La defensa de una Canarias soberana que permita a sus habitantes recuperar la dignidad perdida por siglos de férrea dependencia hacia un estado lejano y ajeno y, como consecuencia, el logro de unas mayores cotas de bienestar económico y social, está lejos de ser un planteamiento novedoso en este periódico. Desde siempre, incluida la etapa franquista y con la única excepción de los periodos en los que este diario fue obligado a ser órgano del Movimiento nacional sindicalista, lo que provocó serios enfrentamientos entre el ahora director y las autoridades del régimen, EL DÍA se ha caracterizado por la defensa de un Archipiélago soberano aunque ligado por lazos económicos, sociales y sentimentales al estado español. Por razones obvias, en los tiempos del general Franco la defensa de tales argumentos debió hacerse de forma subrepticia, echando mano de eufemismos que superaran la censura para reivindicar lo mismo que hoy exigimos. Luego llegó la etapa de la transición, en la que a pesar de erradicarse la censura oficial de los medios, la fragilidad de la situación política hacía recomendable obrar con cautela, evitar cualquier llamamiento que pudiera ser mal interpretado por algunos de los poderes fácticos de la nación, impregnados aún de la ideología propia del franquismo. Y todo ello a pesar de que estas páginas jamás han acogido, y con total seguridad nunca acogerán, ni una sola línea que justifique la violencia, a la que tanto deploramos en todas sus formas. Antes bien, todos los planteamientos que hemos realizado a lo largo de los años se han caracterizado por el más escrupuloso respeto a la legalidad, a través de la cual entendemos que deben producirse los cambios que consideramos imprescindibles para las Islas. De esa forma, la prudencia fue la principal consigna de EL DÍA durante años, hasta que se conformó el estado de las autonomías, que aplaudimos no como un fin, sino como un medio para que las Islas alcanzaran en años venideros un estatus que terminara por diferenciarlas dentro de la estructura estatal y, por último, concederles la ansiada y justa soberanía.
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Pero la petición del justo reconocimiento de la soberanía canaria se ha topado siempre, tanto en la etapa democrática como en la franquista, con la militante oposición de los partidos estatalistas, una pos- tura que por otra parte resulta del todo lógica en dichas organizaciones, dado su carácter españolista, y respetable como lo son todas las ideas, pero con una peculiaridad que no debe pasarnos desapercibida: los representantes de dichos partidos en Canarias forman parte de la rancia clase dirigente de Las Palmas, valedora de un orden de cosas que sitúa a esa ciudad y a esa isla como epicentros del poder político y económico de la región en detrimento de la ciudad y la isla que históricamente, y por razones asentadas en el sentido común, han ocupado esa posición de prevalencia. Tal connivencia entre el poder estatal y el canarión, sumada a la manifiesta debilidad de la clase política tinerfeña, ha propiciado el fortalecimiento de Canaria y, como consecuencia, la defensa por parte de los poderes fácticos de esa isla de un estatus de dependencia con respecto al Estado que los beneficia en detrimento del resto del Archipiélago.
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El paso del tiempo, no obstante, pone a cada cual en su sitio, y el devenir de los últimos años ha permitido desenmascarar a quienes se les llena la boca hablando de Canarias cuando realmente quieren decir Canaria, un plural convertido en singular en el que se esconden buena parte de los males que sufren los habitantes de este Archipiélago. Por ello, gracias a artimañas tan burdas y aberrantes como el trato preferente a Canaria que otorga esa suerte de cuentecillo de hadas denominado Estatuto de Autonomía, se está despertando una conciencia ciudadana peculiar, un espíritu colectivo de pertenencia a una comunidad distinta a la española aunque vinculada sentimentalmente a ella. En definitiva, los acontecimientos de los últimos años han logrado que despierte lo que tan acertadamente se ha denominado como "nación dormida". Los canarios empezamos a ser conscientes de que somos distantes y distintos, de que nos hallamos en el cruce de tres continentes y que nuestra historia no es la historia de Castilla, la de los reyes visigodos, ni nuestra geografía la del Guadiana, el Ebro o el Pisuerga. Repasamos los libros de historia, de nuestra historia, y advertimos que en diferentes etapas nuestra relación con grande estados europeos como Francia e Inglaterra, por mor del floreciente comercio marítimo, fue mucho más intensa que la que mantuvimos con España; que la ilustración y todo lo que ella acarreaba encontró acomodo en las Islas mucho antes de hacerlo en la Península, donde hasta bien entrado el siglo pasado predominaba la sociedad rural sobre la urbana; que la vinculación con el continente americano ha ido creciendo hasta el extremo de influirnos mutuamente en los modos de vida y hasta en el lenguaje; que movimientos culturales propios de las vanguardias del siglo XX, a las que España fue tan ajena, hallaron un considerable grado de aceptación entre la clase intelectual de las Islas, tal fue el caso del surrealismo que predicaba el mismísimo André Breton junto con su devoción por Tenerife. Son sólo algunos ejemplos que muestran a las claras la existencia de una historia propia que ha quedado ensombrecida por otra de la que ciertamente formamos parte, la española, pero como actores secundarios en el mejor de los casos. Por si alguien no lo tiene claro, las islas se diferencian sensiblemente de los territorios continentales, y no sólo porque así lo dictamine la geografía, sino porque incluso desde el punto de vista político, económico y social la insularidad se torna en peculiaridad, máxime cuando hay por medio miles de kilómetros de distancia.
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Y es que si la justicia y el sentido común prevalecieran, como confiamos en que así ocurra, el estado español debería dotarse no de los actuales diecisiete estatutos de autonomía, sino de dieciséis estatutos y de un documento que, llámese como se llame, reconozca la soberanía de Canarias, aunque siempre, repetimos, manteniendo vínculos con España. Ha llegado la hora de que quienes más gritan, catalanes y vascos, asuman que su principal objetivo no es ser independientes, sino españoles de primera, porque españoles han sido desde siempre, más por devoción que por obligación, y traspasen el debido protagonismo a la única comunidad autónoma que puede poner sobre la mesa argumentos de sobra contundentes para exigir un trato específico, aunque los podrá exponer sólo durante un tiempo, el que tarde en aprobarse la propuesta del líder del PP, Mariano Rajoy, para limitar el acceso de determinados partidos a los puestos de representatividad popular. Desde luego, si las autoridades españolas consideran una aberración el caso de Gibraltar, cuánto más deben pensar que lo es el caso de Canarias. Y es que el propio gobierno estatal, con actitudes como la desidia ante el fenómeno de la inmigración ilegal desde África, un drama que hace dos días provocaba la pérdida de más de medio centenar de vidas en alta mar, subraya ese trato de colonia que brinda a las Islas. Por supuesto que si los cayucos llegaran en tal cantidad a Andalucía, Valencia o Cataluña la respuesta sería contundente: la actuación en los países de origen, la única posible.Pero, claro, son los canarios, esas islas allá lejos.
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Ese nuevo marco jurídico al que aspira el Archipiélago, que pondría fin a seis siglos de colonialismo, permitiría armonizar unas islas que con el paso del tiempo han quedado conformadas por un crisol de etnias que conviven bajo una identidad común: la canaria, una forma de ser y de sentir que no debe quedar soslayada por quienes se empeñan en empujar y dar pisotones para hacerse un sitio. De esta forma, la actual reforma del Estatuto de Autonomía, un juguete en manos de políticos mediocres cuyo único objetivo es justificar unos onerosos sueldos, nóminas que, no lo olvidemos, salen del bolsillos del contribuyente, no cabe calificarla sino como una injerencia más del poder estatal, cuyos delegados en las Islas, canariones para más señas, se han empeñado en alimentar el flagrante desequilibrio ya existente e inclinar la balanza todavía más hacia el lado de Canaria. Tal afán por fomentar la crispación, por separar a los dos millones de habitantes de estas islas, se ha plasmado en una reforma estatutaria que oficializa el apócope "gran" para denominar a Canaria, consolidando un error histórico que cabría incluir en un hipotético museo de la aberración geográfica; que enumera a las islas siguiendo el orden alfabético, lo que contraviene no sólo el sentido común, sino el derecho comparado; que en el escudo autonómico minimiza hasta el insulto a la isla de mayor tamaño, Tenerife, y con ello al mismísimo Teide, considerado desde hace unas semanas como Patrimonio Mundial, para evitar cualquier distingo que ponga en duda la ridícula idoneidad del "gran" al referirse ni siquiera a la segunda isla, sino a la tercera. La situación sería de risa si detrás de ella no se escondiera una verdad tan amarga como el intento por separar a los canarios a través de la más vil manipulación.
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Y es que nuestra defensa de la soberanía no conlleva la utilización de falsos alardes para reivindicar lo que consideramos justo, sencillamente porque las cosas deben hacerse con sentido común, dentro de unos tiempos que sean los adecuados y obedeciendo siempre al interés general de los canarios de las siete islas. Es por ello, por ejemplo, por lo que este periódico considera inadecuada la creación de un cuerpo policial autonómico, que evidentemente habría que constituir una vez logrado el reconocimiento de la soberanía, pero no antes, porque su elevado coste no estaría justificado y correríamos el riesgo de que se convirtiera en una pata más del poder canarión, como lo es la TelevisiónCanaria. Hasta que llegue ese momento podemos proclamar sin riesgo a equivocarnos que el servicio que prestan las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en las Islas cabe calificarlo de excelente. Los cambios, además de con el mayor respeto al ordenamiento jurídico, deben realizarse, como reza el sabio dicho canario, con cabeza.
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¿Qué es Canarias? ¿Quiénes somos los canarios? Son las preguntas con las que concluimos el editorial de este domingo. La respuesta debemos hallarla en un estatuto soberanista que nos presente ante España, Europa y el mundo entero como lo que en realidad queremos ser, un país soberano y por lo tanto libre, aunque manteniendo y hasta fomentando esas raíces que nos unen con el territorio español. Aunque, eso sí, que quede muy claro: raíces, nada más.
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El Día-Islas Canarias-España/
Portada/2207/2007