Miguel Ángel Zalama
«Estudios y Documentos, 58», Valladolid, Universidad de Valladolid, 2000
(589 págs. con ilustraciones)
Extracto del libro: introducción.
Este libro es un estudio de la figura de la reina Juana I. Se centra en su estancia de casi cinco décadas en Tordesillas. Allí vivió, en un palacio del que hoy no permanece vestigio alguno, custodiada por sucesivos guardianes que procuraron, así se lo requirieron sus señores -Fernando «el Católico», Carlos V...-, que nada de lo que ocurría entre sus muros trascendiera. Este ocultismo, en cuyas razones y consecuencias se abunda en el libro, ha supuesto que, salvo excepciones, apenas exista bibliografía seria referente a doña Juana. Y hay que insistir en lo de «seria», pues novelas, pseudo-historias, inventos en general, abundan. Como no se conocía casi nada cualquier afirmación valía, sobre todo si se basaba en las apreciaciones de la imaginación desbordada de los románticos.
Frente a la tentación de novelar la vida de doña Juana, este libro documenta todos los datos que se aportan, y son muchos, con los que se puede llegar a conclusiones novedosas sobre doña Juana. Especial interés tiene la, ahora conocida, suerte de su tesoro. Sabemos quién, cuándo y cómo salió de Tordesillas. También sabemos cómo vivió, de qué obras de arte se rodeó, incluso cuándo abandonó el palacio. Este edificio, perdido irremediablemente desde el siglo XVIII, ha podido ser reconstruido en parte gracias a los documentos exhumados.
Ha sido el Archivo de Simancas el principal proveedor de la documentación que se presenta. Asimismo el Archivo de Palacio y diferentes archivos de protocolos han sido fuentes de gran valor, como minuciosamente se detalla en el texto, para la conclusión de este estudio, que esperamos sirva de desagravio a la figura de la reina Juana, totalmente olvidada en esta época de los centenarios de su nieto Felipe II (1598), su hijo Carlos V (1500) y el ya anunciado de su madre, Isabel «la Católica» (1504).
Doña Juana reina de Castilla.
Cuando el 6 de noviembre de 1479 nació la infanta Juana nadie podía suponer que llegaría ser reina. Era el tercer hijo de los Reyes Católicos; por lo tanto la tercera en la línea de sucesión. Se educó junto a sus hermanos en una corte que tuvo siempre el carácter de itinerante. El sometimiento de una nobleza levantisca y sobre todo la lucha final contra los musulmanes del Reino de Granada, obligó al continuo trasiego de sus padres a los que acompañaron, especialmente a doña Isabel, sus hijos.
En la política llevada a cabo por los Reyes Católicos tuvo una considerable importancia la concertación de matrimonios entre sus cinco hijos y los reyes o sucesores al trono de otros Estados, en aras de mantener alianzas. Uno de estos acuerdos fue doble: el príncipe don Juan se casaría con la hija del emperador Maximiliano I de Austria, Margarita de Austria, y la infanta Juana haría lo propio con su hermano el archiduque Felipe «el Hermoso». Éste, además de ser el heredero de los Habsburgo, ya poseía los Países Bajos, que le habían llegado a través de su madre, María de Borgoña, hija unigénita del duque de Borgoña Carlos «el Temerario».
La doble boda se realizó mediante procuradores en 1495. A mediados de agosto de 1496 la infanta Juana salió de España con destino Flandes, donde se suponía pasaría el resto de su vida. El mismo barco que llevó a doña Juana regresó a España con Margarita de Austria, quien se convertía en princesa por su matrimonio. Mas los acontecimientos pronto cambiaron de rumbo. El 4 de octubre de 1497 murió el príncipe Juan. Su esposa estaba embarazada y se esperó con ansiedad el alumbramiento, el niño (o niña) se convertiría en heredero al trono, sin embargo Margarita de Austria parió un hijo que murió al nacer.
En aquel momento doña Juana estaba más cerca de convertirse en la sucesora de los Reyes Católicos si bien aún tenía una hermana mayor, la infanta doña Isabel. Ésta se había casado en 1490 con el príncipe Alfonso de Portugal quien falleció sin descendencia un año después. La alianza con la corona portuguesa era fundamental para España y se concertaron nuevos esponsales en 1496 con el entonces rey Manuel I «el Venturoso». La boda se celebró poco después y la reina de Portugal, que había sido jurada heredera de Castilla y Aragón, quedó encinta. El parto se produjo el 24 de agosto de 1498 pero con consecuencias fatales para la reina quien murió en el intento. A su hijo, el príncipe don Miguel, inmediatamente le fueron reconocidos sus derechos al trono. Desgraciadamente el niño falleció sin haber cumplido dos años y en aquel momento doña Juana se convirtió en la heredera de sus padres. Tampoco esto quería decir nada pues la muerte era demasiado frecuente entre los miembros de la casa real y podría ser que doña Juana también falleciese, pero la salud de la entonces archiduquesa, como a la postre se demostraría, era de hierro.
En condiciones normales el cambio de heredero no era algo traumático. A la muerte de sus padres doña Juana habría tomado las riendas del poder sin más. Pero había algo oscuro en la vida de la princesa. No conocemos los detalles pero el comportamiento de doña Juana en Flandes dejaba mucho que desear, hasta el punto que sus padres enviaron a Bruselas, en 1498, a un hombre de su confianza, el dominico fray Tomás de Matienzo, para que indagara qué pasaba. Se conservan tres cartas que remitió el dominico a los reyes y aunque el lenguaje es oscuro se aprecia que doña Juana tenía un comportamiento extravagante: «díxele -escribe fray Tomás- que tenía un corazón duro y crudo sin ninguna piedad».
Semejante conducta pronto pudo ser comprobada por los RR. CC. personalmente. Cuando en 1502 doña Juana volvió a España para ser jurada heredera su actuación en algunos momentos dio que pensar a sus propios padres. Su esposo regresó al finalizar el año a Flandes y doña trató de acompañarlo. Sin embargo, los RR. CC. deseaban que permaneciera en España, además de encontrarse embarazada (ya habían visto demasiados muertos entre sus herederos como para permitir un posible accidente en lo que era un difícil viaje). Después del parto de su hijo Fernando doña Juana decidió que volvía junto a su esposo. La reina Isabel se lo quiso impedir pero un día la princesa se hartó. Estando en el castillo de la Mota en Medina del Campo mandó emprender el viaje; nadie le hizo caso -otras eran las órdenes-, y entonces trató de salir por su propio pie. La guardia se lo impidió pero ella se negó a volver a sus aposentos de forma que permaneció al sereno una fría noche de noviembre de 1503. Doña Isabel se vio obligada a trasladarse allí desde Segovia, donde estaba convaleciente, y trató de apaciguar a su hija. La discusión debió ser muy violenta hasta el punto que la reina refirió que «...me habló tan reciamente y con tanto desacatamiento y tan fuera de lo que debe hija debe decir a su madre, que si no la viera yo en la disposición en que ella estaba no se las sufriera...». Doña Isabel debió entender que su hija está fuera de sí y que esto no era algo momentáneo.
Felipe «el Hermoso», Fernando «el Católico» y la locura de la reina.
Tradicionalmente se ha querido ver como causa de su extraño comportamiento los celos que le producía la conducta libertina de su esposo. Esto es insostenible por romántico que nos parezca. Los matrimonios canónicamente constituidos tenían la misión de traer hijos legítimos al mundo; al margen de esto eran habituales las relaciones extramatrimoniales -de los hombres- que a veces tenían toda una serie de hijos bastardos (Fernando «el Católico» tuvo al menos cinco hijos fuera del matrimonio). No digo que esto fuera celebrado por la esposa legítima, menos si era una reina como doña Isabel, pero tampoco se tomaba como ahora. Además, entre las actitudes «extrañas» de doña Juana estaba la negativa a cumplir con los preceptos religiosos: se negaba a escuchar misa, a confesarse y comulgar, no comía, dormía en el suelo...; asimismo eran frecuentes los ataques de ira en los que arremetía contra sus servidores, especialmente contra las mujeres a las que odiaba. La cuestión es que doña Juana ya estaba dando síntomas de escasa salud mental en aquellos momentos y eso preocupaba seriamente a sus padres, pues tarde o temprano se iba a convertir en la reina de España.
Análisis actuales suponen que su mal era esquizofrenia, que presenta sus primeros síntomas en la adolescencia -doña Juana se casó con dieciséis años-, pero su vida en Flandes propició que su salud empeorara. Por los datos que tenemos sabemos que doña Juana se vio totalmente relegada en Flandes. La apartaron de cualquier asunto e incluso se llegó a despedir a sus servidores más próximos. Los celos quizá habría que entenderlos como desesperación ante la impotencia de actuar, y su negativa a cumplir sus obligaciones religiosas -para la época no hacerlo era una tragedia- quizá fuera la única forma de llamar la atención sin que pudieran hacer nada para obligarle: cuando atacaba a sus sirvientes Felipe «el Hermoso» la castigaba, generalmente con el encierro en sus aposentos, ¿pero cómo forzar a alguien a confesarse o comulgar?
Su mal, el que fuera, no sólo no se trató sino que se aumentó por las actuaciones despiadadas tanto de su esposo como posteriormente de su padre. No podemos asegurar que de haber actuado de otra manera doña Juana habría sanado; sí podemos declarar que tanto el esposo como el padre fueron nefastos en la vida de la reina.
Para justificar el trato dispensado por don Felipe a su esposa, que distaba mucho de ser el correcto, el archiduque decidió divulgar las extravagancias de doña Juana: gritos, ataques a sus sirvientes, odio a las mujeres, negativas a lavarse y mudarse... Había otra razón por parte de don Felipe para mostrarla como demente: desde que doña Juana se convirtió en heredera Felipe «el Hermoso» soñaba con ser el rey de España. Y lo más insólito es que quería ser rey efectivo, no consorte. Esto, opuesto a derecho, se fundamentaba en lo que ya era un secreto a voces: doña Juana tenía serios problemas mentales. A la postre su política fue la acertada, pero no alcanzó la victoria, por otro lado pírrica, sin más.
El 26 de noviembre de 1504 moría Isabel «la Católica» y por ley doña Juana se convertía en reina de Castilla. Doña Isabel incluyó una disposición en su testamento en la que decía que si su hija «...no quisiere o pudiere entender en la gobernación...», sería su esposo el encargado de ella hasta la mayoría de edad de don Carlos. Fernando «el Católico» se apoyó en esta cláusula y utilizando los argumentos de locura difundidos por su yerno no tuvo dificultades para hacerse con el gobierno en un primer momento. Sin embargo, la nobleza harta del poder de don Fernando acabó por apoyar a don Felipe que en 1506 llegó a España y, junto a su esposa, fue jurado rey.
En ese momento doña Juana no era más que una marioneta utilizada por los dos bandos. Ella era incapaz de tomar partido por ninguno, y por supuesto tampoco por sí misma. Fiel a su esposo era consciente de la lealtad debida a su padre. En esta encrucijada doña Juana sucumbió definitivamente. Después ser declarada reina de Castilla en las cortes de Valladolid en el verano de 1506 apenas tomó decisiones y en ningún caso de gobierno.
Comienza la leyenda: la reina deambula con el cadáver de su esposo.
Don Felipe no tuvo mucho tiempo para disfrutar de su triunfo. El 25 de septiembre de 1506 falleció en Burgos. Con el usurpador esposo muerto y con su padre lejos de Castilla -se había marchado a sus dominios en Nápoles- doña Juana tuvo la oportunidad de ejercer el poder que por ley le correspondía. Pero no lo hizo. En aquel momento sus facultades mentales estaban demasiado disminuidas. En vez de gobernar tomó decisiones que a todas las luces resultan sorprendentes. Dado que su esposo había dejado en testamento que quería enterrarse en la Capilla Real de Granada junto a su suegra, el 20 de diciembre de 1506 se trasladó a la Cartuja de Miraflores, donde estaba depositado el cadáver, y después de mandar abrir el ataúd y obligar a los nobles a que reconocieran el cuerpo (momia) decidió emprender el camino a Granada.
De sobra es conocido que a finales de diciembre en Castilla hace un frío insoportable. Si a esto añadimos que doña Juana se negaba a viajar de día, pues según ella no era correcto hacerlo una comitiva fúnebre, el viaje debió ser épico. Cuentan los cronistas que asistieron al evento que el féretro iba en un carro tirado por cuatro caballos, acompañado de clérigos, soldados y toda la corte desplazándose de noche a la luz de antorchas; su paso por los pueblos de Castilla tuvo que ser algo surrealista. Es difícil imaginarnos lo que pensaron los sencillos habitantes de aquellas localidades, pero en esos momentos fue cuando se fraguó la leyenda de que la reina estaba loca.
Cuatro meses permaneció en un pequeño pueblo de la provincia de Palencia, Torquemada, donde nació su hija póstuma Catalina, y otros cuatro en otro aún más pequeño próximo al anterior llamado Hornillos. Los cortesanos, entre los que estaban los nobles más ricos, no daban crédito a aquello. ¡Estaban viviendo en casuchas, o incluso en tiendas de campaña, cuando poseían grandes palacios! Pero nadie quería irse pues todos intentaban influir en la voluntad de la reina para que tomara partido por ellos. Sin embargo, doña Juana se mostró irreductible. Dijo que mientras no volviera su padre para hacerse cargo del gobierno no haría nada -y no lo hizo-, y que además no se trasladaría a ninguna población de importancia -Burgos, Valladolid o Palencia, como más próximas- pues no quería participar de festejos impropios de una viuda.
Encierro en Tordesillas: una vida ignominiosa.
En agosto de 1507 don Fernando regresó de Nápoles y se encontró con su hija, quien le cedió todos los poderes. Podría parecer que su padre, agradecido, trataría no sólo como se debía a una reina sino mejor, mas no fue así. Fernando «el Católico» temía que la nobleza que le había rechazado un año antes, y que ahora le aceptaba como un mal menor, cambiara de parecer. Si hacía esto sin duda intentaría adueñarse de la persona de la reina y esgrimiendo los derechos de doña Juana con facilidad podrían quitarle una vez más la gobernación de Castilla.
Con este miedo tomó una decisión terrible: recluir a su hija, que era la reina, en el palacio de Tordesillas, a 30 km de Valladolid, junto al río Duero. Allí colocó a un verdadero carcelero, el aragonés Luis Ferrer. Nada de lo que ocurría dentro del palacio podía trascender y por supuesto nadie podía acercarse a la reina. Mosén Ferrer cumplió perfectamente el cometido y así, con la reina encerrada, don Fernando hizo lo que quiso hasta su muerte en 1516.
No olvidemos que la reina de Castilla seguía siendo doña Juana, y que después de morir su padre por ley debía heredar la corona de Aragón. No obstante, lo que ocurrió a partir de aquel momento es uno de los actos ilegales más sorprendentes de la historia moderna española. El cardenal Cisneros se hizo con la regencia y entendió que lo mejor es que viniese a España el primogénito de doña Juana, don Carlos, para ponerse al frente de la gobernación del reino.
Sin embargo, la ambición del joven príncipe no se colmaba con la gobernación. Quería ser rey. Esto era imposible pues la soberana estaba viva, pero saltándose toda norma escrita o consuetudinaria acabó por ser proclamado rey, eso sí, junto a su madre. Don Carlos no tenía todas consigo. Su madre era la reina y los temores que ya tuvo Fernando «el Católico» aún eran mayores en el joven, sin duda menos avezado en lances políticos que su abuelo. Para evitar cualquier contingencia no sólo mantuvo a su madre recluida en Tordesillas sino que colocó al frente a un carcelero aún más tirano que el primero: el marqués de Denia.
Tenemos un importante número de cartas cruzadas entre don Carlos y el Marqués de Denia en la que se declara abiertamente que nada debe saberse de lo que ocurre en Tordesillas. Y lo que ocurría allí era tremendo. La reina sufría incluso maltrato físico, por supuesto psíquico, pues se le obligaba a hacer cosas contra su voluntad, se le impedía salir del palacio ni siquiera para ir a el monasterio de Santa Clara donde estaba depositado el cuerpo de su esposo, se le negaba la visita de las personas que ella deseaba ver, como los nobles de su corte, y hasta se le mintió sobre la muerte de su padre. Por si esto fuera poco hay un hecho que resumen el ignominioso trato que recibió la reina.
En la Edad Moderna, como había ocurrido en la Edad Media, había una enfermedad que causaba estragos entre la población: la peste. En realidad no sabían que era, pero conocían bien sus consecuencias. Cuando una población se infectaba lo único que se podía hacer era abandonarla y quemar tanto los enseres como los muertos. Varias veces a lo largo de las casi cinco décadas que permaneció doña Juana en Tordesillas la peste se declaró en la villa, en ocasiones con tal virulencia que murieron hasta sirvientes de la reina. En tales circunstancias el marqués de Denia escribió al ya emperador Carlos V solicitándole permiso para evacuar el palacio. Pues bien, don Carlos se negó a que su madre abandonara el encierro. Aunque su vida corría serio peligro el emperador quería por todos los medios evitar que su madre fuese vista. Él pasaba demasiado tiempo lejos de España, y no olvidemos que las Comunidades se levantaron contra su política esgrimiendo como bandera la figura de la legítima reina. Si la población veía a doña Juana trasladándose de un sitio a otro podría reavivar el clamor antiimperialista y poner en grave riesgo su reinado. Que sepamos sólo salió una vez de su reclusión, en 1533, y fue caminando campo a través, alejada de cualquier población, para pronto regresar a Tordesillas.
El arte en la corte de la reina.
Sobre la formación del gusto artístico de doña Juana.
Por la fecha de su nacimiento, por la corte en que se educó, y por su matrimonio -a los dieciséis años- la formación del gusto artístico de doña Juana se ciñe fundamentalmente a la estética flamenca. El gótico ya había llegado a su fin. El simbolismo inherente al arte gótico dejaba paso al finalizar el siglo XV al realismo flamenco. Las pinturas de Van Eyck, Rogier van den Weyden, Memling, Van der Goes... nada tenía que envidiar a las creaciones italianas del Quattrocento.
Doña Juana se encontró frente al arte flamenco en la corte de su madre, quien reunió una importante colección de tablas importadas de Flandes, hoy en parte en la Capilla Real de Granada, y contrató pintores como Juan de Flandes, cuyo apellido dice todo. Evidentemente cuando se trasladó a los Países Bajos el contacto con el arte flamenco fue directo. Sin embargo, no parece que la pintura fuera la principal manifestación artística en la vida de doña Juana. Sí lo fue la música; siempre estuvo rodeada de instrumentistas y cantores hasta el día de su muerte.
La corte de Flandes le deparó otra sorpresa en lo que se refiere a las artes. La etiqueta heredada de los duques de Borgoña era la más suntuosa de todas las casas reales europeas. Los palacios que salpicaban las distintas ciudades flamencas competían en lujo y riquezas. La mayoría han desaparecido hace tiempo pero tenemos noticias gráficas de cómo eran. El Coudenberg de Bruselas era sencillamente impresionante. Allí residió, y en Gante y en Brujas, doña Juana; la comparación con los palacios españoles de la época reduce a éstos a simples casonas.
La corte en Tordesillas.
Y una casona es lo que era el llamado palacio de Tordesillas. Hoy no quedan vestigios de su existencia; se derribó hasta los cimientos en el siglo XVIII y en el solar que ocupaba se construyeron bloques de viviendas. Desde luego esto es una gran pérdida del patrimonio histórico-artístico, pero es que el palacio literalmente se hundió. No tenía nada de especial, ni siquiera por lo que se refiere a los materiales de construcción: ladrillos, adobes, madera... Más allá de las descripciones de los cronistas y viajeros de la época, que lo único que valoran es su situación en alto junto al Duero lo que permitía una bella vista, conservamos un dibujo de c. 1560. Es una panorámica de Tordesillas donde el palacio aparece en el centro y en primer plano. El pintor, Anton van den Wyngaerde, no destacó ningún aspecto, a excepción de la torre, y es que en aquellos años ya estaba deshabitado y amenazaba ruina. También tenemos un plano de la planta del edificio, dibujado en el siglo XVIII. Con estas fuentes gráficas y con los numerosos, e inéditos, datos que guarda fundamentalmente el Archivo de Simancas, hemos podido reconstruir en cierta medida el antiguo palacio.
Su poca prestancia no era algo excepcional. Hasta las intervenciones de Carlos V -palacio de La Alhambra, alcázares de Madrid y Toledo- y sobre todo hasta Felipe II, los palacios de la monarquía española carecían de la grandeza que de los flamencos. Mucho tuvo que ver la constante itinerancia de los monarcas hispanos a lo largo de la Edad Media, empeñados en continuas luchas sobre todo con los musulmanes. Se trasladaban de una residencia a otra y cuando llegaban a la elegida procuraban decorarla para la ocasión. Apenas sabemos de cuadros o esculturas, sí, por el contrario, de tapices. Éstos se enrollaban y con suma facilidad se transportaban de un lugar a otro. Las frías paredes, y no sólo desde el punto de vista estético, de los caserones reales se llenaban de colorido con los paños generalmente procedentes de los Países Bajos.
Tapices.
Varios son los tapices que pertenecieron a doña Juana y que aún se conservan. En el inventario de bienes que se realizó a su llegada a Tordesillas en 1509 se documenta un número superior a setenta paños. La riqueza del oro, plata y diferentes bordados ya fue resaltada por el cronista del viaje de Carlos V en 1517 a Tordesillas. Los motivos eran diversos: historias bíblicas, mitológicas, de torneo, naturalistas «verduras»... Entre los que se conservan que pertenecieron a doña Juana se encuentra la serie formada por cuatro grandes tapices (c. 320 x 375 cm.) llamada Triunfo de la Madre de Dios o Paños de Oro, apelativo que llama la atención sobre la cantidad de metal precioso que tenían. Dios envía el ángel Gabriel a la Virgen, Coronación de la Virgen, Nacimiento de Cristo, Anunciación, son los nombres por los que se les conoce hoy, atendiendo a su motivo principal, en su presente ubicación: el Palacio Real de Madrid.
Junto a estos tapices se conservan otros dos que también pertenecieron a doña Juana conocidos como Episodios de la vida de la Virgen. Se trata del Cumplimiento de las Profecías y la Presentación en el Templo. Los seis se deben al tejedor Pierre van Aelst, aunque los cartones no son del mismo pintor sin que se haya podido precisar de quien se trata. Todos fueron adquiridos en 1502 por la entonces archiduquesa. También se conserva el paño Misa de San Gregorio que tiene de particular que doña Juana se lo regaló a su madre, Isabel «la Católica» y que cuando ésta murió ordenó que se le devolviera.
Pinturas: Iconografía de la reina.
Sabemos por el inventario de 1509 que doña Juana llevó consigo cinco retratos a Tordesillas: cuatro de miembros de su familia -uno era de su madre, otro de su hermana mayor la reina de Portugal doña Isabel, y dos de su hermana menor, doña Catalina, cuando era princesa de Gales- y uno de ella misma. Identificarlos con los datos que poseemos es arriesgado. Cabría la posibilidad que el de doña Juana fuera el conservado en Viena y atribuido a Juan de Flandes. El doña Catalina también podría ser el de Viena atribuido a Michel Sittow. Los de Isabel «la Católica» podrían ser cualquiera de los conservados: Palacio Real de Madrid, El Pardo... atribuidos a Juan de Flandes.
Lo que resulta curioso es que doña Juana no llevara consigo a Tordesillas, pues no se refleja en el inventario, ningún retrato de sus hijos o esposo. De Felipe «el Hermoso» se conserva un considerable número de retratos, v. gr.: el de Viena atribuido a Juan de Flandes, o el retrato de cuerpo entero en un ala de un retablo, en el otro está doña Juana, del Museo de Bruselas, atribuidos a Jacob van Laethem o al Maestro de la Vida de San José. De sus hijos, como niños, tenemos dos magníficas representaciones. En una, custodiada en Innsbruck, aparece Carlos V entre sus hermanas Leonor e Isabel, lo que remite a una fecha entorno a 1502. No sabemos quien fue su autor aunque se atribuye al Maestro del Gremio de San Jorge. Extraordinario interés tiene el díptico con los seis hijos de la reina, de un autor flamenco anónimo, que hasta hace algunos años se conservaba en el Museo de Santa Cruz de Toledo.
En el inventario aparecen citas a diferentes retablos, imágenes de devoción, incluso dibujos, pero su descripción es demasiado general para poder identificar las piezas con alguna de las hoy conservadas o de las que tenemos noticias. Las imágenes de devoción así como los retablos eran objetos imprescindibles para la liturgia. No comportaban necesariamente valores artísticos pues lo fundamental era su función religiosa.
Las joyas de la corona: objetos de oro plata y pedrería.
Cuando hoy nos referimos a obras de arte tenemos muy claro que el principal valor es el artístico, ajeno a cualquier consideración material. Sin embargo, esto era bastante diferente en el siglo XVI. Desde luego se apreciaba la excelencia artística, pero mucho más el valor de sus componentes. Esto no era específico de España, también era así en Italia: cuando Mantegna pintaba los frescos de la Cámara de los Esposos para la familia Gonzaga en Mantua, cobraba en función de los pigmentos usados, no era lo mismo utilizar azul ultramarino, muy caro, que otro azul menos vistoso pero asequible. Hoy diferenciamos perfectamente entre tesoro y obras de arte, entonces no, y desde luego si algo estaba por delante era el tesoro.
Dicho esto es fácil comprender que el principal interés de los poderosos era amasar un gran tesoro. El oro, la plata, las piedras preciosas..., eran los componentes más solicitados. Con ellos se hacían obras de arte, pero su valor intrínseco era el principal. Así se entiende que los retablos que tenía doña Juana se valoran en función del oro o la plata que contenían sus marcos, no por la calidad de las pinturas o esculturas.
El tesoro que doña Juana llevó a Tordesillas era impresionante. En el inventario se agrupan en diferentes partidas atendiendo principalmente al material. Así, hay perlas: «...cient perlas grandes como avellanas mondadas...». Joyeles: «...un balax grande como castaña e algo maior con tres diamantes...». Collares de oro: el de «las bellotas» que pesó 1818 gramos, de oro. Cadenas: la de «las ruecas», de casi dos kilos de oro. Sortijas de oro, azabache, coral..., algunas con pedrería -diamantes y rubíes-. Medallas. Pulseras. Y todo tipo de objetos realizados con metales preciosos: espejos, marcos, retablos, lámparas, peines...
No es posible cuantificar la cantidad de oro y piedras preciosas que llevó consigo doña Juana a Tordesillas por lo fragmentario de las noticias, pero debió ser ingente. Podemos hacernos una idea a partir de los datos que tenemos de la plata. Cuando llegó a Tordesillas Fernando «el Católico» tomó para su casa 1.500 marcos de plata (¡345 kilos!), y tres años después, en 1512, otro tanto. A esto hay que sumar los 32 kg que sumaba la platería litúrgica: cálices, patenas, navetas, portapaces... y toda una larga lista de piezas de plata que mantuvo doña Juana para su servicio: platos, cubiertos, fuentes..., de los que no siempre se da el peso.
Crónica de un expolio.
Entre las escasas piezas que se conservan del tesoro de doña Juana se encuentra un cáliz de plata sobredorada que se donó al monasterio de Santa Clara cuando murió la reina en 1555. Aún permanece en el mismo emplazamiento si bien ha sido modificado en época posterior. La razón fundamental de la desaparición de los objetos de oro y plata, y de las piedras preciosas, está en su valor intrínseco. Con facilidad el oro y la plata podían fundirse y convertirse en otros objetos, y por supuesto utilizarse como moneda de cambio. Lo mismo ocurre con la piedras preciosas.
Esto es una constante con demasiados tesoros de los que sólo tenemos noticias por los inventarios, sin embargo el de doña Juana desapareció de una forma singular, pues sabemos cómo, cuando y quién se lo llevó.
Cuando murió la reina en 1555 se procedió a hacer inventario de sus pertenecías. Increíblemente apenas quedaba nada. Qué había ocurrido. Lo normal es que nunca se supiera pues había importantes intereses en mantener el secreto, pero un incidente menor destapó todo el proceso. Unos meses antes del fallecimiento, previendo que sería inmediato, se recontaron sus bienes. En aquel momento doña Juana guardaba celosamente un arca de pequeñas dimensiones si bien repleto de objetos de oro plata y pedrería. En el momento de su muerte ya había desaparecido. Felipe II ordenó que se investigara lo que había ocurrido y, dado que los métodos de entonces eran bastante expeditivos, los sirvientes de la reina contaron todo lo que sabían. No se aclaró el destino del arca, pero sí se dijo cómo había salido casi la totalidad del tesoro del palacio.
Los sirvientes más antiguos declararon que en 1524 Carlos V había pasado un mes en Tordesillas. Se estaba preparando la próxima boda de su hermana menor, Catalina, con el rey Juan III de Portugal. En ese tiempo el emperador mandó tomar todas las piezas que le parecieron de valor (es decir, todo lo que halló a mano) para él mismo y para cumplimentar la obligada dote de su hermana. Con todo detalle se nos dice que de noche, utilizando cuerdas para bajar las arcas desde los aposentos de la reina y así evitar que se diera cuenta, fueron vaciadas una a una las arcas.
Con el fin de que doña Juana no se diera cuenta del expolio llenaron las arcas de ladrillos, con lo que, pensaron, si la reina trataba de mover alguna, supondría que estaban repletas y que nadie las había tocado. Pero doña Juana era una enferma mental, no una idiota. Apenas tardó unos días desde el comienzo del robo en darse cuenta de lo que pasaba. Llamó a su camarero (el responsable de sus bienes) y le exigió que diese cuenta de lo ocurrido. Éste no supo qué decir; por un lado era el responsable pero Carlos V, el rey de facto, había dado la orden de sacar las joyas. Doña Juana tardó muy poco en comprender lo que pasaba y, sorprendentemente, pues todos esperaban un reacción airada propia de una demente, dijo que estaba bien, que si su hijo lo había ordenado así que no había nada que objetar. Podemos imaginarnos la vergüenza sentida por aquel desagradecido don Carlos, que no sólo había usurpado el trono sino que además robaba sin pudor el tesoro materno. Éste es el mismo personaje que ordenaba que su madre no abandonase Tordesillas aunque la peste estuviera llamando a la puerta de los aposentos de la reina.
El mito romántico de doña Juana.
Doña Juana pronto desapareció de la memoria de sus súbditos. Si exceptuamos el episodio de las Comunidades, rápidamente apagado, nadie clamó por su presencia. El palacio-cárcel que su padre, Fernando «el Católico», habilitó para encerrarla cumplió a la perfección su cometido. Si nadie veía a la reina, si nadie podía acercarse a su persona, era fácil conseguir que el olvido se extendiera sobre su figura. Carlos V ejercía de hecho y de derecho como rey, por lo tanto no se echaba de menos a doña Juana. Sin embargo, la reina era un problema. Si en algún momento se quería ir contra la política de Carlos V se esgrimirían los derechos de doña Juana. Incluso planteó un serio inconveniente cuando el emperador decidió abdicar en su hijo Felipe II. ¿Cómo abdicar el reino si no era suyo en realidad, acaso no estaba viva la legítima monarca? Afortunadamente para ellos doña Juana falleció en abril de 1555 y el traspaso de poderes se convirtió en algo legal.
Cuando murió la reina nadie de su familia estaba a su lado, ninguno de sus cinco hijos que aún vivían, ni ninguno de sus nietos o bisnietos. Apenas se realizaron funerales oficiales, y desde luego no en España. Murió en 1555 pero en realidad había desapreciado en 1509 al llegar a Tordesillas. Como si el destino se aliase contra ella, el palacio en que moró cerca de cinco décadas comenzó a arruinarse poco después de fallecer. En definitiva, doña Juana es una figura que permaneció en el olvido durante siglos, e incluso hoy con centenarios de Felipe II, su nieto (1598), Carlos V, su hijo (1500), y el ya anunciado de Isabel «la Católica», su madre (1504), nadie parece acordarse de doña Juana a no ser desde la perspectiva que hicieron buena los románticos en el siglo XIX.
Se trata de un hecho histórico curioso. Los literatos y artistas plásticos románticos recrearon la figura de doña Juana a partir de lo que se consideró un dato fehaciente: la reina había enfermado de amor. Podemos imaginarnos el filón que la historia así entendida propició a los románticos: Manuel Tamayo y Baus escribió Locura de amor (1855); Emilio Serrano compuso una ópera Doña Juana la Loca. No obstante, fueron los pintores los que fijaron la imagen de la reina enloquecida, según ellos, por los celos. Hay decenas de cuadros representando algún aspecto de la locura de doña Juana. Entre ellos destacan Demencia de doña Juana, de Lorenzo Vallés (1868) segunda medalla de la Exposición Nacional, y el cuadro de Francisco Pradilla Juana la Loca (1878) por el que obtuvo la medalla de oro de la Exposición Nacional de aquel año.
Normalmente los artistas se valen de la historia como inspiración de las creaciones; en este caso fueron las creaciones de los artistas los que condicionaron la historia. Hoy en día se siguen escribiendo libros, haciendo películas y dando sesudas conferencias en las que se supone que doña Juana enfermó por amor. Por más que esto nos guste no fue así. La flaqueza de juicio de doña Juana parece que fue esquizofrenia, que desde luego no fue tratada, porque no se sabía cómo, y por el contrario se agudizó ante las tensiones a las que la sometieron su esposo y su padre. Fue la ostentación del poder lo que se dirimía y tan mal parada salió doña Juana en esta lucha que no fue capaz de recuperarse. Sin embargo, su hijo, su desagradecido hijo, podía haber hecho algo por aquella desdichada. En la historia ha habido mucho reyes locos: Carlos VI de Francia, Jorge III de Inglaterra, Luis II de Baviera, o en el siglo XX Yoshi-Hito, emperador de Japón. Otros tomaron por ellos las decisiones, se les relegó, pero no se les encerró ni se les negó su realeza. Juana I de Castilla, reina durante más de cincuenta años, madre de seis hijos todos ellos a su vez monarcas, fue maltratada en vida y desgraciadamente la historia todavía está lejos de ser justa con ella, y esa justicia, aunque sea a costa de poner en su sitio a los que creíamos grandes estadistas, ya es hora que se haga.
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