En estos últimos años podemos a veces leer en este diario polémicas en torno a lo que se ha dado en llamar la cuestión de la «Memoria Histórica». Que el recuerdo sigue vivo se percibe con claridad en la sección de «Cartas», y es que la montaña aún sigue sangrando.
El que esto escribe, con modestia, y desde una perspectiva existencial, personalista, próxima a Unamuno y a la literatura de Miguel Delibes, ha utilizado en la revista digital «El Catoblepas» la noción de «Memoria biográfica y de memoria poética» (en este asunto «trágica»). Frente al exceso de logicismo hegeliano, o a la torpe manipulación mediática, a mí se me podrá acusar de emplear una expresión que es casi un ingenuo pleonasmo. Vaya la autocrítica por delante.
Hoy, por suerte, los historiadores ya han estudiado casi todo lo que se puede conocer sobre los asesinatos indiscriminados y la violencia, de cualquier facción, en los meses y semanas que antecedieron al inicio de nuestra Guerra Civil, como también a todo lo referente a la represión franquista al finalizar «oficialmente» la contienda, con la llegada de la «paz de la victoria». Igualmente cabe decir lo propio respecto a las acciones del maquis o guerrilleros que siguieron en la lucha antifranquista.
A raíz de un comentario mío titulado «Sobre la memoria biográfica: una narración y un escolio», de la citada revista en internet, y donde yo reflexionaba sobre una serie de recuerdos que recibí de mi abuelo materno y de un cuñado de mi padre, que, siendo de la misma edad y habiendo luchado ambos en el llamado «bando nacional», tenían talantes morales e ideológicos bien distintos, me llamó, digo, un señor, que quería preguntarme por la acción del maquis en el pueblo salmantino de Los Santos, muy próximo a Casafranca, aldea de la que son mis ancestros. Los hechos fueron muy sonados en una provincia en general muy conservadora, y por supuesto se silenciaron por el Régimen. Esta persona me comentó que, con no ser historiadora de profesión, está escribiendo un libro sobre la Guerra Civil y la represión en Béjar, y que si llega a publicarlo no habrá de gustar ni a los «hunos ni a los hotros», por decirlo al modo unamuniano. Yo, al respecto, sólo pude indicarle que nada sabía, sólo unas vaguísimas impresiones por mí escuchadas y que ya cito en el mentado artículo.
Me remitió así a la web «Asociación Salamanca Memoria y Justicia» y a un enlace de la misma firmado por don Luis Calvo Rengel, titulado «Semilla de libertad». Este último cronista recoge aquí tres relatos. Uno de ellos se titula «Bartolomé González, alcalde de Móstoles». Y es que Bartolomé participó como guerrillero republicano en la acción de Los Santos. Todo ello fue casi con seguridad el 20 de marzo de 1946. Calvo Rengel cuenta cómo conoció a Bartolomé González. Éste, en su condición de alcalde y de militante del PSOE desde la clandestinidad, le narró los hechos al también político socialista Calvo Rengel. La biografía del citado Bartolomé da para mucho: médico y cronista de guerra, piloto de caza (1936-1939), militar en la Legión Extranjera Francesa (1939-1941), luchador en la Resistencia Francesa (1942-1945), guerrillero republicano antifranquista (1946) y alcalde de Móstoles (1979-1991).
Renuncio aquí a relatar la acción guerrillera pues remito a la citada web. Recordar, eso sí, que según el cronista todo se organizó por la Resistencia desde Toulouse (avituallamiento, armas, municiones, documentación falsa, planos, etc.). En esta ciudad estaba igualmente Nicasio, «el comandante Casio» le decían sus hombres, que actuó como jefe del comando integrado por diecisiete personas. A Casio los falangistas le habían matado a su padre junto con otros en septiembre de 1936. Sus cuerpos (los asesinados, según un tío mío, fueron unos catorce), aparecieron en las cunetas del camino comarcal que va de Los Santos a Fuenterroble de Salvatierra. Según las palabras que recoge Calvo Rengel, Nicasio quería dar una lección a los que habían matado a su padre y que ahora eran las autoridades del pueblo (aunque también hay otras versiones). La operación fue exitosa y sólo cuatro guerrilleros entraron en acción, entre ellos el propio Casio. Además sólo éste disparó a matar y como venganza (en palabras de Calvo Rengel o según Bartolomé González). Conocía bien el lugar y tenía el croquis de acceso a la taberna. Tras la ráfaga de metralleta cayeron los que estaban jugando a las cartas: El alcalde de Los Santos, el teniente de alcalde y el jefe local de Falange. La venganza se había cumplido. (Según este tío mío, cuyo nombre no cito por discreción, el hijo del citado alcalde cabalgó de noche y se presentó en Casafranca para alertar a los del ayuntamiento, entre ellos a mi abuelo que ese año también estaba de teniente de alcalde). En días posteriores el comando se disolvió y muchos de los activistas fueron muertos en refriegas con la Guardia Civil y el Ejército. Bartolomé fue de los pocos que salvó su vida, y su biografía, como la de Casio, da para un buen guión de cine, tal vez mejor que el de «Luna de lobos».
Por eso yo, aunque muy joven para cuestiones referentes a la memoria de la guerra y de la posguerra, y junto a todo lo anterior, quiero narrar aquí un relato, un mito, un tanto novelado, referido a lo que debió de ser la vida de este abuelo mío, que nació en 1910 y que ya falleció hace más de veinte años. Si mi familia de origen lee esto que me disculpen, pues no son más que impresiones emocionales que muy poco tienen de verídico.
Era un 12 de octubre de 1972, jueves para más señas, y se había levantado la veda de la caza menor en el viejo Reino de León, como siempre el Día del Pilar y de la Hispanidad. Mi padre había madrugado mucho en Casafranca y antes de que despuntase el alba, con todos los miembros de la nutrida cuadrilla (principalmente parientes, hombres algunos letrados y de tronío en el Antiguo Régimen), se habían ido a hacer esperas a las liebres y a los vivares de conejos antes de que amaneciese. Yo tenía nueve años y medio. La mañana había amanecido con algo de niebla y, ya se sabe, mañana de niebla tarde de paseo. Ya de amanecida, los prados, la dehesa y los campos limítrofes (a Fuenterroble y Endrinal), y el pico, el Monreal, nos traían el eco de los tiros. La escopetas hablaban y mucho, y todo ello antes del boom de las repetidoras y acotados. A media mañana Gerardo, un labrador de entre los que solía ojear en los ganchitos, subía a un punto de encuentro (La Fuente la Mentira) con los almuerzos y las botas de vino, y bajaba con su burra entrecana bien cargada con las piezas ya cobradas. Recuerdo perfectamente su imagen cuando, atravesando la calzada comarcal, entraba con el asno vadeando la húmeda maleza de la cuneta hacia la plaza de la Iglesia.
Mi abuelo, con toda la labor del verano anterior ya hecha, y guardada en «tenás», «casillos» y «sobraos», decidió ir a arar, a orear la esponjosa tierra de una pequeña suerte en Arroyomolinos, próxima ya a Aldeanueva de Campo Mojado. No recuerdo si era un linar, un centenero o una tierra de «garrobas». Como siempre le vi aparejar el típico arado romano, y castellano, y apretar con precisión el yugo, con las coyundas de correal de perro, a la testuz y largos cuernos de las recias vacas de labor. La «Jarda» y la «Cana». A mí me subió a una exigua manta que, a modo de albarda, llevaba un muy manso y pequeño caballo castaño que tenía. A su vez, la «Juli», una perrilla rojiza, nos ladraba excitada por la faena. Además de la azada, y en prevención, siempre llevaba un destral y una azuela por si se terciaba preparar una cuña para arado tan primitivo. Mientras con la aguijada guiaba a la yunta por las eras, que estaban algo encharcadas por lluvias pasadas y yo me aferraba a las crines de la cabalgadura para no caerme, empezó a hablarme de su herida más grave durante la guerra. Fue en el pinar de Valsaín (La Granja de San Ildefonso, Segovia), de sus cinco operaciones a vida o muerte (una de ellas hecha creo que cerca de Gijón en un lugar llamado «La casa de Quirós»), de cómo y por qué llegó a ser sargento siendo duramente ejercitado por los alemanes que operaban en España. También algo sentí oír, aunque el frío aire que se había levantado hacía revocar su discurso así ya entrecortado, sobre «El Somatén» y los «Bandoleros» que habían rondado por Los Santos y que habían matado a alguien. Creo que me dijo que al alcalde. Los próximos días (a aquellos hechos), y aunque él todavía andaba delicado en su convalecencia, algo creí entender de acciones de búsqueda y captura. No sé si también escuché la palabra «venganza».
Ya no recuerdo más. A la tarde los cazadores, ante el hastial del viejo caserón del abuelo Calixto, hicieron el tradicional ritual del reparto comunal de las piezas. Vi cómo a mi padre le hacían una foto con lo que él había despachado: tres perdices, una liebre y un gran zorro. También evoco el olor a pólvora de los verdosos cartuchos del 12 del Trust Eibarrés, modelo «El galgo verde», y su vieja escopeta de la misma marca. Coincidió esto, y así reposa recostado en mi memoria, con la llegada mía y de mi abuelo. Cuando éste soltaba las vacas del yugo y recogía hacía un corralón, cabe la calleja, todos los aparejos, arado y arreos, y al ir a bajarme del caballo, mientras yo me escurría agarrado a la cincha encima del poyo de la casa y para no caerme, sólo pude decirle, inocente, «¡abuelito Fabián!, ¿y usted por qué los mató?».