momento de pagar, la cajera alaba mi mascarilla de Pikachu que adquirí de urgencia porque al subir al TUASA en Alajuela olvidé dónde dejé la otra. Pido una caja de Viagra y con la confianza de quien ya conoce las intimidades fisiológicas de uno, el farmacéutico pela los ojos, cuidado, compañero, dice, no se lo recomiendo, consulte a su médico.
De todos modos las llevo y también una promo de gel alcohol con que rociaré el aguacate que voy a comer al almuerzo.
Amor, mascarillas de Joker, caretitas de Iron man.
No, gracias.
La ciudad de San José posee una lindura visceral. De ello me volví consciente con el paso de los años o quizá yo mismo me he vuelto visceral o es algo que le ocurre a todo el mundo conforme avanza la edad. Digo de la visceralidad como un estado mental en que se aprecia a los elementos en su forma desnuda, prescindiendo de la historia o cualquier otra lógica con que juzgamos la caótica naturaleza de las cosas. El josefino que huye de vacaciones hacia la costa se planta en su silla playera o sobre un cerro y por un momento tiene la ilusión de que el desconcierto queda atrás. Suprime de su mente o ignora que este reina bajo las olas que lengüetean sus pies en la arena o en el subsuelo de los verdes paisajes y suspira de nostalgia por lo que cree animalidad perdida, como aquel King Kong de la última versión en que el monumental simio, con mirada melancólica replicada en la de una beatífica Naomi Watts, que lo mira a él, observa embebido la imagen de la jungla de un extenso valle a sus pies.
Desde antes de la pandemia solía atravesar a pie el centro de San José, desde la Merced hasta mi consultorio, procurándome un poco de ejercicio. Lo hacía siguiendo el mismo trayecto todos los días, evitando la que yo llamaba “ruta de la mierda”. Por el aumento de la indigencia, algunas áreas se convirtieron en letrinas a cielo abierto. En aquella ruta distinguía “zonas calientes”, la primera ubicada al costado este de la cuadra de TUASA. En el semáforo de la esquina sureste me cambiaba de acera porque en una ocasión, frente a almacenes Gollo, me paré en una mierda y ahí mismo dejé los zapatos y compré unas Crocks de imitación en un puesto diagonal, para seguir en taxi. Otra zona caliente se hallaba frente al BCR, donde cada mañana una cuadrilla de señoras de gabacha azul, armadas con escobones, echaban cloro y agua con manguera; el olor del cloro y los excrementos se liaban en uno solo. Al principio, las señoras azules eran muy delicadas ante el paso de los transeúntes y se detenían, luego fregaban como automatizadas y una vez una de ellas, sin alzar a verme, escobón en mano me dijo “cambie de acera, vida, esto pringa”.
El paso por el BCR traía a mi cabeza una anécdota de cuando Bancrédito cerró definitivamente. Caminaba yo frente a la antigua agencia ubicada al costado sur del Parque Central. En ese instante, unos empleados de Neon Nieto retiraban el rótulo de la sucursal y lo trepaban en un camión con una pequeña grúa. Tomé una foto. Lo hice no por consciencia histórica o porque me sintiera testigo de la culminación de una debacle, como si fotografiase, digamos, el roído cadáver de un elefante en un montazal, apestado de moscas y zopilotes, sino por la porción de tono azul, diferente al del resto de la fachada, que emergió tras el espacio que ocupaba el rótulo desinstalado. En esa franja, de azul más oscuro, se agazapaba la época de bonanza. He ahí la razón por la cual capturé la imagen, por el espacio azul. Bernardo Corrales, amigo poeta, me llamó cursi cuando comenté que similares espacios se descubren de tiempo en tiempo en nuestra memoria. En la imagen, él aparece de espaldas entre los pasantes, con una camisa turquesa y un salveque negro. Envié la foto a un amigo de La Nación, de Economía, quien se encontraba dando cobertura al suceso y me pidió autorización para publicarla. La foto se puede ver en ediciones del periódico del 17 de diciembre de 2019 y 8 de julio de 2020.
Al poeta lo conocí hacía más de veinte años, en la cuadrilla de limpieza de Mcdonald’s a la que me incorporé después de dejar la Soda frente al Hospital Calderón. Era un trabajo para hacer durante las madrugadas, cuando los restaurantes cerraban y me daba tiempo de dormir de cuatro a cinco horas antes de irme a la U. Desengrasábamos las parrillas con agua a presión y un detergente especial, pero cuando de este no había el protocolo sugería Coca Cola. Para las tuberías usábamos removedor de pintura.
En la capacitación nos hablaban de la “Filosofía McDonald’s”. Uno de sus axiomas decía que, en el negocio de restaurantes, regla de oro es que jamás se debe contradecir a una persona que hace fila por su comida, pues el hambre vuelve a las personas irascibles, frustrado su anhelo de satisfacer, con inmediatez, su más elemental necesidad. Nunca objetar a una persona movida por aquel impulso vital. Salíamos el poeta y yo de nuestros respectivos centros de estudio, hambrientos y sin dinero. Éramos dos “estudiambres” haciendo nuestro trabajo en medio de olor a pollo frito, cuyas piezas los otros empleados, algunos también con hambre, contaban escrupulosamente pues debían ajustarse al inventario antes de ser enviadas a la basura, al no cumplir con el standard de calidad de la “Filosofía Mac”.
Una vez, en el restaurante de la Tropicana, en Alajuela, un ingenuo novato comió delante de sus compañeros un pastel de “manzana” que a la hora del cierre sobraba en inventario.
Nombres, yo me lo como, dijo. Lo extrajo de la cajita y le pegó el ñangazo. Una de las cajeras ―esto sonará exagerado para quienes nunca estuvieron familiarizados con la Filosofía Mac―, se llevó las manos a la cara al percatarse del asunto. Esa noche se hallaba presente un grupo de inspectores de control de calidad, en etapa de inducción. Seguían al jefe de un lado a otro como patitos a su madre y ahí mismo uno de ellos se acercó al principiante y preguntó, amigo, se puede saber qué está haciendo. El otro devolvió lo masticado en la palma de la mano y dijo perdón, no sabía. El poeta y yo mirábamos la escena de lejos, a la expectativa como el jefe ante el accionar de su pupilo. No hubo drama ni mucho menos, el muchacho clavó la mirada en el piso, avergonzado, al tiempo que oía versículos de la Filosofía Mac recitados de memoria por mamá pata, que al final dijo mañana no venga, pase por la carta, cuac, cuac y volvió a su faena.
Hay que hacer algo, hijueputa, me dijo el poeta mientras recogíamos bolsas de basura a las dos de la mañana. Trabajar aquí es humillante. Nuestros uniformes no tienen bolsas porque asumen que vamos a robarles, porque somos la “raza comelona”, porque ganamos lo necesario para comer y ya. El puto problema, dijo, es que el poder lo ostentan los pipis. ¿Oís? Nos gobierna puro pipi: Calderón: pipi, Chema: pipi ―los dos anteriores, hijos de pipis―, Miguel Ángel pipísimo y así siempre, si revisás hacia atrás en la historia. El presidente es un pipi, rodeado de pipis. Quienes toman las decisiones económicas jamás se apearon de la buseta ni de los lujosos vehículos de sus padres que los llevaron ida y vuelta a sus exclusivos colegios, nunca caminaron por el centro de San José, luego cursaron estudios universitarios en USA o Europa de donde regresaron para aplicar su fórmula aprendida, su dogma, a una realidad de la que no tienen puta idea.
No sé si estas fueron las palabras exactas del poeta o estoy confundiéndolas con las que alguna vez dijera Beto Cañas acerca del pipi Kevin Casas.
Levantó su puño, el poeta. Poné atención: bolsa con un nudo: basura; bolsa con dos nudos: moncha que vamos a “rescatar”…
Ahora lo que me saca de mis divagaciones es tufo de excrementos y carne quemada reverberando en la parte frontal de mi mascarilla de Pikachu. En mis alveolos mueren los sentidos y soy un molusco confiado en la piel que lo circunscribe del entorno y del que es mera consecuencia: el pensamiento científico es asperger, el filosófico esquizoide.
Al costado norte del Parque Central, en el lugar donde Tango solía hacer series con una bola de tenis, en una banca hay un hombre leyendo la Biblia. Cuelga una de las perneras de su pantalón, echa un nudo a la altura de la inexistente rodilla. Lo vi semanas atrás, con sus dos piernas aún, tendido de panza en la acera ante su Biblia abierta. Tomaba notas en un cuaderno de resortes. El objetivo de Teseo no es matar al Minotauro, sino salir del laberinto, leo en un grafiti sobre una cortina de acero del Melico. Los grafitis fueron emborronando edificios, aceras y calles. Una epidemia de caligrafías. “Renuncie Charlinflas”, “Hambre”, “Ahora declaro el fin de la clase media”, se leía en una nube de diálogo saliendo de la cabeza, cerebro expuesto, de Ottón Solís. Diagonal a la estatua de Juan Pablo II, un grupo de hombres cocina en el fuego que se alza de un estañón. Una carajilla yace de cuclillas a la par de ellos, la cabeza metida entre sus rodillas. A unos metros, junto al quiosco del Parque Central, del monumento al barrendero solo queda un insólito par de piernas que aún sobrecoge a quienes por ahí se aventuran durante las noches cada vez más largas y oscuras, vueltas la manifiesta alegoría de los miedos que desde siempre suscitó, refugio de todos los horrores concebibles por la fantasía y que desciende como una bruma sobre seres que la reciben con indiferencia de criaturas abisales y no necesitan luz ni ojos para atestiguar sus calamidades. Olvidaron el significado de la palabra tiniebla.
En el parque ya no deambulan palomas y las supervivientes, atontadas por el hambre se precipitan desde la fachada de la Catedral revestida por una pátina de moho y musgo, en el suelo son esperadas y aleteando recogidas como tentadores racimos, para ser echadas al fuego de los improvisados anafes de los alrededores. Aquella pátina respira y se reproduce sin control en todas las edificaciones aledañas. En las más altas, los ventanales no existen o están quebrados. Los primeros en ser clausurados fueron los edificios de los Bancos Nacional y Popular, por el motivo de que la gente los usaba para lanzarse. Cada ventana rota cuenta al menos una de esas historias. Algunos lo hicieron desde la parte alta de la Catedral, pero no siempre lograban su objetivo y entre quejidos agonizaban durante días sin poder moverse, los cínicos calcularon aterrizar en las puntas de la verja, desmantelada luego como todo lo metálico o sintético de la ciudad en procura de sacarles insospechado provecho y San José tomó el aire de piedra mohosa, de las que yacen al pie de ruinas, encallada en la nostalgia de villa olvidada, aborto de ciudad en ciernes donde la estructura del “edificio más feo del mundo”, el que albergaría la Asamblea Legislativa, sobresale como obelisco, epítome de lo malogrado. Desde su azotea lanzaron a Joe Quimby, su roja corbata ululando en el descenso de su cuerpo decapitado hacia la turba enfurecida, armada con machetes y palos y luciendo tapabocas del Joker, aunque muchos decían que esto provenía del imaginario popular y ni siquiera portaban mascarillas, clamaban consignas como posesos y luego cánticos con serenidad que recordaba los hechos alrededor de crepitantes hogueras.
Sobre la fachada del “obelisco”, con una depuración en el trazo que no podía ser obra sino de un artista consumado, habían pintado la silueta, en negro, cuarenta metros de alto, de una rata.
El iris de gato vigilaba a lo largo de ciento noventa y nueve kilómetros en el cielo.
“Al igual que un virus necesita de un cuerpo/ como los tejidos blandos se alimentan de sangre/ un día te encontraré… Como un hongo en el tronco de un árbol/ toco tu piel, y estoy dentro… La combinación perfecta…/ me adapto, contagiosa/ te abres, dices bienvenida… Como una flama que busca explosivos/ como la pólvora necesita una guerra/ me agasajo dentro de ti/ eres mi anfitrión… Como un virus, paciente cazador/ estoy esperando por ti…”
Un delgado hilo de humo oscila frente a mis ojos como la cola de un gato y desaparece en el aire de la habitación a media luz, donde flota aroma a incienso junto a la voz de Björk.
La mano tibia de la viróloga se posa sobre mi pecho. Te sentís mejor, pregunta.
Digo que no, lo que era cierto en parte pero más justificación porque no surtieron efecto mis pastillas azules.
A mi lado emerge la gata calicó. Lleva un collar isabelino. Ha perdido el extremo de su cola, tuvieron que amputársela, la parte restante luce erecta ―la palabra resuena maliciosa en mi todavía dolorida cabeza―, empinada, con el extremo rasurado y me sugiere el cable pelado de los postes que rozan la malla electrificada de los carritos chocones de las ferias. El cuello también luce rasurado, una porción de piel muy blanca con puntos de sutura donde se alojó la sonda con que fue alimentada por algunos días.
Cómo se llama, pregunto, no me lo dijiste.
Ella intenta darle un beso mientras la gata forcejea, la pone en el suelo y escapa por la puerta entreabierta.
Calicó, dice.
Calicó, pregunto.
Calicó, sin más.
Es la primera vez que te pasa lo de anoche, pregunta.
Qué pelada, digo.
No me refiero a eso. Te pusiste súper pálido y dijiste que estabas débil y necesitabas dormir.
Sabía que se refería a la posibilidad del COVID así que expuse un resumen de mi epicrisis.
Vaya al médico.
Lo voy a hacer.
Y hablaste durante toda la noche. Como si deliraras. ¿Quién demonios es Joe Quimby?
Hablo dormido, pregunté.
Pero impresionante. Empezaste a ver conmigo Parasite, pero te quedaste dormido a la mitad… Sabés, tal vez no sepa mucho de cine, pero comparto en que sí debieron darle el Óscar a Joker.
También la viste, Joker, pregunté.
Sí, la puse a todo volumen, para ver si reaccionabas.
Ella se levantó para cerrar la puerta y durante ese instante me olvidé de lo que estaba sucediendo en el mundo allá afuera. Pero entonces se me ocurrió echar un vistazo a mi teléfono y descubrí más de una decena de WhatsApp de Nene.
Continúa…
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]]>“Los pies de Andrea” es el segundo libro que publicó con Uruk Editores, ya en el 2005 había publicado “La mujer oscura del balcón”.
El libro está conformado por 21 relatos que nos transportan a momentos íntimos, ligeros y existenciales. La simpleza es destacada como cuadros sublimes si son bien observados, como lo logra la mirada aguda de Adriana.
Con un lenguaje poético Adriana Hidalgo nos llena de imágenes que nos trasladan desde la nostálgica infancia de la mano de nuestra madre, hasta el primer amor, la búsqueda de la pacífica existencia y encuentros eróticos. Según se avanza en su lectura, se avanza en los sentires, dudas y experiencias de la vida misma.
Sus relatos giran en torno a los detalles y son esos tan minúsculos e íntimos que nos calan y se convierten en nuestros. Las pulseras resonantes que nos dibuja en la mente el “Uno de mayo” nos cubre de inocencia, para luego, páginas más adelante convertirnos en cómplices de un aquelarre, en «La reunión». Es la radiografía de la vida erótica, convulsa, existencialista, en fin, el camino de Los pies de Andrea, esos mismos que le han sostenido por años en una carrera de trotamundos.
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]]>Vivir es sobrevivir, qué duda cabe. Conforme pasan los años y el rastro propio se hace evidente con solo volver nuestra mirada atrás y seguir vivo (privilegio que no tuvo la mujer de Lot, petrificada en sal prematuramente), la estela de sangre, sudor y tinta que voy dejando brilla en la penumbra del pasado. Las cosas nunca se ven claras, y no se trata de sinceridad o de recordar bien, pues siempre hay una inescapable franja de bruma que viste lo acontecido con incertidumbre y duda. Sin embargo, que lo ambiguo esté en el centro de lo recordado, desenfocando la memoria, no significa que lo realmente vivido no esté ahí, claro que sí, envuelto en lino de momias que ni el más severo psicoanálisis logra rasgar. No es que la túnica sea inconsútil sino la propia vida, hasta que se acaba. Solo ahí es cuando se hace, con el filo de la guadaña, el corte único y final.
Escribir es sobre vivir, pero se vive de varias formas a la vez, y así podemos aislar dimensiones, temas o tópicos del continuum vital, aislarlos y hacerles un seguimiento con cierta distancia. De este modo la vida propia se vuelve un poco ajena y se torna en objeto de flexión repetida (re-flexión o yoga del recuerdo) y escritura en palimpsesto.
En estos tiempos de enfermedad (todos lo son, solo que ahora se vuelve pandémica, va más allá de nuestro cuerpo propio y accede a muchos organismos a la vez) los malabarismos del cuerpo para su sobrevivencia se vuelven objeto de interés, material de cuidado, todo para que después se pueda contar el cuento. Con mi sexagenato inaugurado (con cada vez menos sex y sí más age) y una larga cola pisada muchas veces a mis espaldas, sigo las huellas de mi enfermedad. Dejo de lado las individuales y, dado el espíritu pandémico del momento, observo los exabruptos colectivos, esto es, los colores de la plaga, que suelen privilegiar el negro y el rojo. El negro es obvio en tanto muerte turbia, esputo y disolución; el rojo por la sangre, que es vida derramada cuando se sale de las venas establecidas.
La literatura lo sabe bien y por eso la peste es negra, como en el Decamerón de Boccaccio, cuando invita a la narración múltiple para espantar al miedo, o roja, como en La máscara de la muerte roja de E.A. Poe o en La peste escarlata de Jack London. El cine siguió esta convención, como se aprecia en El séptimo sello de Bergman, donde la muerte viste de negro (y no solo porque el filme sea en blanco y negro) o, si nos vamos al registro más popular del cine de Roger Corman, en su adaptación del cuento mencionado de Poe, la muerte viste de rojo y hasta refuerza su simbólico color entregando, en una hermosa escena, una rosa blanca a una campesina (la primera que morirá por la peste), flor que de inmediato se tiñe de rojo.
Dejemos de lado la etapa infantil, con sus variaciones vacunables (la polio, el sarampión y demás), y lleguemos, llego, a la adultez asediada, a mis floridos veinte años, que tuvieron su peste, no roja, no negra, sino simplemente rosada, el sida, que por entonces no se había naturalizado en esta corta palabra sino que, pomposa, administrativa, era S.I.D.A. (Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida), y que iba acompañada de otras siglas, acrónimos y abracadabras (V.I.H., A.Z.T., etc.), dejando en su trayecto un melancólico paisaje con tumbas pintadas en rosa.
Fue esa una muerte colectiva pero solo para ciertos segmentos poblacionales, como homosexuales, heroinómanos y hemofílicos. Sangre y semen fueron sus fluidos preferidos y quizá por esto, por esa mezcla de rojo y blanco, es que salió rosada. Fue una peste sin compasión, no solo de parte del virus (que después de todo es neutral), sino del resto de la población, que apoyada en el miedo y la religión, actuó con diabólica discriminación, o, como diría la Biblia, como un río seco de piedad.
Hacia los enfermos hubo rechazo, asco, con pseudojustificaciones de su condición enfermiza (castigo divino, degradación moral y otros). Su pertenencia a minorías sexuales o culturales mal vistas facilitó la represión, desde el estado (gobierno, policía, aparato de salud, etc.) hasta la familia y los simples amigos. En los inicios, cuando se creía que la enfermedad era solo de unos pocos y no de todos, los únicos contagiados mirados con cierta compasión fueron las mujeres contagiadas por sus maridos bisexuales, más si estaban embarazadas. Toda esta situación inicial de la epidemia del sida tardó bastante, por lo menos una década, en generar una percepción del público más neutral y con medidas antidiscriminatorias (aunque no ha desaparecido del todo). Yo, que pertenecía a la población vulnerable, conocí en carne viva el látigo social de la peste.
Si bien el sida fue considerado epidemia, al estar circunscrito en teoría a ciertos grupos sociales con patrones de conducta específicos, no generó un terror generalizado, pues algunas medidas preventivas como castidad, responsabilidad sexual, uso del condón, no compartir jeringas y otras, ayudaban a su control. Que la transmisión fuera sexual o sanguínea ayudaba a que muchos se sintieran seguros si no había contacto de fluidos corporales.
Esto fue en los años ochenta y noventa del siglo pasado. Una enfermedad nueva y mortal que cambiaba el patrón conductual de las sociedades, sobre todo en el aspecto sexual, tras un periodo de liberación de las costumbres. Se suponía que como consecuencia se reinstalaría el conservadurismo erótico y, sí, algo de esto hubo al principio, pero luego siguió otra vez la fiesta de la vida. Esta fue mi primera experiencia de peste.
La siguiente vivencia personal de este tipo fue entre el 2009 y el 2010, con el surgimiento de la pandemia de gripe A (H1N1), a veces llamada gripe porcina, de la cual México fue epicentro, y que, a diferencia de la del sida, tuvo una difusión generalizada, no restringida a sectores específicos. Ahí conocí las medidas de prevención que hoy renacen con el coronavirus (la tercera peste), como el lavado continuo de manos, el no tocarse con las manos boca, nariz u ojos, estornudar con pañuelo o con el codo plegado, cual Batman con su capa o gladiador con su escudo, el uso de mascarillas o el evitar los contactos físicos con las personas.
Cuando hoy, diez años después de la gripe porcina, adviene el covid 19, estas medidas que, para muchos parecen nuevas, para mí son simplemente recordadas y puestas en práctica otra vez. El relativo confinamiento, el detenimiento o ralentización de las actividades sociales, esto también ya lo viví. Y, otra vez, formo parte de los segmentos vulnerables, con la diferencia de que, durante los años del sida, la vida estaba adelante, era sendero todavía por recorrer; hoy, la mayor parte del camino ya se ha andado, por lo que la perspectiva vital es otra: si ocurriera lo fatal (para ponernos dariano) pues ya lo bailado nadie me lo quita.
Sí me llama la atención cómo entre la primera y la tercera peste, entre el sida y el covid, se ha producido una mayor secularización social, pues el factor religioso y moral, tan fuerte en la primera, ha jugado un papel más bien secundario en la actual peste. Aquí, claro, influye el hecho de que el coronavirus puede llegar a cualquiera y no se dirige solo a unos cuantos. Al mismo tiempo que lo religioso se ha quedado más bien en la retaguardia, el discurso científico ha estado al frente queriendo dirigir las estrategias de acción, pese a los roces constantes con el ámbito político, tal como se ha visto en países como China, Estados Unidos o Brasil, donde sus gobernantes han buscado el modo de imponerse a los científicos.
Tal vez por esta secularización de la peste es que no se han buscado chivos expiatorios, como con el sida. Ha habido en este sentido mayor solidaridad con los grupos vulnerables, sobre todo con los de edad avanzada, así como con el personal médico que atiende a los enfermos. Por supuesto no han faltado aquí y allá algunas muestras de intolerancia (ataques a médicos y enfermeras, rociamiento de cloro en cuerpo y ropa, negación de servicios, etc.), pero pronto otra parte de la población ha mostrado su rechazo a tales acciones y ha buscado compensar tales descalabros.
Si bien durante el sida de los primeros años las metáforas religiosas dominaban el ambiente y acrecentaban el terror y hoy la ciencia ha logrado desplazar en cierta medida ese tipo de actitudes, también me llama la atención cómo, en estos tiempos posmodernos en que la guerra comercial pareciera sustituir a la bélica, las metáforas del covid se han ido por el lado militar: se habla de lucha, de guerra, del “enemigo invisible”, del combate, de la “línea de fuego”, incluso de “héroes” para referirse al personal médico que cumple con su deber. En el juego de neologismos surgidos, aparece el “confinamiento”, que en su acepción del Diccionario de la Lengua Española, como bien lo ha señalado en un artículo Vargas Llosa, confinar y confinamiento no significan simplemente encierro o aislamiento, este es un giro semántico nuevo gracias a la crisis del covid, sino que tiene en sentido estricto una carga política y militar: es una “pena por la que se obliga al condenado a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto de su domicilio”, que no es el caso hoy, cuando decimos estar confinados en nuestra propia casa. Este predominio de metáforas militares y políticas en la crisis actual es otra muestra del desplazamiento relativo de lo religioso por lo secular.
Lo cierto es que, pese a tales usos, el covid no significa una guerra sino más bien una catástrofe natural (como un terremoto, una erupción volcánica o una inundación: ni el movimiento de placas, ni el volcán ni el agua son vistos como “enemigos”). Dejemos de lado hasta nuevo aviso la paranoia de los conspiracionistas, de izquierda o de derecha, desde algunos ecologistas hasta Donald Trump, buscando en los laboratorios chinos o estadounidenses el origen del nuevo virus. De hecho, estamos en un lugar retórico opuesto al de la guerra, porque en esta se mata, y ante el covid de lo que se trata es de salvar vidas, de cuidar a los enfermos. Solo metafóricamente el coronavirus es un “monstruo”, un “maldito enemigo”; de manera más real es un agente infeccioso que busca su reproducción en su medio, de forma parecida a como nosotros, los humanos, crecemos y nos propagamos en el planeta y lo llevamos a su aniquilación. En esto no hay maldad ni alevosía (bueno, quizá un poquito en nosotros), pero el coronabicho es inocente, aunque mate, como inocente es el rayo que cae y fulmina al caminante o el león que salta sobre la gacela.
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]]>1
El lunes dos de marzo, cuando salí de Ecuador, había un solo caso confirmado de coronavirus en Guayaquil. En ese momento sólo había dos países con pruebas positivas en toda Sudamérica: Brasil y Ecuador. Cada uno tenía una persona enferma. En Nueva Orleans, a donde iba, no había un solo caso, aunque había varios en Nueva York y Seattle; pero Nueva York y Seattle quedaban a miles de kilómetros, a una estratósfera de distancia. Antes de salir de Ecuador había leído un largo reportaje sobre cómo se transmitía el Covid-19, no decía nada sobre su crecimiento exponencial. No se me ocurrió cancelar el viaje. En las cuatro horas de espera en Panamá me lavé las manos tres veces y, cada vez que toqué algo, me puse gel desinfectante en las manos. No había más de una docena de personas caminando con mascarillas, pero oí demasiadas toses a mi alrededor. Cuando identificaba al que tosía y veía que no se había cubierto la boca, cambiaba de asiento. Nadie tomaba temperaturas, los empleados de las aerolíneas no llevaban guantes ni se protegían, los pasajeros se amontonaban. A ese aeropuerto llegaban miles de personas de todo el mundo para hacer trasbordo de aviones. Nadie seguía un protocolo. Hasta en Ecuador comenzaban a tomar la temperatura a la gente que llegaba de vuelos provenientes de Europa. No sabía que Panamá sólo me estaba preparando. Cuando el avión aterrizó en Nueva Orleans y pasé por aduana, sola una de las personas que sellaba la entrada llevaba mascarilla. Para entrar a Estados Unidos hay que registrar la huella dactilar en el control de migración. Un procedimiento que se universalizó después del 11 de septiembre. En una caja negra, con fondo de vidrio cruzado por luz de neón verde, se colocan el índice, dedo medio y el anular y, al final, el pulgar; luego se toma una foto del rostro antes de sellar el documento. Mientras la línea para pasar el control se acortaba veía cuánta gente tosía en sus manos y luego colocaba sus dedos sobre la pequeña pantalla y luego los retiraban, sin que nadie desinfectara el cristal. Puse mis dedos, me sellaron el pasaporte y camino al taxi me embadurné las manos de gel. Tal vez el artículo me había disparado los nervios. Si en Estados Unidos no sonaban alarmas, tal vez me debía relajar. Al día siguiente fui al trabajo, saludé con beso a la gente que no había visto en tres meses y sólo una se alejó torpemente, y me hizo pensar que no debí besarlos. Pensé en las miles de personas que pasaron por el aeropuerto de Panamá, pensé en que nadie sabía con absoluta certeza por cuánto tiempo permanecía el virus en las superficies y, también pensé, que debía dejar de dar besos. Pero ese día y el siguiente y el siguiente, dentro de la universidad, en las calles de la ciudad, en los bares y restaurantes, era business as usual. Un festival de música de instrumentos de viento llenó el Louis Armstrong Park, un bar irlandés en Bourbon realizó un prequel del desfile de San Patricio —uno de los más grandes después de Mardi Gras— que atraía a miles de turistas todos los años y que se llevaría a cabo el siguiente fin de semana. También se acercaban las vacaciones de primavera de las universidades y la primera avanzada de estudiantes llegaba para mezclarse con la avalancha ya existente en los bares del French Quarter. Lo único que sonaba fuera de lo usual en la ciudad y en todo el país era la falta de papel higiénico en los supermercados.
2
La gente comentaba lo del papel riéndose, pero también para preguntar si sabías dónde lo seguían vendiendo. Había dos rollos donde me quedaba, así que pensé en Freud. Recordé su recuento sobre el viciado regalo del diablo: el dinero que repartía terminaba por convertirse en excremento a su partida. Freud utilizaba el relato para ejemplificar la asociación entre la ansiedad del estado anal por las heces con la ansiedad que produce el dinero. En su lectura sicoanalítica el dinero equivalía a mierda. Visto así, Estados Unidos se preparaba para una colitis bursátil monumental a escala de la nación y por eso acaparaba el papel. En la tienda del barrio el paquete subió de $0.99 a $11.80 esa semana. El sistema seguía funcionando, sacando ventaja de la situación. Business as usual. Aunque los noticieros comenzaban a cambiar su discurso y las cifras de contagiados a nivel nacional ya tomaban los titulares de los periódicos, la fiesta en la calle no paraba. El domingo 8 de marzo desayuné con unos amigos en un restaurante, todas las mesas estaban llenas; el miércoles 11 almorcé con una amiga, hacía calor y busqué un lugar al aire libre (me convencí que lo hacía por la temperatura y no porque no quería estar en un sitio cerrado, luchaba contra la ansiedad que me producía lo que leía en los periódicos en la mañana y lo que veía en las calles por la noche. Ya había un caso en Luisiana), esa noche recibí cinco mensajes alarmados de amigos preguntándome por mi salud y la de mi familia; respondí diciéndoles que estaba bien y en Nueva Orleans; me respondieron minutos después preguntándome cuándo me iba; mi respuesta fue que me quedaba dos meses y, entonces, uno me dijo que no me quería alarmar, pero quería saber si había visto las cifras de Nueva Orleans. No le respondí porque cuando alguien dice eso, es porque te quiere alarmar. Busqué las cifras, era la ciudad con índice más alto de crecimiento de casos de Covid-19 en el mundo. Después busqué noticias del Ecuador. Llevaba un año sin Facebook y había borrado todas mis aplicaciones de prensa ecuatoriana, no quería estar pendiente de las noticias mientras estaba fuera. Había un link al video de la alcalde de Guayaquil impidiendo, con carros del municipio cruzando la pista del aeropuerto, el aterrizaje de un vuelo humanitario que venía a recoger a ciudadanos españoles varados en Ecuador. Y luego recuentos del toque de queda, aunado al cierre de funerarias por miedo al contagio, sumado a la falta de preparación del sistema de salud público, los enfermos rebosando los pasillos de hospitales, y los cadáveres en las calles. La morgue colapsada. Comencé a escribir a amigos y me llegaron videos y más videos de lo que ocurría en Guayaquil. Apenas dormí esa noche. Cuando me subí al tranvía al día siguiente fui muy consciente de lo que tocaba, el recipiente de mi gel antibacterial estaba casi vacío (imposible de reponer porque ya no se conseguía en farmacias o almacenes), y miré horrorizada cómo subían familias enteras que dejaban que los niños tocaran los asientos y los postes metálicos mientras se manoseaban la cara. Me senté cerca de una ventana y miré cómo la gente se rascaba las orejas, metía sus dedos en los ojos, se rozaba los labios, apretaba sus fosas nasales. Bajé en mi parada, otra vez a la normalidad: un grupo de gente caminaba por Audobon Park, estudiantes en bicicletas llegaban a clases, el banco estaba abierto, la cafetería llena, la temperatura era de 28 grados. Pregunté en la oficina si habían visto el índice de casos en Nueva Orleans, nadie me prestó atención. No insistí. Pensé que era una estúpida por hacer preguntas a las que nadie quería responder. Esa tarde comenzaron los rumores de que la universidad cerraría. Dos otras universidades ya habían pasado a la enseñanza en línea en los estados de la costa este. Esa noche había quedado con una amiga en un restaurante, las mesas estaban bastante separadas las unas de las otras, pero todas estaban llenas. La conversación fue buena y no rondó en torno al coronavirus y lo agradecí, cuando terminamos mi mente estaba lejos de las falanges de mis vecinos y sus rostros, de los videos de Ecuador, de las cifras de Luisiana. Me estaba quedando en el French Quarter y decidí caminar a casa. Me alejé de las calles con más negocios, repletas de juerguistas a esa hora, no por miedo a las multitudes sino por grima hacia el comportamiento de las multitudes ebrias (o eso me dije). Iba por Saint Phillip y Dauphine cuando me llegó un mensaje al celular. Una amiga me preguntó si había visto el mensaje de la NBA, que cerraban la temporada a partir de esa noche. Respondí con mayúsculas que no. Seguí caminando, me mandó un link. Cuando lo abrí, tropecé, se había acabado la vereda. Un jugador había dado positivo; el pitazo inicial del partido del Utah Jazz contra los Oklahoma Thunders se demoró y luego de unos minutos, se canceló el juego y se dio la noticia. Pitaron, esta vez a mi costado. Un carro avanzaba hacia mí; cuando alcé la vista, paró. Ni siquiera me abochorné. No guardé el teléfono, ni pedí disculpas, sólo levanté la mano y seguí leyendo. Cuando terminé el artículo supe que ya no sería más business as usual. Sentí una mezcla de ansiedad y euforia. Los frenos de la maquinaria comenzaban a chirriar.
3
Las imágenes de Ecuador eran terroríficas, pero no me paralicé porque seguía trabajando, las noticias llegaban como olas y no sólo venían de Ecuador: si cerraban la universidad no sabía qué pasaría con mi visa, ya me había llegado un mensaje de Avianca diciendo que cerraban operaciones hasta mayo, ¿cómo iba a adelantar mi vuelo de regreso si no había aviones? Las proyecciones en Nueva Orleans decían que no habría suficientes camas en las salas de cuidados intensivos de los hospitales, ni respiradores. ICE seguía haciendo redadas buscando indocumentados, el presidente decía cualquier cosa, el gobernador de California había ordenado que los negocios cerraran y que la gente no saliera de su casa. No podía imaginar que eso pasara en Nueva Orleans, hasta que llegó la noticia del cierre de la NBA. El básquet esta en el ADN de mi familia. Tengo un tío que mide más de dos metros que fue una leyenda en el Quito de su juventud, mis hermanos han sido seleccionados nacionales, provinciales, campeones colegiales, estrellas de sus equipos. Yo jugué profesionalmente. Nos comunicamos a través del básquet, socializamos cuando hay partidos, nos demostramos cariño cuando lanzamos al aro. De niños vivimos en Nueva York cuando los NY Knicks eran campeones. Mis hermanos aprendieron a jugar viendo los partidos de la NBA en la televisión cuando jugaba Clyde, Dr. J, Earl the Pearl, Karim y Wilt Chamberlain. Cuando volvimos a Ecuador llevaron casetes de Betamax de algunos de esos partidos, cuando la liga profesional de Estados Unidos aún no había hecho su apuesta global y no transmitía fuera del país. Entonces todos los jugadores de la liga eran norteamericanos. La NBA de ahora no es la NBA de antes. Ya no es sólo un espectáculo deportivo que involucra a algunos de los mejores jugadores del mundo, es una máquina de hacer dinero con presencia mundial. El año pasado la organización estuvo valorada en ocho billones de dólares; mientras cada equipo costaba, en promedio, dos billones. Ahora se pueden ver los 277 partidos de la temporada regular y los más de 90 playoffs en todo el mundo a través de cuatro canales de cable y uno nacional. Y un cuarto de sus jugadores activos provienen de treinta y siete países. Sólo en China, en el 2012, la NBA ganó $150 millones de dólares. Los juegos de exhibición de pretemporada incluyen paradas allí y en Japón. El año pasado esos juegos de exhibición coincidieron con uno de los momentos más álgidos de las protestas en Hong Kong. El gerente general de los Houston Rockets twitteó a favor de los manifestantes y se desató una tormenta entre la NBA y el gobierno chino. Políticos de los dos partidos norteamericanos intervinieron, las pérdidas monetarias de la liga fueron millonarias y el modelo económico de la NBA se acercó al de un villano de historieta. El comisario de la NBA no pudo sacudir la percepción de que el básquet había cedido al dinero. Todos los que seguimos los partidos lo vimos. Por eso, que la liga de basquetbol profesional norteamericana haya sido la primera en cancelar sus partidos significaba mucho más que la temporada no seguiría y que no veríamos los playoffs. Significaba que un evento planetario de consecuencias aún inesperadas paraba la máquina de hacer dinero. La vida humana tomaba precedencia sobre el dinero. Algo tan obvio, que no era obvio hasta hace unas semanas. Después de la NBA, comenzaron a cerrar las grandes compañías a nivel mundial. El gobierno federal de Estados Unidos cambió poco a poco su discurso y comenzó a hablar de llegar a consensos con los demócratas en el congreso para ayudar a las grandes, medianas y pequeñas empresas y a las personas que habían quedado en el desempleo. El 12 de marzo había 19 casos en Luisiana, el 13 había 36, las universidades cerraron sus campus y la alcalde de la ciudad canceló los desfiles de San Patricio. El sábado 14 (77 casos, 1 muerto) y el domingo 15 (103 casos, 2 muertos) la gente no dejó de llenar los negocios. La calle Bourbon seguía repleta. El lunes 16 (136 casos, 3 muertos) el gobernador cerró los colegios y escuelas. Los bares y restaurantes sólo podrían vender comida para llevar. El lunes 23 con 1.172 casos y 34 muertos, se dio la orden de refugio domiciliario. Casi un mes después hay 24.584 casos y 1.405 muertos. Los negocios siguen cerrados, la orden de refugio domiciliario continúa.
4
Lo imposible ya ocurrió. El mundo paró, la maquinaria de producción y ganancia infinita se detuvo. El coronavirus no solo lo interrumpió, sino que puso en evidencia lo conectados que estamos (sólo hay que mirar los puntos en los mapas y ver cómo crecen y se multiplican). También probó, contra cualquier duda, que el sistema está corrupto y su engranaje se alimenta con la desigualdad desde hace siglos. Mientras suenan ambulancias fuera de la puerta y los únicos animales que toman las calles abandonadas de Nueva Orleans son las ratas, mientras todos estamos infectados de espera, veo hipnotizada un video: “Debt: the First 5000 Years”. Mientras las campanas de la catedral siguen tocando los domingos y distintas personas, o quizá la misma, dejan bolsas de jabón en las gradas que bajan al río, David Graeber desmonta todas las creencias que tenemos alrededor del dinero, el crédito y las deudas. Comienza por partir el mito inscrito en todos los libros de economía, que el primer método de intercambio antes del dinero fue el trueque; no, fue el crédito. Una promesa que le hace una persona a otra, “en el futuro te devolveré lo que consideres equivalente a lo que me diste”. Con cifras, análisis histórico y aseveraciones respaldadas por hechos concretos del pasado señala cómo las deudas se volvieron el último tabú, y están inscritas dentro del campo moral y religioso. Mientras la alcalde de Nueva Orleans negocia que los sin techo de la ciudad reciban tres comidas diarias y una habitación en el Hilton mientras dura la pandemia y diferentes cocinas comunitarias preparan comida para la gente que se quedó sin trabajo, sigo escuchando a Graeber: una comunidad es un grupo de gente que le debe algo a alguien, y todos saben qué es. Es una práctica común que una vez al año se sienten, calculen cuánto se deben unos a otros, se intercambie algo, y se recomience de cero. Por lo menos eran así en el medioevo en Inglaterra. En distintos momentos de la historia, desde la antigua Mesopotamia, los gobernantes han cancelado las deudas de sus gobernados. Hay muy pocos casos –en la Historia Universal—donde las rebeliones e insurrecciones no hayan estado ligadas al perdón de ellas. Para recomenzar de cero. Mirar el video es desconcertante; luego de pasar años estudiando y escribiendo un libro de 700 páginas sobre qué son las deudas y cómo funciona el dinero, Graeber puede saltar de una explicación sobre cómo en arameo —el idioma en el que se escribió la Biblia— se utiliza la misma palabra para deuda y pecado (en la traducción al español la oración dice, “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos…”, a principios del siglo XX en lugar de ofensas se decía deudas; la traducción más común al inglés dice “perdona nuestras deudas…”), a enmarcar cómo utilizamos el lenguaje financiero (sobre deudas) para hablar indistintamente de política o moral; o cómo desde La República de Platón el pago de deudas está embrollado con la idea de justicia (aunque Sócrates desmonte el argumento dentro del mismo libro). No voy a resumir todo lo que dice, también pueden dejarse hipnotizar por el video o descargar el PDF, traducido al español, que se encuentra en línea. Tal vez logren mezclar su ansiedad con euforia. A mí me pasó. Dejé de ver CNN y me dediqué a pensar en lo que dice cerca del final de la charla, “Si la democracia significa algo ahora, es que cualquiera puede tener injerencia sobre qué tipo de promesas se deben cubrir y, cuando las circunstancias cambien, cuáles se deben renegociar”. Lo dijo hace casi diez años; leído en enero hubiera sonado a una de esas cosas que dicen los académicos, que por más interesantes que sean, no tienen significancia práctica. Su libro termina proponiendo la cancelación de todas las deudas (lo enmarca dentro de la condonación de deudas a las grandes corporaciones en la crisis del 2008 en Estados Unidos) para recomenzar de cero. Algo que ha ocurrido a lo largo de la historia. Un nuevo comienzo para la humanidad. Sólo que escucharlo ahora y, en especial, por la palabra que utiliza, “Sería un evento cataclísmico que nos permitiría repensar qué es el dinero”, suena extrañamente posible. Como todo es extraño en estos días. Como el mundo detenido por un evento cataclísmico. Como la NBA volviendo a sonar a básquetbol y no a dinero.
21 de abril de 2020.
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]]>Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
C.P. Cavafis, Ítaca
La vida en sus extrañas vueltas me ha llevado a trabajar a una universidad jesuita. En agosto cumpliré ya catorce años en esa institución y no me puedo quejar. Podría decir que todos saben que soy gay, y eso no les importa. Creo que también sospechan que no soy muy religioso, pero en la historia que me cuento a mí mismo eso tampoco tiene relevancia o al menos no resulta escandaloso. Se dice que no es lo mismo ser jesuita que católico y esa paradoja me atrae. En fin, hablar de religión se ha vuelto un tema resbaloso y no era mi intención ir más allá de establecer un ancla desde la cual hablar sobre el arte de la adivinación. He dado algunas vueltas para simplemente decir que, aunque haya crecido católico y trabaje en una institución afiliada a la Iglesia católica, no soy practicante ni muy creyente. Pero sí soy creyencero. El diccionario de costarriqueñismos de Arturo Agüero Chaves define la palabra como alguien que cree en brujerías. Ese no es mi caso: lo mío no son las brujas, sino la adivinación. El gusto por esas artes corre por la sangre de mi familia. Mis abuelos paternos creían firmemente en los maleficios, las sombras y otros espantos pocos convencionales. Por años tuvieron una guía espiritual (monja para más señas) que les aseguraba que sus problemas se debían a las envidias de los demás y les aconsejaba formas de protegerse. Mi padre puso una cajita de madera encima de la puerta de nuestra casa. Nunca quiso explicarnos a los niños qué había dentro de la cajita, pero nos la ingeniamos para averiguar que en su interior reposaba una bolsita de terciopelo de contenido misterioso. Ya de adultos supimos que su propósito era la protección contra los males de ojo. Así mi padre navegó sus fracasos, su malestar por una vida que le exigía demasiado, incluyendo querer y cuidar a sus hijos. Esas creencias no impedían que mis abuelos y mi padre fueran a misa cada domingo, ni que les rezaran con igual fervor a santos oficiales de la Iglesia católica y a personajes a quienes les atribuían poderes curativos: niños muertos tras sufrir largas enfermedades con hidalguía y fe, médicos que seguían operando a los pobres desde el más allá, tonticos del pueblo cuyas limitaciones se interpretaban como pureza e inocencia… A mi madre, por el contrario, el asunto no le gustaba para nada, y solamente una vez la vi hacer algo propio de creyenceros: le puso un lazo rojo a una mata hermosísima que había en la sala. No lo hizo, sin embargo, por fe en los poderes del lazo, sino porque una visita le insistió que un mal de ojo secaría la planta y traería desgracias a la familia. Mi madre no sabía decir no a ciertas figuras de autoridad, y el lazo estuvo por años medio escondido entre el follaje, aunque a mi madre le daba mucha vergüenza cuando alguien le preguntaba por qué tal adorno en una mata tan bella, tan soberbia, tan maravillosa… una mata que no necesitaba ningún otro adorno. “Cosas mías”, respondía poniéndose colorada, “pero un día de estos lo quito”.
Crecí cada vez más alejado de cualquier práctica religiosa. La misa semanal era para mí otra imposición de mis padres. Asistía solo, esperaba junto a la puerta para salir de los primeros y mi mente divagaba y divagaba a la espera de que el rito fuera breve y no muy tedioso. En mi adolescencia, la Iglesia lanzó agresivos planes para captar muchachos de las comunidades urbanas. Mis amigos más queridos abandonaron la pereza de los sábados para meterse en la casa parroquial. Yo, mientras tanto, dormía largas siestas. Muchos años después le hice una broma a una de mis amistades sobre esas tardes de sábado. Un tanto mosqueada, mi amiga respondió: “¿Y qué querías que hiciéramos? Como vos, nosotros no teníamos plata ni nada en qué ocupar el tiempo. En la casa cural al menos estábamos seguros”.
En la universidad encontré ateos militantes, anticatólicos furiosos, y miembros de las más diversas prácticas religiosas, incluyendo algunas en las que las drogas eran la clave para trascender a niveles más altos de espiritualidad. Pero fue en los talleres de escritura donde conocí gente que estaba realmente involucrada en el arte de la adivinación. Como otras paradojas en mi vida, era también mi época de estudios universitarios en estadística, esa rama de la matemática aplicada que recoge y analiza datos. Nada podía estar más alejado de ritos como la lectura de cartas o de la bozorola que la estadística. Tendría también que incluir entre lo adivinatorio la hipnosis. Este era un tema que me atraía y asustaba desde que tenía diez años, cuando descubrí un disco de autohipnosis en la discoteca de mi tío Oldemar. Oí el disco muchas veces, pero siempre me resistí a seguir las instrucciones. El temor a caer en un sueño del cual no podría despertar era más fuerte que la tentación de dejarme ir y experimentar algo nuevo y desconocido. Todavía era la época de los tornamesas, y por supuesto solamente una parte del ejercicio hipnótico estaba en la cara A del disco. Aun me acuerdo que mi mayor miedo era que no habría nadie allí para darle la vuelta al disco, poner la cara B y, con ello, hacerme despertar. Ahora que evoco esos juegos de niño, veo dos cosas: la soledad, pues la hipnosis era un juego secreto donde no cabía otra persona, y la fascinación por acceder a algo que estaba vedado, por ingresar a un mundo desconocido a través de una llave que solamente yo llegaría a tener. La hipnosis como experiencia transformadora llegaría muchos años después, durante una larga época en la que la depresión marcó mi vida. De nuevo estaba buscando respuestas y la terapia convencional no me las proporcionaba. Esta vez sí acudí a un experto e incluso aprendí autohipnosis. Hice regresiones a supuestas vidas pasadas y tuve una experiencia de progresión en la que me veía a mí mismo en espacios vacíos, muy iluminados e incomprensibles. Y eso puede ser algo malo cuando se trata de adivinar el futuro: llegar de golpe a una realidad para la que no se está preparado y en la que ser un extraño es la nota dominante, una realidad que no podemos describir porque carecemos de las palabras adecuadas. Yo usaba la autohipnosis para explorar el origen de la agobiante sensación de fracaso y falta de sentido de la vida típicos de la depresión, y para tratar de reducir mis altos niveles de ansiedad y estrés. Lograba relajarme por unos minutos y me dejaba ir. Todo estuvo bastante bien hasta que llegué a sentir que levitaba. Dudo que algo así haya ocurrido en el mundo físico, pero en ese estado de relajación en el que el cerebro trabaja intensamente en busca de experiencias fuera de la cotidianidad inmediata las sensaciones lo son todo. Me sentía unos centímetros por encima de la cama donde me recostaba para hacer la hipnosis, luego bajaba lentamente. El juego acabó una tarde en la que ese ascender no fue tan breve ni placentero. Juraría que fue de al menos un metro y que quedé suspendido sobre mi cuerpo físico por unos largos segundos. Al volver a la conciencia estaba hiperventilando y mis músculos, aún rígidos, me dolían como si me hubiera caído.
Pocos años después trabajaba de día en el análisis de información para una empresa de publicidad y relaciones públicas. Por las noches asistía a las reuniones de un pequeño grupo de videntes. Me habían invitado porque sabían que yo era de los suyos. El grupo era liderado por una pitonisa maravillosa con un sobrenombre infame: Pillita. Muchas veces me pregunté cómo alguien tan brillante, a quien acudía gente de toda clase (incluyendo políticos), fuera por el mundo cargando un sobrenombre que estrictamente se refiere a la destreza para engañar a los demás. A más de veinte años de conocer a Pillita doy fe de su honestidad, su extraordinaria inteligencia y su sentido de humor. Esta nueva maestra nos guio a sus elegidos por los intrincados caminos del tarot, la Ouija y la cábala. También nos dio la oportunidad de conocer a una variopinta comunidad, en la que unos se disfrazaban de mago o leían el futuro en el pulso sanguíneo. Todo eso se acabó cuando decidí marcharme de Costa Rica. Antes de saber que tomaría esa decisión, Pillita me leyó las cartas. Me dijo que debía alejarme del hombre que sonreía, una referencia a un escritor muy influyente en aquellas épocas, quien había montado una campaña de rumores (siempre mezquinos) para minar los proyectos en los que yo venía trabajando por ya algunos años. Pillita no conocía a ese escritor, ni estaba enterada de mis afanes ni de mis sospechas sobre el papel de esa persona en los fracasos que iba acumulando. También me habló de un cambio radical. Aproximadamente un año después lo dejé todo para sumirme en las incertidumbres de los migrantes. Pillita y mis otros amigos videntes organizaron una linda fiesta de despedida, pero en ningún momento se habló de lo que me aguardaba en ese viaje.
Vino luego un hiato de casi doce años en los que las artes de la adivinación se convirtieron en un recuerdo lejano, muy querido, pero que no tenía espacio en la frenética sucesión de cambios que se dieron: personas, amantes, ciudades, casas, ocupaciones… Hacia finales del 2008 tuve una nueva y enigmática revelación del futuro. Yo estaba acompañando a un familiar a un culto y uno de los pastores me dijo que sabía lo harto que yo estaba de mi situación en ese momento. Mencionó también que podía verme manejar cada día por un camino rodeado de árboles, pero que no debía preocuparme: muy pronto iba a haber un cambio. Esa revelación me sorprendió porque, en efecto, me sentía atrapado y buscaba alguna salida. En esa época vivía en un barrio de judíos ortodoxos en Baltimore. Yo hubiera preferido un apartamentito cerca de la bahía, pero mi trabajo estaba a unos cincuenta kilómetros de casa y mudarme a barrios más atractivos implicaba un recorrido diario más complicado, tanto por la distancia como por el denso tráfico de la ciudad. En mi rutina tomaba dos autopistas y una pintoresca carretera secundaria con árboles a ambos lados. Le tenía miedo a la nieve y al hielo de los inviernos y también a los hermosos e ingenuos venados que de improviso aparecían en medio del camino, sobre todo por las noches. La profecía se cumplió apenas unos meses después. Volví al Sur, a New Orleans, con trabajo y nuevo amante. El trabajo todavía lo conservo. La relación duró unos cuatro años, y me mantuvo siempre al filo de un abismo que me atraía y a la vez me daba miedo.
Hubo que esperar más de diez años para volver a escuchar otra promesa de futuro, setiembre de 2019 para ser exactos. En esta ocasión los personajes somos los mismos: mi pariente, su guía espiritual y yo. Recibo una llamada urgente camino al aeropuerto internacional de Costa Rica: “Uriel, usted ha venido en este viaje a ver cambio, y ha sido testigo de ello. El Señor no lo va a dejar de lado a usted. Muy pronto vendrán cambios para usted también. Esté atento”. Mientras que mi mitad agnóstica se quedó impávida, mi parte creyencera se llenó de entusiasmo. La profecía me confirmaba que uno (o tal vez dos) de mis proyectos más importantes se iban cumplir: encontrar un nuevo trabajo que cimentara mi carrera como administrador universitario y/o dar finalmente el anhelado paso de publicar un libro en España. Como en el poema “Ítaca”, de Constandinos Cavafis, me lancé con toda pasión a la aventura. Desafié mis temores, disfruté la expectativa, sufrí las incertidumbres del proceso, viajé mucho… Pero al final ninguno de los proyectos fructificó y no hubo ni libro en España ni trabajo nuevo. Así llegó marzo con resaca, esa de cuando los sueños están por cumplirse y de repente despertamos a la realidad. ¿Habría entendido mal la profecía? ¿Acaso esas palabras que fueron dichas con toda la solemnidad del caso eran una broma de nuestros dioses, siempre tan desapegados de nuestras cuitas? Un poco antes de que la crisis del coronavirus se desbordara volví a escuchar del guía espiritual. Mi pariente le contó de mis proyectos frustrados y su comentario fue, “Quiere decir que esos no eran los cambios, no lo nuevo que Uriel va a atestiguar. Dígale que no se desespere, que tenga fe y paciencia”. Dos meses después, mientras escribo estas líneas vuelvo a preguntarme si he sido miope y un poco sordo, si la profecía se ha cumplido sin darme cuenta. Eso depende del día. Cuando el temor y el pesimismo me abruman, pienso en el sentido de humor de Dios y en sus mensajeros que nos presentan un acertijo disfrazado de promesa. Cuando estoy en paz con mis pérdidas y creo que ni el más terrible de los eventos futuros me va a vencer, apuesto con un dejo de emoción por la posibilidad de que más allá de todo lo que se está derrumbando me esté esperando una respuesta.
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]]>¿Recuerdas esa película en la que el protagonista está condenado a vivir todos los días el mismo día, consciente de ello y sin posibilidad de cambiarlo? ¿Y esa otra en la que el protagonista se enamora de una mujer que no puede recordar y tiene que abordarla cada día como si fuera el primero porque no está dispuesto a renunciar a ella? Las menciono porque en estos días de encierro obligatorio, incertidumbre económica, distanciamiento social, miedo a la muerte que se hace más posible, y esa impotencia que provoca la inmovilidad vital, se me instala un cierto deja vú proporcionado por los hechos que la Historia acumuló y a los que siempre me estuve acercando a través de las lecturas de cronistas como Defoe, Camus, o los escritos sobre la batalla sanitaria de principios de siglo en Panamá, sin la cual no hubiera habido canal, ni nada.
Cuando escribí “Lágrima de dragón” movida por la fascinación que siempre me causaron las epidemias ocurridas durante la conquista, el medioevo europeo y en los albores del siglo XX, nunca pensé (a decir verdad, nadie de mi generación lo pensó) que me iba a tocar vivir la situación de una pandemia. Experimentamos el terror de una invasión y todo lo que trajo después. Pero esto es otra cosa. Lo curioso es que me he adaptado como si hubiera estado esperando el momento. Como si hubiera estado ahí, y hubiera sabido lo que había que hacer. Comer poco pero nutritivo, dormir lo necesario, evitar el contacto, ejercitarme, leer, trabajar con las manos, producir economía sin salir de casa, evitar la sobreinformación o su prima hermana la desinformación, observar el comportamiento de la naturaleza alrededor, desconfiar de las redes, ser solidaria, ayudar y aceptar la ayuda. Sobre todo, evaluar la manera como he vivido y explorar la posibilidad de reparar lo roto, ordenar lo esparcido, reconectar con lo importante, observar sin juzgar, deshacerme de lo superfluo, apreciar este cuerpo ya en el “segmento de riesgo” que ha sido el mejor aliado posible para la conciencia que lo habita.
Mucha gente no deja de decir, casi como muletilla que “la vida como la conocíamos esto” o “la vida como la conocíamos lo otro”. Pero en verdad, es un tanto arrogante pensar que todos hemos visto, conocido o vivido la vida de la misma manera y desde los mismos parámetros. Cada país, cada comunidad, ha manejado la crisis sanitaria con las herramientas a su alcance. Algunos lo han hecho mejor que otros. Algunos han demostrado mejor preparación, liderazgo e instituciones bien cimentadas, disciplina cívica; otros, una total desconexión de la realidad que los ha hecho manejarse como el beodo capitán del Costa Concordia. Lo cierto es que esta torcida de brazo que nos ha dado la naturaleza nos obligará a ser más humildes, más proactivos, menos soberbios y egoístas. Dispuestos a poner las cosas en su lugar, después de generar consenso sobre cuál es el lugar. En lo particular, sigo creyendo en la Ciencia, que en esta vuelta ha estado desconcertada porque el virus siempre ha estado un paso más adelante, pero no ha parado de buscar, el santo y seña, el cómo y el por qué. Sigo creyendo en el Arte, porque contará lo que ha sido sin autoengaños y revelando las partes oscuras y las iluminadas con total honestidad. Sigo creyendo en la búsqueda colectiva de soluciones considerando cada aporte, el de la experiencia y el de la academia y de modo sistémico (lo micro y lo macro). Sigo creyendo en el hombre y la mujer humildes y trabajadores que a pesar de la desesperación que ha traído aparejada este momento, han demostrado templanza, grandeza. Los mezquinos, corruptos y miserables, lo seguirán siendo lo más seguro, pero la Historia y la organización social se encargarán de borrarlos de sus páginas. Sigo creyendo que el interés general está por encima del interés particular, y que el dinero es una herramienta y no un fin, y esta pandemia ha demostrado que aquellas sociedades cuyo fin es el dinero, se llevan la cuota más grande de muertos y dolor. Sigo creyendo en el Estado que le es fiel a las particularidades de sus comunidades y en ellas se apoya, y no en el mercado que todo lo corrompe.
Durante los próximos años tendremos que vivir de otra manera, si no queremos que la muerte nos pille “vacíos y solos sin haber hecho lo suficiente”. Con mascarillas, sin poder abrazar, cuidando que la precariedad no nos amargue el ánimo, atentos a cada ser que va con nosotros en el camino que a veces será oscuro y a veces iluminado. Exigirá de nosotros máxima creatividad. Es lo que hicieron los protagonistas de las películas. Aprendieron a vivir esa repetición ineludible hasta hacer con ella una obra maestra.
Panamá, 7 de mayo de 2020
Año 1 de la Pandemia Sars-Covid-2
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]]>Esta calle no tiene salida. Todas las calles tienen salida. Esta no. Sí, todas tienen. Eso es una afirmación imposible. ¿Por qué? Porque afirmar que todas las calles tienen salida es algo tan simplemente erróneo que parece una estupidez. Las descalificaciones no llevan a ninguna parte. Las afirmaciones imposibles tampoco. Bueno, empecemos de nuevo, pero de manera civilizada. ¡Vaya palabrita esa! Lo digo de otra manera: hablemos sin descalificaciones. Eso parece lenguaje de abogado en una sesión de reconciliación matrimonial. Dejémoslo ahí. Está bien. No, no está bien, pero dejémoslo ahí, de todas maneras ese no es el tema. ¿Y cuál es el tema, las calles sin salida? Sí, ese es el tema, aunque en realidad lo que iba a decir era otra cosa. No sé lo que ibas a decir, pero lo que dijiste es eso, que esta calle no tiene salida. Sí, pero era para hablar de otra cosa. Ah, bueno, hubieras empezado por ahí, ¿para qué decir que esta calle no tiene salida si eso no es el tema del que querés hablar? Si me dejaras terminar sin interrumpir y sin juzgar la mitad de una frase ya habría dicho lo que quería decir y no estaríamos aquí dando vueltas alrededor de nada, como un pato rengo, sin salir jamás del círculo. Bueno, mirá, vamos a hacer una cosa: empezá y llegá hasta el final, y después hablo yo. Eso parece una conversación de radioaficionados, bastante pasado de moda ¿no te parece? No, no me parece, es un hobby y los hobbies no se pasan de moda, pero no tiene importancia, mejor seguí, yo sí te escucho. Ah, bueno, sí, mejor dejemos eso ahí y sigamos; explícame lo de hablar uno y después otro, solo para entender bien, porque eso de las señales… Si no nos damos una señal, ¿cómo querés que sepa cuando terminaste de decir lo que querías? lo que propongo es que vos hablás, me avisás cuando terminás y después hablo yo ¿simple, no? Con todo esto ya me estoy olvidando lo que quería decir. Dijiste: «todas las calles tienen salida» ¿y…? No entiendo ¿terminaste la frase? Sí. ¿Y cómo querés que yo sepa si no me avisás? la señal no es clara ¿ves que lo de los radioaficionados no funciona?
Mirá que sos idiota, dejé la frase en suspenso para que termines de decir lo que querías decir, si te aviso que terminé es como si te volviera a interrumpir, por eso dije «¿y…?» con puntos suspensivos. En una conversación los puntos suspensivos no se ven ¿cómo querés que sepa? Porque ahí queda un tiempo sin hablar, una frase suspendida que es como los tres puntos, así… ¿ves? No, no veo nada. ¿No tenés otra cosa que decir? Sí, pero no quiero interrumpir. No me interrumpís, yo ya dije lo que iba a decir. ¿De qué estábamos hablando? Depende. ¿De qué depende? De lo que se quiera decir, del tema del que se quiera hablar. Esta calle no tiene salida… ¿no me vas a interrumpir, verdad? No. ¿Seguro? Sí. Esta calle no tiene salida, nos equivocamos de camino. No, yo no me equivoqué nada porque el que dijo que conocía este lugar sos vos, además, siempre se puede salir por el mismo lado por el que llegamos, por lo que se deduce que la calle tiene salida, aunque sea la misma que la entrada ¿ves? al final yo tenía razón, no importaba que no hubieras terminado la frase, yo tenía razón. Con todo esto se me olvidó adonde íbamos. No íbamos a ninguna parte, solo estamos caminando para hacer ejercicio, y no te me acerques que no me quiero contagiar. ¿De qué te vas a contagiar? si vivimos juntos.
Québec, 20 de abril del 2020
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]]>Y de pronto todo cambia. Sin esperarlo. Lo que era futuro se transforma en un presente que no avanza. Los días suspendidos en la incertidumbre, y en algo parecido a la desesperación. No saber muy bien qué sigue, cuánto tiempo más debemos darle al tiempo, hasta que nos aparte de la encrucijada amarga en la que estamos.
Pero también nos enceguece una luz. Brilla con obstinación la luz de la solidaridad. Constatar que a pesar de esta época marcada por la indiferencia, por el desapego hacia el otro, en este país las cosas pueden ser diferentes. Una ola solidaria nos ha cubierto y vemos con asombro manos que se abren para compartir. Eso conmueve, ilumina.
Y constatar asimismo que la particularidad de este país no es un mero recurso literario. Que existe desde la praxis. Porque si dirigimos la mirada hacia afuera el olor a muerte nos asalta. Vivir en un pequeño país que se mueve hacia el futuro y que afronta un momento tan duro con la certeza de que sus instituciones y los responsables de conducirlo responden desde la humanidad nos tranquiliza. Constatar que la herencia de hombres visionarios era la necesaria, era la justa, nos mueve al compromiso por su defensa.
Sí, porque la amenaza también crece. Está latente y palpita en los intereses de grupúsculos, esos que se dibujan como amos de los destinos económicos del país, y que se pretenden dueños de nuestras vidas. Rondan como abejorros, o como buitres esperando alimentarse con los últimos despojos. Carroñeros insaciables. Esa amenaza nos sobrevuela.
Solo resta entonces dejar transcurrir cada día, estar alertas, tratar de no sucumbir a la sombra y alimentar la esperanza de que algo nuevo, algo aún mejor nacerá de la tristeza de estos días de pandemia y que este pequeño país sobrevivirá más fuerte, más humano y más solidario.
Aunque la vida se haga para nosotros los que acarreamos muchos años más precaria y el miedo se asome sin invitación y el tiempo sea cada vez más escaso.
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]]>Era un testigo descreído de lo que sucedía en Wuhan, zona más que remota del mundo donde se libraba una batalla contra un virus cuya procedencia tenía múltiples y enigmáticas explicaciones. No me hacía infeliz ni feliz el hecho. Estaba tan lejos Wuhan, que me parecía incluso un lindo término: Wu-han. Me daba la idea del más lírico exotismo chino. Yo que jamás he pisado suelo chino.
El día que llegué a mi apartamento y encendí la tele, quise haber estado acompañado de mi última novia, que me había dejado por mi temperamento o que yo había tratado de que me dejara por no entender el suyo. Solo quería tenerla a mi lado para comentar con alguien lo que veía en un noticiero de las 7 pm. El periodista advertía que el virus que hacía estragos en la remota Wuhan se movía por otras geografías y los contagios se iban observando en viajeros desprevenidos, asintomáticos, viajeros que no sabían que llevaban en sus cuerpos a un verdadero demonio. Hasta ese momento, me dije: la ciencia es grande, todo lo detendrán a tiempo. Sin duda.
Pero la ciencia no tenía respuesta. Es más, había tantas versiones del virus como científicos disidentes y oficiales, científicos charlatanes (si es que los hay, porque sería una contradicción), y científicos serios.
No sé si me ocurrió lo que a mucha gente: veía a los toros de largo, me daba algo de pena ver lo que era capaz de hacer el virus, tenía confianza de que se frenaría antes de llegar a mi país.
Falso.
El virus llegó a todos los países, como llega el viento, sin ningún obstáculo. Las medidas de prevención me parecieron tan monstruosas como el virus. No lograba ver un mundo disminuido al ostracismo y la paranoia.
Yo trabajaba como redactor de notas culturales en un periódico de la capital y a los dos meses días recibí la nota de despido. Tenía varios años de trabajar con cierto grado de confort, me quejaba como todo el mundo y tenía la seguridad de que algún día me pensionaría. Ni siquiera me pareció necesario presentarme ante el jefe para pedirle una explicación. ¡O sí lo hice! Lo hice de manera muy sutil, porque soy orgulloso. No quería llorarle. No quería derramar lágrimas. Me dirigí a su oficina y le extendí la carta.
—Lo entiendo —le murmuré–. Sé que tal vez fue una dura decisión.
Ramón, el jefe, me observó con incredulidad, como si en ese momento yo no fuera más que el humo que se agita en un espejismo.
—No es nada personal, Esteban, vos lo sabés. Se están haciendo recortes en todas las empresas.
Otros compañeros de trabajo recibieron también su carta y no tuvieron ni siquiera la cortesía de despedirse. Los vi tensos, con esa mirada al borde del barranco.
Pasé varios días viendo noticias y comiendo más de lo normal. Hubiera empezado a beber pero nunca he podido beber. Me podía acostar a las tres de la mañana viendo noticias y videos apocalípticos en Youtube. De un día para otro, estaba confinado en mi apartamento y me empezó a hacer falta incluso hasta el timbrazo del despertador a las seis y media de la mañana. Recibí posteriormente algunas llamadas de excompañeros de trabajo que me comentaban sus puntos de vista haciendo énfasis en palabras como injusticia, incertidumbre, desecho. Ahora somos un desecho, me dijo una fotógrafa con la que a veces me acostaba y que había optado por volver con su madre, ya que no podía seguir pagando su apartamento. Le dije que podía pasar algunos días conmigo pero estaba muy ofuscada. El erotismo casual, supe rápidamente, había desaparecido. No insistí. Lo que menos pensaba por esos días era en acostarme con alguien. Solo pensaba en el futuro, en su fulgor maléfico.
Fue mi padre, quien vivía con mi madre en una pequeña casa de Zapote (y a quienes por demás poco visitaba), el que se preocupó un día al oírme que había perdido el trabajo.
—No está bien que estés solo en ese apartamento. Te vas a volver loco.
Cuando dijo la palabra “loco”, se refería a los padecimientos mentales de la familia. El tatarabuelo desfogado, la tía loca, él mismo un poco inestable. Me preocupaba, como a todo el mundo, el dinero, el dinero que se iba acabando con una sardónica lentitud. Mis ahorros eran pocos. Del periódico me habían dado una salida deshonrosa. Aducían quiebra. Y con el cuento de la quiebra solo tenía el apoyo del último pago. Y pronto tendría una situación inverosímil, de esas que uno no puede creer mientras la está viviendo. Irreal, surrealista, como una estrella de Van Gogh dando vueltas en tus pupilas.
—¿Yo loco? —murmuré sin fuerza. Como si el poder de las circunstancias me llevara con golpes invisibles hasta las cuerdas sin que pudiera capearlos.
—Te tengo un trabajo —me dijo, sin querer hundirse conmigo en una divagación innecesaria—. Es en una funeraria, como vendedor. Creo que no morirá mucha gente, pero uno nunca sabe. Tal vez te vaya bien.
Me explicó los detalles. Mi padre había trabajado en una funeraria y era amigo del dueño. Ahora habían despedido personal y requerían de otro con menos salario, comisiones, etc. Acepté sin pedir explicaciones. La idea de trabajar en una funeraria puede ser poco atractiva. Incluso humillante. Pero ciertamente me iba a hacer loco en mi departamento mientras el mundo solo hablaba de pandemia y de estragos económicos. Me había dado cuenta en pocas semanas que carecía de amigos y que solo comprobaba mi soledad leyendo estupideces de Facebook, la gran atrapadera de moscas que había inventado Mark Zuckerberg. Nadie puede negar que Facebook es un hediondo cotarro donde todos quieren dejar una huella, una voz, un gesto, algo que finalmente se desvanece como una gota de agua en un desierto.
Pensé a continuación en el modo de vender: ¿cómo lo haría? En estos casos, son los familiares de los muertos los que tocan las puertas y no hay que acudir a ellos para venderles nada. Alguien muere, según pensaba yo, y hay que correr a enterrarlo.
—¿Enterrar? —me respondió mi padre. Hasta el momento no sabía que estaba hablando y pensando en voz alta—. Existe también la cremación.
—Ah, la cremación —exclamé sin hacerme una imagen real en mi mente de lo que pudiera ser.
—En una funeraria también hay vendedores, Esteban. Te olvidás que también hay competencia. Y mucha. Incluso en la funeraria de mi exjefe hay ahora un servicio de cremación para mascotas. No me preguntés cómo funciona. Seguro es para gente rica. La gente rica es así.
—Vos sos el que sabés —le dije condescendiente.
Me dio el número de teléfono de su exjefe, David Córdoba, y lo llamé al día siguiente. Este me dijo que podría venir, a pesar del coronavirus, para hablar del asunto. Le sentí en la voz un tono de familiaridad, de que ya tu papá estuvo trabajando conmigo y es un buen viejo…
Me recibió en la oficina de la Funeraria Amanecer Rosa, luego de hacerme esperar media hora sentado en la recepción. La recepcionista era una joven con mirada neutra. Vestía un traje ejecutivo. Atendía a dos ancianos con mascarilla que le comentaban algo acerca de la capilla de velación.
La entrevista fue extensa. Me dijo que habían liquidado a varios empleados y que se estaban tomando medidas para que la empresa no quebrara. Siempre he odiado la expresión, “tomar medidas”, nadie sabe lo que significa y se emplea como el papel higiénico o el hilo dental.
—Usted puede venir aquí y trabajar con el otro vendedor —me dijo viéndome a una distancia prudente desde su escritorio y con una mascarilla—. Atiende las llamadas y solicitudes de clientes. Los apoya en lo que puede. Debe estudiarse los catálogos de ofertas y prepararse un poco para persuadirlos. Lo que vendemos no es maní garapiñado, eso su papá lo sabe, qué buen hombre su papá. La gente llama desorientada, hay que tener cierta empatía. La muerte es un tema desagradable.
—Claro, nadie habla de eso directamente.
—Menos ahora con la pandemia. Jamás creí que fuera ingresar al país. Tenía la idea de que éramos… bueno…
—¡Infranqueables?
—Algo así.
David ya era un hombre que lindaba en la ancianidad. Tenía un rostro amoratado y una expresión bonachona. Sus ojos poseían el brillo del empresario invencible, ese que no puede dejarse llevar por las malas noticias del mundo. Sin embargo, se percibía a sí mismo en una hondonada siniestra, como casi toda la gente, como yo mismo.
No sé cómo empecé mi trabajo de vendedor en la funeraria. Leí todos los catálogos que pude para asesorarme. No me gusta hablar de lo que no sé. Descubrí otra labor en mi vida. Mi compañero de ventas, Mario Díaz, era un vendedor experimentado que había adquirido la insensibilidad necesaria para vender cualquier tipo de “producto” funerario. Ahora ganaba menos y no andaba de buenas pulgas. Me comentaba durante las horas de café que David había rebajado su salario amparado en las disposiciones del gobierno y que lo consideraba injusto. Buena plata le había traído a la funeraria. Reconocía, sin embargo, que por ahora los servicios funerarios de poca monta eran lo más solicitado por los clientes. Se realizaban pocas cremaciones. Y las cremaciones dejaban más utilidades.
—Se había avanzado mucho con la cremación —me comentó Mario poniendo cara de indignado, como si tuviera que enfrentarse algún día con un culpable—. A mucha gente le gustaba la idea de cremar a sus muertos de una manera definitiva y llevarse un cofre bonito para su casa con las cenizas del pariente. Si hay mucha gente muerta con esta pandemia, creo que el gobierno hará ese trabajo. Detesto esta pandemia. Bueno, creo que a nadie le gusta. Pero a mí, particularmente, me parece que así son los verdaderos monstruos. No esos que uno veía en la tele cuando era niño, sino estos monstruos que no sabe uno de dónde salen y que se van comiendo la vida en forma invisible. Un verdadero monstruo jamás da la cara. Produce destrucción en sombras.
En mi entorno observaba agotarse a la gente de manera gradual e insólita. Algunos no reaccionan al primer impacto, sino que se van levantando lentamente del sueño luego de que un diestro boxeador les ha dado en plena cara. ¿Cómo que estamos viviendo una pandemia? ¿Todavía existían? ¿Y mis proyectos y mis negocios? Una modelo que tenía como contacto en Facebook puso un día en venta su cuerpo de manera explícita. Siempre consideré que tenía cierto glamur y que trabajaba para marcas de ropas y de cosméticos. Era hermosa. Subía noticias del coronavirus, como casi todo el mundo y también sus fotos profesionales donde aparecía en poses llamativas. Un día entró en pánico. Y así vi que también la pandemia la exponía públicamente a la prostitución, con “ofertas serias y nada de fotos íntimas por adelantado”. Una mujer de un pueblo rural reclamaba a la municipalidad que le cerraran la iniciativa de vender almuerzos desde su casa. Me afligió tanto como que la modelo publicara que ya se vendía como un pedazo de carne. “La municipalidad es una hijueputa”, pensé. Y en efecto lo era. Solo trataba de ganarse unos pesos y ya le había acordonado la entrada de la casa como si fuera la escena de un crimen. Le enviaron una nota donde le exigían que presentara la patente. ¿Cuál patente? Qué fácil es reírse de la gente cuando está en el abismo. Me imagino que los primeros suicidios se encubrían o se soslayaban. Los sicarios eran los únicos que se mantenían con su industria pujante. Se notificaban ajusticiamientos regulares en los periódicos sin que ya no fuera interés de nadie. Ahora todo lo abarcaba la pandemia. El famoso coronavirus.
Mi salario resultó ser ridículo. Y creo que con que fuera ridículo aportaba algo al país, a la causa de la economía. ¿No es cierto? Ya ni siquiera chistaba. Solo tenía una vergonzosa gratitud de que por lo menos tuviera algo de dinero para no pasar a un estado más gravoso.
Un día sonó el teléfono de la recepción y anoté un pedido extraño. Un tal Jaime Martínez me dijo que quería enviarle un regalo a un amigo. Tomé nota:
—¿Un regalo? —pregunté confundido—. Usted está llamando a Funeraria Amanecer Rosa.
—Sí, no me equivoco —me respondió Jaime—. Quiero regalarle… ¿está anotando?
—Por supuesto, don Jaime.
—Quiero regalarle un servicio de cremación al señor Leonel Jiménez. Su sueño es que lo cremen. Le tiene pavor a los entierros y a la podredumbre. Un día me dijo: “Sabés qué, Jaime, yo no puedo imaginarme cómo seré cuando muera. El cuerpo se va pudriendo poco a poco. Lo he visto en ciertos documentales. Sé que ya uno no sentirá nada. Pero un día me soñé que estaba muerto y que ya me habían enterrado y que me salían luciérnagas verdes del cuerpo, como en una película de terror. Si yo tuviera suficiente plata me pagaría ya mismo un servicio de cremación para que mi cadáver no sufra aún más. Entiendo que es caro”. El hombre es un cobarde, pero le tengo mucho afecto. Me ha hecho tantos favores que pagarle ese servicio por adelantado es poco.
—Ya le entiendo —le respondí—. Eso es amistad.
—La amistad es lo mejor que tenemos en el mundo. Fallan muchas cosas. Pero los verdaderos amigos, nunca.
Tomé nota de todos los detalles y preparé el “regalo” con algo de sentimentalismo, yo que no soy una persona tierna. Era mi primera venta en firme de una cremación, o proyecto de cremación, y sentía que la pandemia no iba a liquidarme tan fácilmente. Prepararía mis garras. Afinaría mis dientes afilados. Pelearía antes de dejarme matar.
Llamé al feliz destinatario del regalo y me respondió una voz áspera y precavida:
—¿Se encuentra el señor Leonel?
—¿Quién habla?
—Un vendedor de la Funeraria Amanecer Rosa.
—¿Funeraria?
—Deseo llevarle un certificado a su nombre con un derecho a un servicio que le envió un amigo.
—¿Qué clase de servicio?
—¿Es usted el señor Leonel?
—Puede ser.
—Sé que estamos en tiempos de pandemia, pero el certificado debo entregarlo personalmente. No puedo revelar exactamente de qué se trata en este momento. Es una sorpresa. Una sorpresa de un amigo suyo.
—Mis amigos no llegan a uno y medio. Pero estaría bien que venga a mi casa y me hable de esa sorpresa y quién me la envía. Mire, yo no le tengo miedo a esa mierda del coronavirus. Venga y me explica. No traiga mascarilla. Aquí no nos ponemos máscara.
El hombre me dio su dirección y me fui a su casa al día siguiente en mi vehículo. Llegué a un residencial acomodado de Santa Ana. Me pareció extraño que Leonel no tuviera el dinero para comprar su propia cremación futura y que fuera uno de sus amigos quien le cumpliera el sueño. Su casa no era la de un menesteroso. Tuve que dar mi nombre al guarda de la entrada y este me dejó pasar después de confirmar con el dueño por medio de un intercomunicador.
Aparqué mi modesto Nissan a la entrada de una residencia que solo podría haber costeado un ricachón. Algo me hizo sentir inquieto. Pero seguí con mi objetivo. Toqué el timbre y esperé unos segundos, mientras observaba la simpleza del jardín. La puerta rústica de madera y un jarrón de barro con flores marchitas. Me abrió la puerta una mujer bajita que me dijo que pasara. Llevaba uniforme de empleada doméstica. Me hizo pasar a una sala espaciosa donde el panorama cambiaba completamente. Había mucho ornamento. Piezas indígenas y cuadros kitsch. Armarios muy finos y estatuillas muy monas de mujeres semidesnudas. A los pocos segundos, apareció un hombre de ropa entallada y me preguntó si quería beber algo. Era delgado, musculoso, tenía algunos piquetes pronunciados por todo el rostro. Estaba tatuado hasta el cuello. Me extrañó que no lo hiciera la sirvienta. Tendría unos treinta años. Se movía con desconfianza.
—Un poco de agua, nada más —le dije.
Casi de inmediato, escuché una voz a mis espaldas.
—Vino puntual —me dijo. Al volverme, vi a un hombre menudo con una mirada verde recelosa. Tenía la pinta de un tipo ordinario, con esa camisa pintarrajeada y esas botas de cuero que usan los ganaderos prósperos. No tardó en aparecer quien me traía el agua y lo vi sentarse frente a mí cruzando las piernas.
—Gracias —le dije al recibir el vaso.
—Es de gratis. Por ahora aquí todo es de gratis —me dijo el segundo hombre. No supe por dónde empezar. Hizo una pausa y me inspeccionó como un águila—. Quiero ver mi regalo —agregó viendo mi portafolios.
—Don Leonel, mucho gusto —le dije tratando de ser sociable.
—Sí, claro. ¿Qué tipo de regalo es el que usted tiene para mí? —abrevió.
—Su amigo quiere cumplirle un sueño. Es una cremación. Y pagó la más cara. Dijo que era algo que usted quería tener seguro.
—Y cuál es ese amigo.
—Me dijo que lo mantuviera en secreto.
El hombre que estaba frente a mí de pronto sacó una calibre 45 y me apuntó:
—Es mejor que le diga al jefe quién le envió el regalo.
De inmediato comprendí.
—Su nombre es Jaime —arrojé de inmediato, sabiendo que me habían utilizado ingenuamente. ¿Cómo podía estar la mafia tan activa y por qué yo había quedado en medio de una rencilla de capos?
—Ese hijueputa —dijo el hombre de la pistola.
—El hombre de la pistola es Búmeran —me dijo Leonel sentándose a su lado, como si me estuviera leyéndome la mente todo el tiempo—. Me cuida las espaldas. Tiene muchas ganas de utilizar ese juguete. Guardá esa mierda —le dijo golpeándole la espinilla con la punta de su bota. Búmeran guardó el arma—. Aquí hay un problema —siguió hablando Leonel—, ese desgraciado se ha querido burlar de mí y de paso me envía una amenaza. De los enemigos que tengo, es el más radical. ¿Cierto, Búmeran?
—Así es, jefe. Pero le vamos a dar tanda.
—Eso no importa por ahora. No somos idiotas y lo que quiere es una provocación.
Sentí que me mareaba ante esa realidad.
—De acuerdo, es un malentendido —les dije—. Lo mejor es que me vaya por donde vine y se acabó el asunto. Lamento lo sucedido.
—Un momento —me ordenó Leonel levantado un vaso con algo que parecía ron—. Yo quiero mi regalo.
—Pero, jefe, no va a aceptar usted esa burla.
—Por supuesto que sí, ¿o sos idiota? Lo que quiere Jaime es que me desmorone. Lo que quiere es verme orinándome de miedo. Es una estrategia psicológica. Quiere debilitarme con esa treta. Hacer que me dé insomnio y que empiece a fumar mota hasta perder toda coherencia. Quiere que yo sea un mariguano como él. O algo similar. Me quiere ver con nervios, como a mi abuelita, que cuando tronaba se iba corriendo a su cuarto a rezar.
Escuché la risa aparatosa de los dos hombres.
—¿Y qué logrará aceptando ese puto regalo, jefe? ¿No es mejor darle bala un día de estos? Quiere hacerse famoso, jefe. Quiere salir en La Extra.
—Te equivocás en algo, Búmeran, yo no soy un mafioso como todos los demás. Soy más que todo un empresario inteligente. No se te olvide. ¿Me crees mafioso? ¿Me estás dando mala publicidad ante este señor que solo cumplió con un encargo? ¡Verdad, señor…?
—Esteban —le dije apretando mi portafolio.
—Sí, vea usted, Esteban, todos los empresarios tienen sus enemigos. Y este canalla de Jaime es un envidioso desdichado. Yo soy un empresario con algún éxito.
—Con mucho éxito —enfatizó Búmeran.
—No exagerés. No me interrumpás.
—Perdón, jefe.
—Como le decía, Esteban, yo soy un emprendedor que solo topó con suerte. De niño solo conocí el piso de tierra y el plato de arroz con huevo. Mi papá era un criminal que siempre andaba de fuga. Una vez llegó, de noche, con la cara cortada. Le pidió a mi mamá un poco de comida y se volvió a ir. Después nunca regresó. Me parece que fue mejor que se fuera. No tenía cara de angelito. Ah, pero pasamos muchas necesidades. A mí nadie me puede explicar qué es una necesidad. Lo que no se cumplió en la niñez se busca toda la vida aunque lo compremos en alguna tienda por montones. Queda el hueco de esa necesidad, usted me entiende.
—Sí, lo entiendo. Me pasó algo parecido con las bicicletas Chopper.
—Me gusta que me comprenda. Yo no puedo hablar a nadie de estas cosas. Búmeran solo oye reguetón. Detesto que lo escuche en mi presencia. Trato de ser educado, ¿verdad, Búmeran?
—Así es, jefe, ya me quedó claro que no le gusta el reguetón.
—¿Dónde están los valores? —le escupió Leonel—, ¿cómo se puede vivir escuchando esa porquería? Pertenezco a otro mundo. A veces creo que estos pendejos fueron hechos en un laboratorio. ¿Te has puesto a pensar en eso, Búmeran?
—Sí, jefe.
—En un laboratorio donde los científicos se ponen a trabajar con la mierda. Quieren probar que la mierda es útil. Y entonces crean solo indigentes mentales. —Su risa se escuchó en toda la sala. Búmeran asintió inquieto. Me miró con insidia, como si quisiera estrangularme. Se estaban burlando de él frente a un desconocido—. Pero pasemos al regalo.
—Ajá —dije moviéndome en el sillón con deseo de que todo terminara pronto.
—Habrá sospechado que Jaime es uno de mis enemigos. A veces no sabemos si los enemigos son quienes más se preocupan por nosotros. El amor de un enemigo es un enigma. Nos celan y nos desean muertos, pero pueden sentirse muy tristes y solos si dejáramos de existir.
—No lo había pensado —le dije.
—Jaime quiere el “negocio” solamente para él. Hemos tenido ciertos malentendidos por no decir “accidentes”. No puedo hablar con usted sobre detalles. Yo también quiero el negocio para mí solo, pues soy codicioso. La codicia implica una adicción perversa. Pero es algo malo que se contrae en el camino. No hay forma luego de quitársela de encima. Yo he dejado algunas drogas. La codicia, sin embargo, me dice que me levante temprano y que empiece a trabajar antes que mis enemigos, o estos se apropiarán de todo mi esfuerzo. Un enemigo es como un hermano que quiere nuestro juguete y que nos golpea donde nos duele para que lo soltemos. En el fondo sabe que es parecido a nosotros o una clase rara de gemelo. Sabe que están atados por un maleficio y que probablemente podrían ser amigos de no ser por ese maleficio. La riña y la sangre es la parte de la adrenalina. Usted sabe.
—Por supuesto —dije sin saber de qué estaba hablando.
—Lo que me dice Jaime con este regalo es que me tiene presente. Me necesita para vivir. Fantasea mucho con verme muerto. Es como el adicto a la pornografía. No se cansa de fantasear. Es un enfermo que solo espía la felicidad de los otros. Pobre imbécil.
—Bueno…
—Pudo haber matado a Búmeran, que es mi guardaespaldas de confianza, para hacerme sentir indefenso. —Búmeran se rio débilmente—. Pudo haber matado a cualquier otro hombre de confianza que trabaja conmigo. Tengo varios. Los suficientes para hacerle una guerra santa. ¿Me comprende? —Asentí—. Pero me envía un regalo que es un ataque psicológico. ¿Verdad, Búmeran?
—Es una provocación. Deberíamos eliminar de una vez a esa peste de Jaime, jefe. Ya se derramó el vaso —dijo Búmeran volviendo a enseñar el arma.
—Guardá esa mierda, te dije —le gritó mostrando ofuscación—. Este señor solo cumple con su trabajo. No es un matón. Vos estás corrido de tejas. Está bien, está bien. Jaime se está pasando y veré lo que pienso para responderle. Primero quiero saber de qué se trata el regalo, Esteban.
—¿Siempre lo recibirá? —pregunté con cautela.
—Por supuesto. A Jaime le “gustará” saber que me hizo gracia. Que me produjo alegría. Y deberá decírselo. Usted le dirá que su amigo Leonel le agradece el presente y que en algún momento lo compensaré.
—Así será —le dije conturbado—. Puede incluso escribirme en una nota lo que desea que le diga en detalle. No quiero equivocarme.
—Con que le diga eso es suficiente. Dígale que me encantó. Que a pesar de nuestras diferencias hay cariño, sin duda mucho cariño.
Búmeran soltó una risa estruendosa y se silenció de repente.
—Lo llamaré y le diré lo que me dijo.
—Claro, claro, eso no importa ahora. Jaime me quería preocupado y solo ha logrado ponerme a pensar en esto de la cremación. Tal vez algún día me mate o yo lo mate a él, como debe estar escrito en las estrellas.
—Yo y los muchachos impediremos que él lo mate a usted, jefe —dijo Búmeran.
—¿Es que no te das cuenta del chiste? —le recriminó Leonel—. Es un hecho que yo lo mataré a él, pero siempre es posible que él me mate a mí primero. Y volviendo al tema, dígame algo: ¿qué incluye el servicio de cremación?
No creí que debía seguir hablando sobre el tema. Los ojos tensos de los hombres se clavaron en mí. Debía presentar lo que había aprendido con todos los catálogos de ventas que había leído. ¿En qué se había convertido mi vida con la pandemia? ¿Dónde estaba yo ahora? ¿Dónde estaba mi alegre y viejo trabajo?
—El servicio que Jaime le ha regalado es el más caro —le dije—, incluye los trámites de salud, traslados, urna de madera con placa para las cenizas, cofre de madera ejecutivo, capilla de velación, servicio de cafetería en la funeraria, libro de firmas para que sus allegados plasmen sus sentimientos sobre usted, servicio de preparación de cuerpo, acompañamiento en el servicio religioso, cuatro arreglos florales y un lindo obituario. También incluye autopsia.
—Lo de la autopsia me parece bien. Creo en la gente que me rodea, pero uno nunca sabe. ¿Qué sé yo de Búmeran por ejemplo? ¿Podría ser algún día un traidor?
—¡Jefe! —suplicó Búmeran tomándose la cabeza con las dos manos.
—Un maldito Judas. Judas sobran en la vida. Le ríen a uno por delante, usted sabe, le lamen a uno los pies. Son así. Lame pies. Me parece excelente que haya una autopsia. Tampoco creo en mi mujer. Ni en mi querida. Ninguna de las dos es un osito de peluche. Se pueden estar comunicando ambas sin que yo lo sepa. Se pueden estar organizando. Y vamos a ver, amigo, ¿le puedo decir amigo?
—Sin ningún problema, don Leonel.
—Dígame Leo. Para los amigos soy Leo.
—Leo.
—¿Qué se escribiría para mi obituario? Creo que es la parte más delicada del asunto. Quisiera dejar esto claro con usted.
—El obituario podría escribirlo algún familiar, Leo. Alguien que lo aprecie y que pueda despedirse en unas cuantas líneas muy sentidas.
—Claro. Ahora me deja con una duda. ¿Es posible que Jaime haya querido verme pensando estas cosas? No, no, no, para nada. No le debo a él esta inquietud. En su momento la pagará. Pero necesito que se sienta confundido cuando usted le diga que yo estoy contento con el regalo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Leo.
—Entiendo entonces que el obituario debe ser escrito por alguien que me aprecie. Usted no me aprecia pero es un profesional. Obviamente, Búmeran apenas sabe poner su nombre. Ninguno de los gatilleros lo hará. ¿Qué saben de abrir los sentimientos? Solo saben llorar cuando están borrachos. Y no sé si llorarán por mí. Mi esposa me dice “mi amor”, como decir, “quiero un carro del año”. No creo que su amor llegue tan lejos como para querer escribir mi obituario.
—Jefe —le dijo Búmeran—, usted supone que morirá primero que todos nosotros. Eso solo lo sabe Dios.
—Es cierto, Búmeran —dijo Leonel—. Solo lo sabe Dios y Satanás que lo saben todo. Pero tengo el derecho a pensar que todo puede suceder. Con esto de la pandemia, aunque yo quisiera verle la cara para escupirla porque nos ha jodido las ventas, he tenido extrañas emociones. Siento que también puedo ser un muerto más. Un pobre muerto más de los que vienen de camino.
—Es por las noticias, no las vea —dijo seguro Búmeran—. Las noticias hacen mucho daño. Mi mamá pasa tomando Clonazepam y ya nada le hace. Creo que está para el psiquiátrico. Pero necesita estar pegada al televisor, ver los informes de los nuevos casos, que le digan qué otra cosa debe lavarse para evitar el contagio.
—Ya no veo noticias —confirmó Leonel—. Me parece que la pandemia tiene a sus agentes de publicidad, a sus actores secundarios y a sus fans de algún modo. ¿Podrá haber un fan de la pandemia? Yo no sé. Creo que estoy hablando estupideces. Bueno, a lo que iba: mire usted, amigo, no creo que nadie pueda escribir ese obituario. Va a tener que escribirlo usted mismo para mí. Es mejor así.
Pensé un momento. No podía negarme porque era parte del servicio funerario.
—Lo haré con gusto.
—Claro que lo hará. En esta empresa que yo tengo la gente no suele durar mucho. Y yo soy el dueño, imagínese.
Lo vi preocupado. No podía determinar cómo la idea del obituario podría cobrar importancia para un hombre como él. ¿Qué le puede importar a un capo lo que se diga de él? Sin embargo, pensé en algunos capos famosos y en lo vanidosos que eran, en lo populares y glamorosos que querían ser ante todos.
Quedamos ese día en que yo redactaría varios obituarios y que se los enviaría para que él escogiera uno. No quería quedarle mal. Solo me faltaba un incidente con la mafia, la cual puede ser en muchos detalles caprichosa e infantil.
Pasé unos días muy extraños en la funeraria, sin poder contarle a nadie, ni a Mario, lo que me había sucedido. Me felicitaron por la primera venta de una cremación y particularmente por su alto precio. A nadie podía decirle, sin embargo, que no era ningún golpe de suerte y que ahora estaba vinculado extrañamente con la mafia y que esa vinculación parecía inofensiva, aunque también se podría volver de pronto muy peligrosa. Llamé a Jaime para darle el mensaje de Leonel, tratando solo de ser objetivo. Sabía que no debía exponerle nada de lo que el capo me había comentado en ese encuentro absurdo. Me atendió con cierto recelo.
—¿Tiene usted un mensaje de Leonel para mí? —me preguntó, cuando le dije que sería breve.
—Sí, solo me dijo que le dijera que le agradecía.
—¿Que me agradecía? ¿Y en qué tono se lo dijo?
—Fui a su casa a dejarle el certificado, como corresponde, me hizo pasar y le expliqué.
—Muy bien, muy bien.
—Le gustó lo de la cremación. Me hizo preguntas técnicas. Solo eso. Queda alegre con su regalo.
—¿No dijo nada más?
Escuché unas risas a su lado. Era una mezcla de risas femeninas histriónicas y otras más graves, como alargando una o: oooh, oooh, oooh.
—Solo eso. Apreció el gesto. Le interesa la cremación por cualquier cosa. No lo había pensado nunca.
Ya no sabía lo que decía.
—Estuvo usted en la cueva del lobo y por encima le agradecen el regalo.
El hombre explotó en una risa honda, como adolorida.
—¿En la cueva del lobo?
—Olvídelo. No me gusta que le haya gustado.
Oí cuchicheos. El clima de algarabía cesó. Hubo un silencio donde solo escuché varias respiraciones. “Solo fingió estar alegre”, dijo una voz femenina, como consolándolo.
—De él nunca se sabe —le dijo a esa voz—. Vos sabés que es un mal bicho. Vos lo sabés. Me preocupa que no se haya sentido incómodo. ¿Me escucha? —me dijo ahora dirigiéndose a mí.
—Sí, lo escucho.
—¿No habló de querer hacerme daño? Pudo haberlo dicho y usted lo olvidó. ¿Está seguro de que no olvidó nada?
—No olvidé nada —le dije—. Solo quería saber detalles del servicio.
—Ah detalles, solo quería saber detalles —le confirmó a quienes estaban a su alrededor. “Preguntale qué tipo de detalles”, dijo una voz áspera—. Oiga, Esteban, por qué tipo de detalles preguntó.
—Por todos los del servicio. Preguntó por la autopsia. —Hasta aquí había ido demasiado lejos, pero había un impulso que traicionaba mi prudencia.
—¿A quién le interesa una autopsia en nuestro caso? —preguntó como amo de toda lógica. “A Leonel le interesa”, dijo otra voz—. Cierto, querrá que la policía sepa cómo lo mataron. Pero la policía es insensible ante crímenes de capos.
—Habló de la posibilidad de un Judas —dije tratando de aplacar las sospechas de Jaime. Creí tontamente que podía mediar entre ambos odios o amores delirantes.
—Eso me parece bien. Aquí no nos podemos fiar de nadie. Aunque a veces lo necesitamos. Aunque a veces somos tontos. Lástima que Leonel es mi enemigo, tiene sentido común. A veces una turra con la que andás está disparando información por todo lado. Una turra que te dice en la cama que te comerá vivo. —Las risas se escucharon y algunos reproches—. Y hasta tu propia madre puede echarte la soga al cuello si sabe que la cagaste mucho. Las madres son madres hasta cierto punto. Y qué decir de los gatilleros. Al rato te matan por una bolsa de coca. Así son estos hijueputas. Ni dándoles de comer con la mano son fieles hasta el fin. —Escuché voces heridas, confundidas.
—Espero haberle servido y gracias por la compra —le dije.
—Un momento.
—¿Qué más le gustó del servicio?
—El obituario.
—¿Eso que se escribe cuando uno está muerto?
—Sí, es como un pensamiento amoroso sobre el difunto. Por lo menos afectuoso.
—¿Le interesó el obituario?
—El obituario lo podemos redactar en la funeraria, forma parte del servicio. A veces lo redacta un pariente o amigo. Solo que se lo mencioné y ahí se puso a pensar. Luego me dijo que mejor lo hiciera yo.
—¿Usted lo hará?
—Es lo que me encomendó su “amigo”.
—No vaya a escribir nada que sea falso —me dijo alzando la voz—. Si se muere y usted escribe algo falso sobre Leonel se las verá conmigo. Está bien el comercio pero esto es un insulto. Una puta te dirá que te quiere por unos dólares, pero no creo que una funeraria invente por los mismos dólares que un hombre fue tan bueno como el Papa solo para ganarse a un cliente.
—Entiendo el punto, don Jaime.
—No me diga don. Solo dígame Jaime.
—Jaime, le escribiré algo objetivo. No exageraré.
—Así me gusta, pero me ha preocupado. La verdad usted debe saber algo más que haya dicho ese cabrón.
—Nada más me dijo.
Olí la certera amenaza como un ciervo ante la proximidad de una pantera vengadora. Tuve la idea de renunciar al día siguiente. Borrar mis datos de la funeraria e irme a podar jardines, aunque yo no sabía nada de podar jardines. Algunos espíritus progresistas instaban a los desempleados a integrar un ejército de jornaleros para colaborar en las fincas cafetaleras, solo que faltaba mucho para la temporada de recolección. Los románticos del trabajo dejaban de lado algunos detalles en aras de producir en los desempleados, profesionales o no, la idea de que la sobrevivencia ameritaba cualquier “aventura” laboral.
—No le creo —me dijo con un timbre de acreedor frío—. Me encantaría que le envíe el siguiente obituario a mi amigo, si no le molesta, ¿verdad, perros? —ahora se dirigía a su audiencia—. Anote, anote.
—Estoy anotando.
—“Leonel Ramírez, más conocido en vida como Tarántula (risas de fondo), no fue un buen hombre ni un buen marido ni un buen padre de familia. Fue un idiota y un codicioso. Murió de miedo por el coronavirus. Seguro su alma está al lado de Satanás. Leo, no te llevaste nada al otro lado y ahora todos se reparten tus sobras”.
Hubo tanto escándalo que tuve que apartar un poco la bocina de mi oído. “Qué malo sos, oía, qué bueno, jefe, qué bueno…”
—Quedó anotado —dije con total objetividad.
—Se lo envía por el medio que usted quiera. Dígale que ese es el único obituario que merece.
Me colgó.
No habían pasados dos días desde mi último encuentro con Leonel, cuando recibí su llamada. Quería saber cómo iba mi escritura de los obituarios. Le dije que estaba tratando de redactar un obituario justo.
—No me dure mucho —me dije—. Quiero que esto se cierre en mi vida. Lo que se diga de mí no será un tartamudeo, algo que me golpee aunque esté muerto. Tal vez muerto sienta uno más. ¡Quién putas sabe nada?
—Tiene usted razón. Me daré prisa, pero no lo tome tan en serio. Usted no está en un hospital entubado ni nada parecido. No se sofoque con la idea del obituario. Total, queda lo que la gente sintió por uno, nada más.
—No importa lo que gente vaya a sentir o no. Me parece que ya eso mucho sobre los sentimientos de los demás. Amado no fue ni Jesucristo. No exijo amor, exijo justicia en mi funeral. Unas palabras justas sobre mí. Le doy dos días para que termine. No juegue al payaso filósofo conmigo.
Me apuré con el encargo. O más bien, me dediqué con nervioso ahínco. De paso me asignaban postear en el Facebook de la empresa algunos anuncios atractivos sublimes para posibles clientes. La gente debía seguir enterrando a sus muertos de alguna manera, como me decía Mario y había que ofrecer el servicio con mucho tacto y elegancia, como bien se sabía.
—No quiero que el negocio sea próspero a costa de la pandemia, Esteban, te lo digo con sinceridad. Sé que algunas veces parezco insensible como un sapo, pero no es totalmente cierto. Me gustaba la vida como la tenía antes del virus. Lo mismo debió decir alguien en la Edad Media cuando comenzó la peste bubónica. Seguro reitero lo mismo que se dijo hace cientos de años, cambiando algunas palabras, variando un poco el idioma.
—Ojalá que no, Mario. He visto que en Italia no dan abasto. Allí no se puede enterrar a nadie. Allí nadie piensa en servicios de funerarias. Un servicio de funeraria funciona cuando la gente se muere razonablemente, no cuando hay una pandemia donde no se sabe qué hacer con tantos muertos.
—No creás que no he pensado en lo mismo, Esteban. El mismo don David me confió que si los muertos aumentan, seguro los enterrarán a todos en una misma fosa, como en otras épocas donde la muerte fue tanta que se convirtió en algo más sucio de lo que es. A veces quiero dejar todo esto botado. Nadie quiere pensar en sobrevivir. Está costando mucho. Los que mueren sin saberlo se salvan. No tienen que ver lo que vendrá. Y a mí lo que vendrá no me gusta. Prefiero estar en un asilo viendo todo el día Netflix. Estar muy consciente hoy día no es para nada un lujo. Ayer estuve viéndole los ojos al perro de mi casa. ¿Y sabés qué vi?
—Ni idea.
—Nada. Absolutamente nada. Estaban vacíos y tibios. Me miraban y no me miraban. Seguro le parezco una sombra que despide un olor familiar. No le veo estrés, no le veo una pena verdadera. Dichoso ese animal. Dichoso el gato del vecino que es todavía más indolente. Me gustaría convertirme en la orquídea que tiene mi esposa en el patio. Es un universo independiente, cerrado, sin ningún vínculo con el exterior. Tal vez necesite que la polinice una abeja de vez en cuando. Solo eso.
—Durante las noches, siento que hay mucha falsa tranquilidad, Mario. Y eso me asusta un poco. Uno nunca sabe lo que está pensando la gente. Todas esas películas de zombis no me parecen una broma hoy día.
—Jamás he visto una película de zombis para serte franco. Pero uno de mis hijos mayores las ve de seguido.
—No hablo exactamente de zombis. Hablo de gente muy asustada que sale a la calle en busca de una lata de atún a las dos de la mañana. Hablo de mujeres y niños con los ojos alterados que salen a golpear todo lo que se encuentran en el camino. Hablo de lo que pueda salir de una villa de miseria, como cuando llueve demasiado y revienta un hormiguero. Hablo de hombres armados con maches que matan por una bolsa de arroz y también violan e incendian la ciudad.
—Todo puede ocurrir, Esteban.
Evité concentrarme en los efectos de la pandemia en el país. La adversidad cansa como el perenne estado de satisfacción. Debe existir un término medio y algunas especies animales lo saben. Volví a mis viejos hábitos de lectura. Descubrí que había libros que había olvidado por el estrés de mi trabajo anterior. No había vuelto a sentir esa quietud que se experimenta en el cerebro con una buena lectura. Una quietud insondable, como cuando se debe viajar en una nave extraterrestre. No estás encadenado al mundo, sino que lo podés ver desde una óptica privilegiada, sin sentirte un borrego más ni una pieza útil. Algo marcha mejor aunque la historia que leés sea espantosa. El universo es coherente y visible. También visité a mis padres y traté de no pasar de la acera. Solo les dije que los quería mucho, como jamás lo había hecho.
—¿Qué dijiste? —preguntó mi madre asomada en la puerta.
—Que los quiero mucho a los dos.
—¿Y por qué no pasás?
—No es conveniente, según el Ministerio de Salud.
—Me vale un carajo el Ministerio de Salud. Sos mi único hijo y jamás te veo. Tenés años que solo pasás de largo.
—No sé si llevo el virus en algún lado, mamá, luego los contagio.
—Aquí hay gel con alcohol, ¿verdad, Humberto?
—Sí, Esteban, no seás tonto —dijo mi padre—. Yo no le hago caso al Ministerio de Salud. Sigo haciendo mis caminatas. No me puedo quedar entre cuatro paredes.
Me senté a la mesa de la cocina después de frotarme las manos con gel. Mi mamá me preparó una taza de café y me sirvió pan horneado. Comí primero con alguna lentitud, no sabía mucho que decir. Mi padre me preguntó por mi trabajo en la funeraria. Solo dije lo esencial. No es bueno hablar de servicios funerarios a dos viejos. Incluso creo que los viejos nunca tocan esos temas. Prefieren contar anécdotas que se saben de memoria o que han olvidado y vuelven a recontar añadiendo o suprimiendo partes. A los años uno descubre más secretos, incluso secretos que tienen que ver con grandes problemas de familia, hechos horribles, manipulaciones en la sombra que pueden asustar al más duro. Les dije que me llamaran más. Y no sé por qué lo dije. En el pasado, estaba muy ocupado en mis novias. Unas me hacían sufrir mucho porque no entendía lo que era tener una relación y no quería que me importaran sus pesares con hombres del pasado. Detestaba a esos hombres del pasado a los que siempre recurrían mis novias. Las relaciones entre dos casi siempre son encuentros de multitudes, aunque esas multitudes solo sean fantasmas. Pero es cierto que un fantasma puede ser más real que el suelo que pisamos.
—Yo siempre te llamo —dijo mi madre—. Pero vos nunca contestás o si contestás me decís que vas para una reunión.
—Quizás fue antes —le dije.
—Quizás —dijo ella enarcando las cejas.
Mi madre me regaló una tooper con un poco de pan casero que me gustaba tanto cuando era niño. Llegué a mi apartamento y lo dejé sobre el escritorio. Cogí uno de mis libros y empecé a leer hasta que me dormí, oyendo la quietud falsa de la noche, oyendo solo el vuelo insidioso de un zancudo.
Leonel me llamó cuando pasaron dos días después de su última llamada. Su voz me pareció hostil, decidida a morderme a través del celular. Le prometí enviarle unos obituarios. Me dijo que le urgía. ¿Cómo podría urgirle ahora unos obituarios a un desgraciado capo? ¿Qué sensación de vacío con la pandemia experimentaba quien supuestamente nunca tenía miedo y todo lo resolvía con una calibre 45?
—Por cierto, tengo varios obituarios listos —le dije, con un tono disciplinado—, se los puedo enviar por correo electrónico.
—Necesito que venga usted, amigo.
La palabra “amigo” no me gustó para nada. No quería ser su amigo ni nada en esta vida.
—Es que…
—Tal vez mejor le digo a Búmeran que pase por usted. ¡Búmeran! —gritó llamando al gatillero.
Búmeran pasó por mí en la tarde en un Chevrolet y traté de no hablar nada durante el corto viaje. Quiso meterme conversación sobre las cualidades del “jefe” y solo le asentí. El jefe me recibió en la sala mientras fumaba un puro con aroma a canela. Tenía una computadora sobre la mesa de la sala y anotaba algo.
—Hola, amigo, estoy haciendo una transacción importante a un banco de Panamá. ¿Cómo le ha ido?
—Bien, Leo, solo sobrevivo, nada más. El trabajo está difícil. Es más, esto que hago ahora es porque me despidieron de un periódico.
—¿Un periódico? ¿Y qué hacía?
—Redactaba notas de arte y cultura. La cultura es un adorno para la gente y muchos creen que solo sirve la exportación de piñas.
—No es entonces un “simple” vendedor de servicios funerarios.
—Soy filólogo. Estudié letras.
—Un estudioso de letras. ¿Se sabe el poema de Darío que dice… Dichoso el árbol…?
—Pues claro, Leo, es un poema del modernismo y creo que no tiene nada de modernista, pero ese es otro tema.
—No sé mucho sobre el modernismo. Solo creo que ese poema se escribió en un momento en que la mente es un águila. Y no sé dónde lo leí. Tal vez en el colegio. A veces podía abrir un libro y leer algo. Me hubiera gustado leer más. La vida se opone a lo mejor de nosotros. La vida es un tirano y nos quita toda nobleza, solo nos deja lo más salvaje para medio sobrevivir. Lo más astuto y feroz pasado por la peluquería. Con lo que usted sabe de filología entonces no le será un problema escribir mi obituario.
—Tengo varios obituarios que tal vez le gusten.
—Debe ser un obituario que diga algo de mí que sea verdadero. No quiero que sea una mentira.
Búmeran se había sentado en el sillón de la sala y escuchaba sin entender mucho. Al rato apareció la empleada y me preguntó si quería beber algo de alcohol.
—No bebo —le dije—. Tal vez un jugo.
Leonel y Búmeran pidieron ron con coca-cola. Volvió al minuto y nos dio las bebidas. Yo había extendido sobre la mesa algunos obituarios que había maquillado de fallecidos notables o desconocidos. ¿A quién le interesan los obituarios? Todos sabemos que son falsos. Pero ahí estaba Leonel tratando de escoger el suyo.
—Escucho —dijo el capo bebiendo de su trago. Hizo un gesto de que la bebida lo regeneraba, le daba una satisfacción envidiable, lo hacía más pleno. Búmeran solo bebió y se mantuvo mirándome. Sé que sospechaba de mí, o su trabajo consistía en sospechar de todos los que se acercaban al jefe y poner cara de descreído. Poner cara de descreído también es un trabajo que puede resultar bien pagado. Hay políticos que se especializan en ese gesto. Lo pulen hasta la maestría. Al rato uno puede hasta darles el dinero que tiene en la billetera.
—¿Qué le parece este?
Lamentamos el deceso de nuestro amigo, jefe y esposo, Leonel, una gran persona, modelo para muchos. Que sus acciones en vida las sigamos recordando por tanta bondad.
—Jefe —dijo Búmeran—, me preocupa este juego. ¿No es como atraer la muerte a su vida? ¿No estará jugando con fuego?
—Callate, baboso —le dijo Leonel—. Traé más ron o mejor traete la botella. Nuestro escritor de obituarios no bebe, pero yo no juzgo a nadie. —Búmeran se levantó del sillón y se trajo la botella—. Mejor tomo sin coca-cola. La mezcla me la enseñaron ustedes, los gatilleros. Yo no soy un gatillero. En cuanto a ese obituario, me parece una mierda, ¿verdad, Búmeran?
Búmeran nos miró a los dos y no supo qué decir, por primera vez lo vi dudoso y sin facultades para ser servil. Puede ser que el obituario fuera generoso y negarlo ofendiera también al jefe.
—¿Por qué lo dice? —pregunté tomando de mi vaso. Me habían traído un jugo de frutas.
—Está claro que muchos se reirán de ese obituario. ¿No es filólogo? ¿No sabe ya que puedo ser una persona que administra negocios poco bondadosos? ¿Usted cree que soy bondadoso?
—¡Tengo más obituarios! —dije retador.
—Pues no me sirven —dijo sirviéndose más ron, hasta el tope. Lo tomó en grandes sorbos—. Debe ser algo que le salga a usted en este momento y que no haya copiado de internet.
—No los copié de internet —mentí.
—Sí claro. Concéntrese por un momento y escriba uno que le salga al verme a mí tomando este ron. Será más sincero. No quiero que mienta. Que el factor bondad se insinúe de una rápida descripción. Sé que no soy tan malo como algunos imaginan. Mi esposa cree que soy el diablo. No tengo amigos. Solo tengo guardaespaldas. Mi familia solo me pide dinero y me pelan el diente porque les doy plata. Vivo en medio de unos fantoches. Creo que solo mi madre se interesa por mí, aunque ahora tiene Alzheimer. A veces la visito y quiero que me regañe como antes, quiero me golpee con una faja para que yo escarmiente y piense mejor, quiero que me diga que me cuide como solo ella solía decirlo. Con solo que una madre nos diga que nos cuidemos, ya estamos cuidados para ser exactos. Algo nos vuelve fuertes y estables. Pero qué puede decir ahora. Tener una madre con Alzheimer es casi insoportable. Se acabaron esas frases simples y que nos hacían rabiar. Esas frases auténticas que nos hacían pensar y tener un amor encendido en alguna parte del mundo. Usted me entiende.
—Sí lo entiendo.
—Un filólogo debe entender eso. Creo que los filólogos pueden ser muy presumidos de alguna manera. Una de mis hermanas está casada con uno que da clases en una universidad. Nunca he visto un pendejo más presumido. Sobre todo detesto la manera en que me mira. Es como si viera en persona a un subhumano que no le puede ofrecer nada. Y que los he ayudado económicamente. Nunca dice lo que siente, solo lo que dijeron otros. Vive citando lo que leyó. La gente que vive así es como si no existiera. ¿Me explico?
—Yo soy un filólogo de otro tipo. Siempre me gustó el sonido de las palabras. No importa si fueran buenas o malas palabras. Las palabras se dicen y no sabemos qué causarán. Pueden causar la melancolía de Darío que a usted le gusta o la desesperación cuando un padre te dice: sos un fracaso. Una desesperación que puede despertar un instinto asesino contra el padre y toda la sociedad.
—Interesante, beberé otro trago.
Leonel bebió otro vaso de ron, de sorbo en sorbo, ya como lamentándose de complacencia. No quería que se emborrachara antes de que me aprobara el obituario.
—Pienso que el siguiente obituario le puede gustar —le dije. Anoté algo sobre una libreta. Empezaba a sudar un poco.
—Lo escucho —dijo—. Vos también tenés que oír para que aprendás un poco, Búmeran. —Rio con descaro. Búmeran solo sonrió. Parecía asustado.
Nosotros sabemos que vos, Leo, viviste a tu manera, como sirviéndote un trago de ron y sin quejarte nunca. La vida te opuso resistencia, pero tuviste valentía.
El silencio nos circundó. Búmeran estaba con los ojos cerrados. Leonel seguía sorbiendo su trago de ron.
—Me gusta más. Pero me pone usted, amigo, en una situación deplorable. Parece el obituario de un borracho. Y no soy borracho. Resistencia y valor son cosas que tiene mucha gente. Incluso puedo decir que uno de mis enemigos, Jaime, por ejemplo, tiene resistencia. Es jetón y perseverante. —Recordé en ese momento el obituario que me encomendó llevarle a Leonel y guardé silencio, no quería meterme de lleno en otro entuerto—. Eso de vivir a mi manera me recuerda una canción de Sinatra o Elvis Presley y está muy quemada. Intente otra cosa. Debería tomarse un trago para que se inspire.
—No, gracias —dije—. Me perjudicaría la concentración. Nunca logré combinar el alcohol con nada de mi vida.
—Oooh, disculpe, podría haber sido un santo. —Rio sarcásticamente—. Tenemos otras drogas, ¿verdad, Búmeran?
Búmeran sonrió pero creo que los obituarios le causaban agonía. Agonía por él mismo y por sus compañeros. Agonía por lo que había vivido y por los futuros acechos que imaginaba ahí sentado con el trago de ron, que era su único aliado. Su jefe solo deliraba sobre el humo de las circunstancias. Seguro le parecía algo inasible en ese momento.
—No hay problema. Ya tengo otro obituario —dije dejando de escribir. Casi no le ponía atención a Leo.
—A ver, a ver…
Pudiste ser mejor, pero no viniste para ser santo. Pudiste ser más cruel, pero solo debiste ser justo en algunos momentos. Los que te odiaron nunca te conocieron. Los que te amaron quizás tampoco.
—¡Me gusta! —dijo Leonel—. Le da en pleno rostro a todo el mundo que me conoce y que no me conoce. Así es como tiene que ser mi obituario. Un poco despreciativo, frío, enigmático. Es una señal para los que queden viviendo. No importa si se limpian el trasero con el obituario. Como usted dijo, señor filólogo, las palabras llegan con mucha eficacia a donde deben llegar. Mi mamá lo sabía. Siempre me decía: el que anda con lobos aprende a aullar y esas cosas que dicen las madres. Ahora no la reconozco. Está en un asilo viendo por la ventana todo el día. Me encantaría que me vuelva a decir si lo que estoy haciendo le gusta a ella o no le gusta. Pero ya soy un adulto, dirá usted. Algo debo saber acerca de tomar decisiones.
—Me alegro que le haya gustado.
—No sé si me gusta completamente. Lo voy a leer un poco más. Deme su nota.
Le alcancé la nota.
—No importa si haya que hacerle alguna corrección.
—No creo que la corrija. Si muero primero que todos por esta pandemia o por un tiro en la frente, este obituario será lo último que se diga de mí en forma oficial. No importa si mis enemigos piensen otra cosa. Los enemigos siempre estarán contentos con nuestra muerte o algo asombrados de que ya no tengan que lidiar con nosotros. Lo más probable es que les dé un luto muy raro a ellos mismos. Nosotros les llenábamos el vacío más grande de sus vidas. Por todo lo que les pasaba, solo buscaban a un responsable: el maldito de Leonel, el cafre de Leonel, el codicioso de Leonel. Cuando les falte Leonel tendrán un vacío que no llenarán nunca. Mi mujer se buscará otro capo o se unirá a un filólogo tranquilo y responsable, como lo hizo mi hermana, un tipo engreído y enciclopédico que no sabe lo que es el mal ni lo que representa una luna roja en ciertos días. El tipo le hablará de la maldad con un libro de un autor que habrá escrito sobre la maldad, sin que su propia voz le diga (como yo siempre le digo), que la maldad está en las manos de su peluquera, en el aliento de su amiga que la llama para saber si se compró el carro del año, en los ojos de su papá que nunca dio la cara por ella y ahora la busca para decirle que ella es su hija. Estos idiotas gatilleros que tengo yo para hacer mis negocios y que me defiendan quedarán sin trabajo y harán sus propias bandas, sin ninguna inteligencia porque son torpes, y al tiempo saldrán en La Extra metidos en una bolsa de plástico. Para que lo sepás, Búmeran.
—Sí, jefe —dijo Búmeran con una mirada patética.
—Me gustaría que mi obituario le llegue a la médula a Carmela, mi querida, de la que tengo sospechas que no me quiere. Me gustaría que la estremezca. Lo que no pudo hacer mi dinero y mis palabras de amor, que son las palabras de un hombre poco romántico y sencillo, tal vez lo diga ese breve obituario y quizá ella llegue a pensar que había algo desconocido en mí que jamás exploró porque estuvo ocupada en comprarse cosas. Quizás entienda que cualquier hombre le puede comprar cosas y pagar apartamentos y costear viajes. Pero envejecerá y en el desierto de la vejez, antes de que le dé alzheimer, como a mi madre, recordará que le toqué la mejilla con un calor verdadero y que lloré alguna vez por su frialdad. ¿Cuánto le debo por el obituario, amigo?
—Lo incluye el servicio, Leo. No me debe nada.
—Me ha gustado conversar con usted, y como ve, no le temo al coronavirus. No le temo a la muerte como Jaime, que es un cobarde. ¿Sabe por qué me envió este regalo?
—Para nada.
—Me lo envió porque quien teme morir es él. Solo quería apartar de sí mismo ese miedo, dárselo a alguien más menos cobarde. Y entonces me lo envió a mí, porque sabe que yo al miedo lo tengo a raya. No digo que no tengo miedo, sino que lo tengo a una distancia prudente. Es posible que a veces me dé un poco por encima, como cuando llovizna y nos aruña el agua. Pero me sostengo en mi sitio. Lo miro de frente. Al miedo le gusta preparar el camino de la muerte. Es su perro fiel.
—No lo había pensado. Creí que era una burla.
—Jaime es un hombre de tan poca inteligencia que seguro alguien le dijo que me enviara ese regalo. Es una broma pueril, pero ingeniosa. Ya veré qué le envío.
Pensé lo peor.
—Enviarle lo mismo sería caer en su juego —le dije.
—Es cierto —dijo Búmeran.
—Sí, sería montarme en su ocurrencia y mostrarle que estoy herido. Cuando uno muestra a la gente que está herido, se fregó. Hasta ahí llegó la cosa. Te mirarán con rencor y con ganas de hundirte más. Por eso la gente solo vive de apariencias. Es su mejor defensa.
—Creo que Jaime entendió su mensaje cuando le dije que le había encantado el regalo.
—Espere —dijo asombrado—, ¿entonces lo llamó a usted después de que me envió su regalo?
—No. Yo lo llamé a él, como usted me dijo.
—¿Por qué no lo dijo antes?
—No quería agitar las aguas.
—¿Y qué le preguntó?
—Quería saber qué impresión le había causado el regalo. Le dije que usted solo me preguntó por los detalles de la cremación, por los servicios adicionales… por lo que es usual.
—Quería alimentarse de mi impresión, como un vampiro.
—Jefe, hasta no eliminarlo tendrá esa espina en su vida —dijo Búmeran.
—Debo pensar en algo pronto. Su miedo de morirse está muy soberbio y desgarrado. Es posible que del regalo pase a los hechos. Sus gatilleros me odian porque he matado varios de ellos. En paz descansen.
—Podemos hacerle una visita —dijo Búmeran, aburrido de tanta teoría. Lo que necesitaba era acción.
—Seguro lo espera. Es mejor que piense que estoy planeando algo. Dejalo que se desgaste y que pierda la dirección. ¿Verdad, amigo?
—No estoy muy seguro —respondí—. Usted es el que sabe de esta profesión.
—Pero usted tiene ideas.
—¡No sobre asesinatos!
—Siempre hay un día para aprender.
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]]>Tenía 8 años. Todavía jugaba con barbis y mi pasión era pintar. La clase de arte era mi favorita y decoraba todas mis tareas con dibujos, hasta las de matemática.
Las barbis me las regaló la “jefa” de mi mamá, una doctora con la que trabajaba, cuando su hija cambió las muñecas por un teléfono celular. Recuerdo mi sorpresa cuando mamá llegó con una caja llena de muñecas flacas pero tetonas, con cabelleras largas y brillantes, ropa, un carro rosado, una sombrilla de playa, y toda clase de accesorios para ellas; fue como una Navidad a medio año.
En la caja venía también un “barbo”: un atlético rubio llamado Ken, que me creó una fijación, aún no superada, con los rubios. Menudo problema, ya que en Costa Rica son escasos. Ken era amigo de todas las chicas y las llevaba a pasear en el carro rosado.
Un día, tras cambiarse el uniforme blanco y los zapatos también blancos por pijama y chancletas, mamá me hizo sentarme en el sillón con ella. Sus ojos se llenaron de arruguitas en los bordes cuando me anunció la mejor noticia de mi vida: que iba a tener un hermanito. Yo no tenía idea de cómo pasaba eso de los bebés, pero me alegré mucho. La vida de hija única era un poco solitaria. Me preguntó si me hacía ilusión ayudarle a cuidar al bebé y le dije que sí.
Las vacaciones de verano acababan de empezar, y yo contaba los días para la Navidad. Llevaba varios meses esperando por una barbi nueva, que vi un domingo en el mall, que cambiaba de color al sumergirla en el agua. Sin embargo, al final decidí pedir la barbi mamá, que venía con cuna, mecedora y juguetes para el bebé, que era una miniatura con los colochitos más perfectos que había visto.
Celebramos el cambio de año en la casa de los abuelos. Todos estábamos felices porque el 2020 traería un nuevo miembro a la familia. Nuestra felicidad estuvo acompañada de bombetas y fuegos artificiales que hacían figuras increíbles en el cielo. Esa fue la primera vez que me quedé despierta para una celebración de Año Nuevo.
A mamá se le veía la panza abombada y a mí me encantaba apoyar la cabeza sobre ella para sentir las pataditas. Le faltaban solo 4 meses y ya sabíamos que tendría una niña. No había decidido qué nombre ponerle; le sugerí que la llamara Elsa, como la princesa de mi película favorita. Mamá sonreía sin decir que sí ni que no.
Decidí bautizar Elsa a mi bebé colochuda; a la mamá le puse Nora, como la mía. Nora no tenía esposo, pero cuando Ken la conoció, se enamoró de ella y se convirtió en el novio papá.
El Ken de mamá era médico; algunas noches la acompañaba a casa después del trabajo y se quedaba a cenar. No era muy rubio, pero nos trataba con cariño. A pesar del dolor de espalda y del cansancio que sentía al final del día, mamá se veía más feliz que nunca; entonces, yo también.
Pero de pronto todo cambió. No llevábamos ni un mes de clases cuando la maestra nos dijo que había un virus muy malo que nos podía matar a todos y que por eso había que cerrar la escuela. Nuestras casas eran los únicos lugares seguros. Cuando llegó la hora de despedirnos, varios niños gritaron de alegría por lo que creyeron serían unos cuantos días de vacaciones; la mayoría de las niñas nos arremolinamos alrededor de nuestra idolatrada maestra, como un cardumen de pececitos hambrientos. A mí me gustaba la escuela; me entristecí al pensar que por un tiempo no podría jugar rayuela y escondido con mis compañeras.
Mamá me fue a recoger a la salida de clases. Se veía muy preocupada y no me quiso explicar qué era un virus, ni quién era Covid.
El tiempo comenzó a caminar muy despacio. Los días se hicieron semanas y después meses. Estar en la casa se volvió aburrido. La maestra mandaba tareas y cosas para leer, y una vez a la semana nos reunía virtualmente para darnos clases. Algunos compañeros no tenían computadora, otros no tenían más que el teléfono de la mamá y se les terminaban los datos; pasábamos la mitad del tiempo esperando a que todos se conectaran y luego esperando a que volvieran los que tenían conexión inestable. Creo que no aprendí nada en esas lecciones. Por dicha, un día llegó un aviso de que ya no habría más clases virtuales y solo enviarían material de estudio.
Durante esos meses pasaron varias cosas extrañas. Muchas familias empezaron a comprar papel higiénico como para todo un año (mamá no, porque sabía que no el papel no nos protegía del virus). Unos señores cerraron el parque con unas tiras plásticas que decían “Municipalidad de Alajuela”. No volvimos a ir al cine ni al mall, así que los domingos se confundían con los días de semana. A los niños no nos permitían jugar en la calle ni abrazar a los abuelos. Muchas mamás y papás dejaron de salir a trabajar. Una vecina un poco mayor que yo, me dijo que era una suertuda porque mi mamá todavía tenía trabajo.
Pero poco tiempo después, mamá tampoco volvió a trabajar. Le dijeron que no volviera por unos meses, porque en su “condición” era mejor evitar riesgos.
Pasaba muy nerviosa y solo encendía el televisor para ver a un señor de anteojos que hablaba todos los días a la hora del almuerzo. A mí me aburría mucho tener que oírlo contar enfermos y muertos y decir que debíamos seguir en la casa para vencer al tal Covid. Yo no entendía cómo podríamos vencer a alguien sin hacer nada más que dormir, comer, ver noticias, colorear y jugar. Mamá no jugaba. Dormía mucho, a veces tejía y sobre todo pasaba horas pegada a su celular. Ya casi no me lo prestaba para jugar Planet Fantasy y Happy Color.
Una noche la oí hablar por teléfono con varias personas: mis abuelos, mis tías, y con el Ken de ella, que se llamaba Rolando. La escuché llorar y preguntar cosas sobre la bebé.
Quedó más tranquila después de colgar con él. Me dejó pasar la noche en su cama y me abrazó hasta que nos quedamos dormidas. Mi último pensamiento consciente fue que tal vez Rolando no era doctor, sino un rey. Eso me pareció maravilloso.
Del resto del año no recuerdo mucho más, excepto dos cosas: cuando me dejaron conocer a la bebé, lo primero que hice fue revisar su cabecita; no tenía nada. Sentí una gran decepción de que mi hermana no fuera una princesa. Mamá me decía que no llorara, que ambas éramos sus princesas. Pero yo sabía que no era cierto.
El segundo recuerdo es del día que volví a clases, muchos meses después. Tras tanto tiempo de encierro en la casa, el ruido del montón de chiquillos gritando, corriendo y riéndose, me sorprendió como si nunca antes lo hubiera escuchado. Mis amigas se veían cambiadas, parecían mayores; nos tomó un rato romper el hielo. Sonó el timbre y entramos al aula en fila. Mi corazón palpitaba desbocado por la emoción de contarle a la maestra que mi hermanita había nacido, y que aunque no era una princesa de verdad, se llamaba Elsa.
Una señora que nunca había visto antes nos esperaba dentro del aula; había escrito “¡Bienvenidos!” y su nombre en la pizarra. A nuestra antigua maestra se la había llevado el famoso Covid.
Mayo 2020
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1.
Han pasado treinta y cuatro días de confinamiento involuntario. Mis perros están felices, me siguen por toda la casa. Al menos eso interpreto desde mi cómodo antropo-centro y me digo: “son felices, si estoy cerca de ellos”. Camila mueve la cola.
2.
Yo que en estado natural estoy casi siempre de mal humor, hiperalerta y ansiosa, llevo varios días sin dormir y pasando del divorcio con la humanidad a la reconciliación sin recato alguno.
Nunca como ahora, siento la proximidad de los balcones de los vecinos como esta inquietante molestia. Me doy cuenta de detalles que no quiero saber. Él le grita a ella, ella le grita a él. Sus bebés lloran. Mis perros ladran demasiado. Una de las hijas de los vecinos se llama Camila. Así se llama también una de mis perras. Ambas son criaturas feroces, bulliciosas y pequeñas. Supongo que ellos tampoco me toleran cuando la llamo.
3.
Yo también soy un animal doméstico. Me he acostumbrado a salir de la cama sin el sonido del despertador y hay días que no me baño. Lo primero que hago es revisar mi celular para constatar cuántos contagios tenemos en el scrapbook. Luego, acomodar el día laboral en el día doméstico para que no sea todo de teletrabajo y despiadada producción. A veces siento que cuando recuerde estos días de pandemia, me veré lavando eternas filas de trastos y pensando en el número de muertos.
4.
La gente está muriendo. Al principio de esta cuarentena lloré. Esta nueva realidad es aterradora, dolorosa y lejana. Ahora, varios meses más después del encierro, no sé lo que siento. He visto escenas de calamares nadando en Venecia, pumas caminando sin pudor frente a las casas de un pueblo vecino, personas en batallas campales por el papel higiénico en el supermercado o inyectándose desinfectante en las venas. Lo último, hogueras, colchones quemados frente a albergues para pacientes de Covid-19. Seguimos muriendo. Hoy quinientos contagios.
5.
No sé si estoy viva, pero creo que estoy bien. Veo en todas las pantallas una película de ciencia ficción, donde la muerte y la enfermedad está en otro plano y yo desde mi pequeña burbuja, desde mi absurdo centro del mundo: mi celular y mi computadora, trato de mantenerme en esta frágil calma de la que no quiero salir.
6.
Alucino. Puedo morir a puerta cerrada y nadie se enteraría. Si fuera así, que me coman mis perros.
7.
No todo es malo, tiendo a exagerar. A lo mejor, algún día podré contar a los nietos que salimos cuasi-ilesos de la pandemia. O tal vez, alguno de estos días, cuando regresen los dinosaurios, ya no estaremos allí.
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Hace unos días vi un meme en el que se veía la imagen de un alcohol en gel y una mascarilla que decía: “MEMES EN 2035. SI NO USASTE ESTO PARA IR POR PAPITAS A LA TIENDA NO TUVISTE INFANCIA” y me gustó el alivio que me trajo el chiste, mirarse desde un futuro y pensar que este tiempo extraño tendrá un fin. Otro meme era el de una foto en blanco y negro de gente común y corriente comiendo en un restaurante, la foto emulaba ser de principio de siglo pero dejaba claro que era apenas un “antes” de la locura Covid-19. Digamos que así de trastornada me tiene el confinamiento: filosofando a partir de la lógica espacio-temporal de los memes. Escarbando en la superficie de lo trivial para ver si hay algo debajo, porque así paso los días en el año de la marmota: en el ceremonial de pasear a los perros, lavar los platos, enterarme de esa realidad que miro a través de un vidrio esperando (rogando) que no me toque. Ya no leo el horóscopo con la ingenuidad de antes, ahora le temo un poco más a los mercurios retrógrados, a los gatos negros celestiales, a los pianos que caen del cielo. Soy una devota a la estadística que reza por misericordia ante el aumento exponencial y las cifras de muertos.
Mientras tanto toca seguir dándole vueltas a la rueda del hámster para llenarse los cachetes y guardar para ese invierno que es hoy. Toca la vida en Zoom: dar clases de escritura creativa asomándose por pequeñas ventanas y ver más allá de ellas los diferentes cuartos, meterse en la intimidad de las casas, esos espacios que evidencian personalidades: una batería, un poster de rock, una biblioteca, una manta con el dibujo de un mandala; acostumbrarse a los ladridos, a la comunicación que veces llega como metida en un frasco, ese sonido a inodoro descargándose que aparece en las interferencias, la voz del exorcista de una alumna cuando lee su cuento, las preguntas con efecto estroboscópico QUÉ-S—GN-FI-CA- PR-ET-UPE -UA-SON- LAS- VAR-AS-LLO-SA, las ventanitas en negro con el nombre de los tímidos, las caras congeladas de la mala señal.
Un amigo me mandó un video viral mexicano de un abogado en una audiencia que se levanta para buscar unos audífonos y queda en evidencia que está en calzoncillos. Pero hoy, además del abogado, podríamos pensar que todos estamos en mayor o menor grado un poco así: expuestos y vulnerables. Nos hemos convertido en el remedo de nuestra seguridad, de nuestras ambiciones. Nunca antes nuestro ego fue tan tragicómico. Nuestra ventanita abierta expone los malabares que hacemos para conservar lo que creíamos conocido. Algunos hacen postres, otros ravioles caseros, ejercicios de zumba, otros damos clases, otros dan consejos de cómo sobrevivir a lo que sea. Hace poco un amigo yogui vegano me dijo: “me muero de ganas de ir de shopping”. De cualquier otra boca me habría parecido una nostalgia comprensible, pero viniendo de él me pareció que señalaba otra cosa, ese síndrome de abstinencia consumista quería decir algo más profundo: evidenciaba una escalofriante certeza rota.
Y por otra parte, la expresión “nueva normalidad” me produce urticaria y no sé muy bien por qué. Ayer soñé que viajaba a Miami y que no encontraba alcohol en gel en ninguna tienda, alguien me informaba que la «mafia» los había comprado todos así que lo mejor era que me diera por vencida; luego volaba de regreso a Costa Rica y no me dejaban entrar porque había roto las normas: yo era extranjera, y Migración decía que si salía, perdía la residencia. Yo me sentía muy culpable, me arrepentía profundamente de mi deseo burgués, maldecía mi superficialidad, mi escapadita «para despejarme». Me desperté alegre de que todo fuera una pesadilla, alegre de estar encerrada en mi casa con una botella de alcohol en gel sin abrir, alegre de que mi cédula de residencia estuviera bien guardada en la billetera, alegre de que hubiera lentejas en la olla de cocimiento lento. Mi inconsciente tiene algo de Ministro Salas, algo de «ubicate que todo puede ser mucho peor». También mi hijo tuvo una pesadilla anoche: soñó que la casa se inundaba y había víboras en ambos patios. Hoy nos contamos los sueños mientras comíamos gallo pinto y nos agarrábamos bien fuerte a los bordes de la mesa. ¡Gracias realidad por ser tan concreta y sólida!
Alguien escribió un post sobre lo que le dijo su abuela antes de morir: “qué dicha que me voy a morir, y ya no voy a ver lo que a ustedes les va a tocar”. No supe si darle «me gusta» o ponerle un «me enfada», «me sorprende», «me importa» o un «me lleva puta». Otra amiga escribió hace unos meses: “Si me va a dar coronavirus quiero ser de las primeras para que me toque un respirador”. Y me pareció de una lógica incuestionable, como ir a la feria a la hora en la que todavía no hay nadie. Por momentos debo atarme las manos para no caer en la tentación de escribir «sermones reflexivos en tiempos de confinamiento». Salvo el santo oficio de hacer memes, escribir sobre cualquier cosa me resulta farragoso. Necesito tiempo y distancia crítica para digerir estos días en cámara lenta.
En fin, así estoy pasando este año de la marmota: haciendo chistes como quien dispara perdigones al aire, riéndome dolorosamente como el Joker y con ganas de meterme en la refri y que me descongelen en el 2035.
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