Monseñor Sergio Méndez Arceo en 1986
Foto: Archivo
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Elena Poniatowska/ I
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El 28 de octubre de 2007 un sacerdote excepcional habría cumplido cien años. Para conmemorarlo, monseñor Samuel Ruiz García, la Casa de la Solidaridad y el Secretariado Internacional Cristiano de Solidaridad con los Pueblos de América Latina Óscar Arnulfo Romero, organizaron una subasta de cien obras de arte que en la década de los ochenta le fueron donadas a Sergio Méndez Arceo y al Comité Manos Fuera de Nicaragua, con el fin de apoyar a los pueblos empobrecidos de Latinoamérica.
Carlos Sergio Méndez Arceo nació el 28 de octubre de 1907 en la ciudad de México, en el seno de una familia preocupada por los pobres. Sus padres, en Zamora, Michoacán, eran primos de Lázaro Cárdenas del Río, el mejor presidente de México. El pensamiento liberal y la religión presidieron su infancia. El niño Sergio fue el más chico de 12 hermanos. Muy bueno para las matemáticas, podría haber sido ingeniero, pero un día su tío, el arzobispo José Mora y del Río, se lamentó de la falta de sacerdotes en México (los evangélicos y los protestantes cobraban gran auge) y en ese instante el niño pensó: “Yo voy a ser sacerdote”. Era el año 1921, tenía 14 años. Su padre intervino: “Sólo quiero decirte una cosa, hijo: no hay peor política que la negra”.
Don Sergio permanecería 11 años en Roma. En 1939, ya ordenado sacerdote, recibió el grado de doctor en historia. A su regreso a México, fue maestro de historia y de filosofía en el Centro Cultural Hidalgo, que habría de convertirse en la Universidad Iberoamericana.
Al llegar a su diócesis, el 30 de abril de 1952, todo cambió en Cuernavaca. En la capilla colonial de San José, se dieron misas singulares con mariachis que congregaron multitudes. No sólo Cuernavaca quería a don Sergio, todo México corría a verlo y él les devolvía su cariño a los fieles y a los no tan fieles. Sus homilías hicieron época. Escucharlo hablar desde el púlpito era una fiesta.
Don Sergio no sólo restauró las almas sino la catedral. Felipe Teixidor, Alfonso Reyes, Ignacio Chávez, Jesús Silva Herzog y Silvio Zavala lo visitaban. Organizó temporadas de conciertos con la Orquesta Sinfónica Nacional que ni siquiera conocía Morelos, ofreció la capilla abierta de San José para la presentación de Autos Sacramentales y de obras clásicas y modernas, subió a escena en 1960 Asesinato en la catedral de T. S. Elliot. No sólo se hizo famosa la misa de mariachis, también la de jazz, los jóvenes cantaban a voz en cuello. Don Sergio visitó la colonia de paracaidistas fundada por el guerrillero maoísta Florencio El Güero Medrano y cortó quelites con los más pobres, pero en septiembre de 1966, en un congreso en Caracas, fue aún más lejos y al hablar del cura Camilo Torres, declaró: “Las revoluciones violentas de los pueblos pueden estar en algunos momentos de la historia absolutamente justificadas y ser totalmente lícitas, porque la revolución en el propio sentido de renovación es finalizar lo inacabado o aquello que se puede perfeccionar”.
Las palabras del obispo de Cuernavaca adquirirían una gran fuerza en el México del 68. Dijo en su sermón dominical: “Me hace hervir la sangre la mentira, la deformación de la verdad, la ocultación de los hechos, la autocensura cobarde, la venalidad, la miopía de casi todos los medios de comunicación. Me indigna el aferramiento a sus riquezas, el ansia de poder, la ceguera afectada, el olvido de la historia, los pretextos de la salvaguardia del orden, la pantalla del progreso y del auge económico, la ostentación de sus fiestas religiosas y profanas, el abuso de la religión que hacen los privilegiados.
“No me sorprende, pero lamento la falta de continuidad en el diálogo no acertadamente iniciado, único escape para la crisis de autoridad y de obediencia. Se me entenebrece el porvenir de la libertad en la investigación, en la expresión, en la acción de ciudadanos responsables, consagrados aún con errores, al desarrollo integral de México, cuando miro los rostros adustos, inexpresivos, de nuestros soldados obligados a la represión.”
Y se alegró por los estudiantes: “la valentía, la madurez, la previsión de tantos sacerdotes y laicos comprometidos, que han venido compartiendo el riesgo, las reflexiones, los errores, las desilusiones, los dolores, los altibajos de los hombres del futuro, nuestros hermanos, los estudiantes”.
Después de la matanza de Tlatelolco, el obispo arremetió desde el púlpito: “Ante los acontecimientos que nos llenan de vergüenza y de tristeza hay que considerar positivo y consolador el hecho de que los jóvenes hayan despertado así a una conciencia política y social y que aporten a México una esperanza que es nuestro deber alentar. Que la certidumbre en los estudiantes y en la ciudadanía de la magnanimidad y del respeto a la justicia y del imperio de la libertad, borre el temor de que tenga lugar en México, después de las Olimpiadas, un periodo de dureza, de represión, de mano férrea, de persecución al pensamiento y a su expresión”.
Al año del 2 de octubre, expresó: “Queremos reunirnos a la distancia de un año para descubrir el sentido del acontecimiento del 2 de octubre, que por su magnitud en dolor y sangre no debe pasar inadvertido ni olvidarse”. Hombre crítico, fue el único en decir una misa el 2 de octubre de 1969: “Llevamos años de tolerar muchas injusticias en nombre del mantenimiento del orden, de la paz interior, del prestigio exterior”.
El obispo de Cuernavaca, monseñor Sergio Méndez Arceo, quiso celebrar la Navidad de 1969 visitando a los presos en huelga de hambre en Lecumberri. Después de un primer intento frustrado, las autoridades le permitieron la entrada al penal. A los huelguistas que sobrevivían a base de agua de limón y azúcar desde el 10 de diciembre, el obispo dijo: “He venido a regocijarme porque ustedes están trabajando por la liberación”. En su mensaje de Navidad, transmitido por radio desde Cuernavaca, Méndez Arceo informó acerca de su visita a la cárcel: “Afirman que no conocen a sus jueces después de un año de reclusión y que se han cumplido las exigencias de la ley... En este caso podemos ver representada la falta de respeto a la persona humana en la administración de la justicia y en el ejercicio de las libertades individuales en orden al bien común. Puedo declararles a ustedes que en toda mi actuación me ha movido el convencimiento de que no puedo abandonar a mis hermanos los hombres sin dar un signo válido de que el cristiano en cuanto tal debe condenar cualquier forma de injusticia, particularmente cuando la injusticia se hace institución y se impone aún a los mismos hombres que la cometen”.
Frente al negro Palacio de Lecumberri, el fotógrafo Héctor García y su segura servilleta vemos una silueta alta, a punto de sentarse frente el volante de un Opelito blanco.
–¡Es Méndez Arceo!
–¡Ay, sí, tú!
–¡De veras!
–¡Pues ciérratele, ciérratele para que no se vaya!
(Lo encajonamos. Por el retrovisor Méndez Arceo nos hace una seña de “¿No se hacen tantito para atrás, por favor?”, pero ni caso le hacemos).
–Monseñor, ¿qué hace usted aquí?
–Vine a ver a los presos políticos. El miércoles pasado también vine pero como llegué de Cuernavaca a las tres de la tarde ya no había un solo funcionario del penal y no me dejaron pasar.
–¿Y ahora?
–Ahora tampoco me dejan pasar.
–Pero apenas es la una...
–El licenciado Jesús Ferrer Gamboa me dijo en forma amable que lo sentía mucho pero era imposible. ¡Fíjense ustedes!, lo que está sucediendo en este momento es muy grave para el país.
–Sí don Sergio, el doctor Eli de Gortari está sumamente enfermo de diabetes y no ha querido que lo lleven a la enfermería. Ayer internaron a un muchacho también grave y hay otro que lleva quién sabe cuántos días, más de un mes, en huelga de hambre.
–Si lo sé y si uno de estos muchachos o uno de los maestros muere, ¿ha pensado usted, Elena, en lo que eso significaría para nuestro país?
Méndez Arceo abre la portezuela y sale del coche. Héctor García lo fotografía a media calle. “¡Cuidado, Héctor, lo van a atropellar!” “No se preocupe señor obispo, que al fin usted me va a dar los santos óleos”.
–Doctor Méndez Arceo, ¿por qué viene usted aquí?
–Vengo aquí como un particular, porque me lo han pedido muchas madres de los muchachos encarcelados. Incluso querían venir conmigo, pero no les avisé de mi primera visita, justamente para no crear un ambiente de publicidad o de posible provocación, para no hacer borlote. Me dijo el licenciado Jesús Ferrer Gamboa: “En lo personal lo estimo a usted mucho pero es imposible que visite a los huelguistas”.
–¿Entonces ya van dos veces que usted viaja de Cuernavaca en balde?
–En balde no. Un intento siempre vale por sí mismo. Claro está, lo seguiré intentando pero si uno de los presos, el doctor De Gortari o el escritor Revueltas me apuntaran en su lista de visitas no me dejarían entrar.
–¿Pero viene como un particular, señor obispo?
–Mire, Elena, he hecho declaraciones y no me escondo. Ahora mismo que me vio usted, ni modo de echarme polvos de “desaparece”. Aquí estoy junto a usted en esta banqueta, esperando como usted y como Héctor que nos franqueen la entrada aunque sólo sean unos minutos... Oiga, y a propósito, ¿ustedes a qué vienen?
–A lo mismo.
–¡Ay!, ¿pues por qué no le dicen que yo desearía entrar?
–¡Cómo no!
–Aquí los espero...
Adentro, Héctor y yo nos topamos con un licenciado joven, muy gallito: “¡Identifíquense por favor!” Nos hace esperar un cuarto de hora y pienso en Méndez Arceo, afuera, bajo el sol con su gran abrigo negro. Al rato sale el licenciado don gallito: “Dice el licenciado Jesús Ferrer Gamboa que el director del Penal se fue de vacaciones”. Afuera, bajo el sol, el obispo Méndez Arceo viene caminando hacia nosotros. “Pues no, está de vacaciones el general” (Se ríe) “Pues póngale usted eso en la entrevista”. Nos encaminamos hacia el Opel blanco que por cierto tiene varias abolladuras... Sigo con mis preguntas:
–Don Sergio, al venir usted a la penitenciaría, ¿no está enfrentando al gobierno?
–¿Por qué? Si alguien me dice y me comprueba que estoy cometiendo algún delito, seré el primero en reconocerlo pero nunca he sabido que sea delito visitar a presos, hombres privados de su libertad y sometidos a humillaciones, vejaciones y sufrimientos.
–¿Y está esto dentro de su sacerdocio?
–Y dentro de mi condición de hombre.
–Pero, ¿ante quién responde usted, señor obispo, por este tipo de actos?
–(Sonríe) Ante el Espíritu Santo.
–¿Es cierto que dijo usted una misa el 2 de octubre en Cuernavaca por los muertos de Tlatelolco?
–¡Claro que sí!
–Pues ha hecho usted más en Cuernavaca que los curas de la iglesia de Santiago Tlatelolco. Cuando la gente en plena balacera, gritaba que por favor les abrieran: “Ábranos, somos mexicanos” les cerraron la puerta. Ahora, también el 2 de octubre dijeron que no tenían ni una media hora disponible, ya no digamos para una misa, sino para un responso...
–Tengo conciencia, soy responsable del bien común, no puedo excusarme ante el sin número de abusos en la administración de la justicia, abusos que se hacen más notorios cuando se trata de los débiles y marginados económica, social o políticamente.
–¿Tienen razón los jóvenes en estar inconformes?
–Sí la tienen.
–¿Cuál sería la solución?
–La amnistía inmediata y general.
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La Jornada - México/07/10/2007