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De extremo a extremo | EL PAÍS América
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LETRAS AMERICANAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De extremo a extremo

El escritor mexicano Emiliano Monge reflexiona sobre ‘Carnada’, la primera novela de la escritora uruguaya Eguenia Ladra

La escritora uruguaya Eugenia Ladra.
La escritora uruguaya Eugenia Ladra.Cortesía (Cortesía)
Emiliano Monge

De pronto, querido lector, casi de golpe, se me pasó por la cabeza que, cuando dimos inicio a esta newsletter, una de sus ideas era la de tender puentes entre el pasado y el presente o, mejor dicho, entre lo que pasó, pero sigue pasando, y lo que está empezando a pasar.

‌Aunque, pensándolo mejor, que esto se me pasara una vez más por la cabeza no fue algo que sucediera así nomás, como parece advertir ese “de pronto” con el que inicio esta entrega; se trata, más bien, de una consecuencia, de un eco que emitió su primer rumor cuando recién terminé la relectura de Carnada, la primera novela de la escritora uruguaya Eugenia Ladra.

‌Y es que, mientras pensaba en aquello de lo que hemos venido hablando durante las últimas semanas, quiero decir, en la literatura del “fue” y la del “es”, así como en las posibilidades de la forma y las historias que contamos, mientras pensaba, en realidad, en cómo el lenguaje también puede constituir una apuesta de alto voltaje cuando las palabras se amasan así como hace Ladra, como con un exceso de agua que las vuelve pegajosas, algo —aquel de pronto que más bien era eco— me hizo volver al epígrafe que la uruguaya coloca al comienzo de su novela.

Por fuera y por dentro

“Y eso es solo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo”, estas son las palabras de Pedro Páramo que Ladra elige colocar a manera de puerta de entrada a su libro, palabras que Dorotea, aquella mujer a quien su hermano convirtió en esposa sin que ella pudiera impedirlo y condenó luego a vivir encerrada, le lanza a Juan Preciado justo después de haberle preguntado: “¿No me ve el pecado? ¿No ve estas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo?”. Y antes, además, de que Preciado le responda, dejando entrever —por primera vez— cómo es, en realidad, ese sitio en el que de pronto nos encontramos los lectores —sitio que tanto se parece al Paso Chico de la propia Ladra como a los lugares por los que paseamos, por ejemplo, cuando leemos Furia, de Clyo Mendoza, o alguna de las novelas de la escritora argentina Marina Travacio—: “¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y aquí no hay nadie”.

Pero olvidemos la respuesta de Preciado y volvamos a las palabras de Dorotea, que además de decir lo que la historia les demanda que digan, siembran humedades, fangos y manchas como hongos, sin hablar literalmente de nada esto, porque además de alumbrar lo que se está contando, en una novela las palabras pueden hacer lo que hacen en voz de Dorotea: alumbrar, pero en la doble acepción de la palabra, el entorno, el ecosistema, el paisaje general y los paisajes interiores de los personajes, la materia misma, pues, del mundo en que nos encuentra los lectores. Esto Rulfo lo supo siempre. Y, por suerte, junto con él, antes y después, lo han sabido muchos y muchas escritoras de la lengua: es el caso de Ladra, quien, como decía, amasa las palabras como con un exceso de agua, porque entiende que además de ser materia, son emisoras de vapor, de esa especie de niebla que habrá luego de posarse sobre todo lo que cuenta y que habrá de mediar, también, entre todos sus personajes, así como entre éstos y las cosas del mundo.

En voz de los personajes

A fin de cuentas, como, cuando está por encontrarse con Dorotea y su hermano, asevera Juan Preciado —hay cosas que los escritores ponen en voz de sus personajes, haciéndolos decir, además de lo que pide la historia y lo que necesita la forma, aquello que es obsesión de la escritura y que, sin embargo, el autor quiere que quede ahí, como queda un petroglifo en la piedra o el pedazo de un encendedor entre la arena o las conchas de una playa, es decir, como mensaje de otro tiempo o de otro mundo— y como bien podría aseverar cualquiera de los personajes de Carnada: “Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños”.

Y, hablando de personajes, queda decir, acá, ahora, que Marga, esa niña que nace en el instante de la muerte de su madre, que es criada por su abuela y una partera y que es señalada por el pueblo entero de ser la encarnación de la mala baba, al igual que Recio, un muchacho que aparece un día cualquiera en Paso Chico, como si se tratara de algo que de pronto creció ahí, del suelo mismo, o a consecuencia de alguna espora, también guardan paralelismos con algunos de los personajes que habitan Comala, al tiempo que alumbran una forma enteramente diferente de los cariños y abusos.

Pero volvamos, antes de terminar, allá a donde también podríamos haber ido, si no se me atraviesa aquello de las relaciones y tensiones entre las escrituras que no dejarán de suceder y las que están empezando a pasar: Carnada, de Ladra, queda inscrita en la literatura del “es” por un acto de prestidigitación: la niebla, el vapor que enrarece la lectura, es, en este libro, al mismo tiempo, bella transparencia.

Coordenadas

Carnada se encuentra en edición de Tránsito.


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